THE OBJECTIVE
Fernando Fernández

Esas pequeñas trampas que nos arruinan

«La economía al servicio de la permanencia en el poder. El coste, el desprestigio institucional, la pérdida de credibilidad y un obstáculo al desempeño futuro»

Opinión
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Esas pequeñas trampas que nos arruinan

Ilustración. | Erich Gordon

Esta semana he tenido la suerte de viajar a distintas ciudades españolas para hablar con empresarios y ejecutivos locales sobre la economía que se nos viene encima. Aún me sigue sorprendiendo la vitalidad de la economía local, la fortaleza de su tejido empresarial, su conocimiento y motivación para buscar oportunidades más allá de nuestras fronteras y su optimismo sobre el futuro, si les dejan trabajar. La conversación siempre acaba con esa coletilla, que no nos molesten, que nos dejen invertir, innovar, exportar, crecer y crear empleo. El falangismo económico que denunciaba la semana pasada se transforma en la pequeña empresa española en una misma frase repetida con acentos y gramáticas diferentes: no queremos subvenciones sino seguridad jurídica, estabilidad institucional, un entorno regulatorio que permita calcular costes y rentabilidades sin sorpresas ni atracos. A nadie le amarga un dulce y si se reparte dinero iremos a por él, pero eso no nos hace mejores empresarios, ni más solventes ni rentables a nuestras empresas. Lo que queremos es poder planificar, poder trabajar.

Por eso he pensado que bien podría celebrar el Día de la Constitución, alabando una monarquía constitucional y una economía de mercado que nos han traído el periodo más largo y fecundo de prosperidad económica y bienestar social de nuestra historia moderna. Ningún país ha cambiado tanto y para bien desde que en la gloriosa Transición apostamos por el diálogo y la libertad, política y de empresa, por la apertura al exterior como señas de identidad de la nueva España. Hasta que embriagados de tanto éxito, como niños mimados que anteponen el capricho al esfuerzo y los derechos a las obligaciones, decidimos abjurar de lo que nos había hecho un país moderno, justo y rico. Y empezamos a deconstruir la arquitectura institucional y sustituir el mérito y la igualdad de oportunidades por el favoritismo y las cuotas identitarias.

Son muchos y más capacitados los que han descrito contundentemente el proceso de degradación institucional al que se ha lanzado el presidente Sánchez con furor propio de conversos o inquisidores. Permítanme que aporte a esa denuncia de la deriva totalitaria algunos ejemplos de la política económica; pequeños ejemplos que no tienen la gravedad de los ataques a las libertades fundamentales, pero que van erosionando el tejido institucional y generando una atmósfera de incredulidad, discrecionalidad y favoritismo que nos empobrece. Déjenme que les hable de esas pequeñas cosas que cantaba Serrat que están arruinando nuestra credibilidad, el activo más importante de un pequeño país dependiente del ahorro doméstico y externo y especialmente vulnerable al juicio y capricho de los inversores.

«Con la contrarreforma del mercado de trabajo han conseguido que ya nadie sepa cuántos parados hay en España»

Empecemos por las cifras de paro. David Mejía entrevistaba este fin de semana a Pedro Álvarez de Miranda en estas páginas: «La realidad no cambia porque cambiemos el diccionario». ¡Qué ingenuos son estos intelectuales!, pero si eso es precisamente en lo que consiste la política sanchista. Con la contrarreforma del mercado de trabajo han conseguido que ya nadie sepa cuántos parados hay en España. Donde antes teníamos certidumbre estadística, ahora tenemos el limbo de los justos, los «demandantes de empleo ocupados», personas que ni trabajan ni están parados, pero cobran el seguro de desempleo. Son los fijos discontinuos, jornaleros de temporada que no son trabajadores temporales. Y no hablamos de cifras menores, en el marasmo estadístico actual pueden llegar a 800.000 felices humanos. Hay muchas más trampas en la economía laboral del sanchismo, remito al lector interesado al último Observatorio Trimestral del Mercado de Trabajo de fuente tan sospechosa como EY, Sagardoy, BBVA y Fedea, ese sectario conjunto de conspiradores en oscuros cenáculos del poder fáctico.

Antes del feliz advenimiento sanchista, el PIB no era un indicador discutido. O más exactamente, sólo era una variable, fundamental para medir la actividad económica, sujeta a constante revisión técnica entre especialistas. Discusión coordinada por Eurostat, la agencia estadística europea, para adaptarla a la nueva realidad post-digitalización en una economía desmaterializada. Pero las cifras no salían a gusto del Gobierno, no eran compatibles con las fuentes administrativas que controlaba el Ejecutivo. La solución quirúrgica fue inmediata. Se cesa al director y se revisa al alza el crecimiento. Que nos complica la vida con Eurostat, que lo arregle el nuevo Gobierno.

La erosión institucional ha llegado también al IPC. Eurostat trabaja constantemente en su armonización y mejora técnica. Pero la crisis energética le creaba un problema al Gobierno. Como el IPC solo mide el precio de la electricidad y el gas en el mercado sujeto a tarifa regulada, el PVPC para entendernos, y esta tarifa está en España absurdamente indexada al precio del gas en el mercado mayorista, el más volátil, el IPC subía aquí más que en nuestros socios europeos. Completamente intolerable para el Gran Capitán. Los magos de la Moncloa parieron dos rápidas soluciones, rebajar artificialmente la tarifa regulada y cambiar urgentemente la forma de medir el IPC. La primera, el tope al gas, nos ha creado un problema en Europa al aumentar más del 50% el consumo para generar electricidad y alimentar la amenaza de desabastecimiento. Pero bajaba el IPC y sólo de eso se trataba. Lo bajaba porque el coste de las subvenciones lo pagan los consumidores del mercado libre, y no se mide en el IPC. Total, que tras poner a parir el IPC ya no hay prisa alguna por cambiarlo. Hasta que en la segunda mitad de 2023 empiece a subir otra vez y entonces sí se cambiará. Inflación reprimida se llama. Erosión estadística y desprestigio institucional del Instituto Nacional de Estadística, su consecuencia.

«Se engaña a los trabajadores cualificados con una subida de pensiones que verán sus nietos»

Las cuentas de la Seguridad Social son otro ejemplo de los juegos de trilero. Primero se esconde el déficit en un nuevo palabro, los gastos impropios, que se sacan del sistema. Sigue habiendo que pagarlos, pero para eso está el impuesto inflacionario que oculta temporalmente la subida de la presión fiscal. Luego se cuadran las cuentas jugando con las proyecciones demográficas. Hasta el ridículo de suponer una vuelta a las tasas de natalidad de los sesenta. Una hoja de cálculo lo aguanta todo si hay un técnico suficientemente competente. Se engaña a los trabajadores cualificados con una subida de pensiones que verán sus nietos, pero la cotización se destopa hoy. Y finalmente se inventa un artilugio semántico, un mecanismo de equidad intergeneracional que ni es justo ni equilibra el sistema. Las palabras, siempre las palabras.

El deterioro institucional continua con los ascensos discrecionales de funcionarios para politizar unas administraciones públicas que se engordan para alimentar su ineficiencia, puesta de manifiesto en todas las comparaciones internacionales. Llega al mercado inmobiliario con una ley de vivienda intervencionista que fija topes de rentas que crearán escaseces y amenazan con cargarse una fuente fundamental de crecimiento y empleo. Pero se trata de acabar con un país de propietarios que tengan la tentación de votar a las derechas. Sigue con un uso de los fondos europeos orientado a satisfacer los intereses del Gobierno y sus sueños asiáticos de dirigismo económico y clientelismo político y que ignora todas las demandas de empresarios y analistas. Un uso partidista de la política económica que ha culminado en unos presupuestos generales diseñados al margen de todo realismo macroeconómico y fiscal, porque solo se diseñaron para consolidar una mayoría alternativa. La economía al servicio de la permanencia en el poder. El coste, el desprestigio institucional, la pérdida de credibilidad. Un golpe a la imagen de España y un obstáculo al desempeño futuro. Minucias para un Gobierno ebrio de poder, y de demostrarlo.

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