THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Melancolía de la agenda caducada

«No hay más que dejar la agenda caducada en el cajón donde se apilan sus predecesoras para comprender que no abundan las reinvenciones personales»

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Melancolía de la agenda caducada

Una agenda personal. | Unsplash

No hay símbolo que represente mejor el paso del tiempo que una agenda personal cuando llega el final del año. Se convierte de inmediato en un objeto que ha perdido su función, pero contiene el tesoro de una temporada que pronto nos será remota. De ahí el aura que despide: es un trozo de papel que conserva cualidades mágicas.

Naturalmente, el pasado contenido en una agenda no es directamente accesible; está escrito en un código cuyas claves solo su titular sabe descifrar del todo. Allí encontramos citas, recordatorios, tachones. Hay viajes que se hacen y viajes que se frustran; no faltan cifras ni teléfonos. Es posible que en los últimos días estén señaladas fechas ya comprometidas para el año entrante, que hemos de anotar en la nueva agenda. Esta luce luminosa y vacía, como un desierto que iremos poblando sin apenas darnos cuenta; hasta que otro fin de año nos la arrebate. Y vuelta a empezar.

Toda la comedia humana está contenida en ellas. Tenemos al abogado que terminará anulando la mitad de sus compromisos, al diseñador gráfico que dibuja en cada página, al adolescente que la confunde con un diario. Hay agendas saturadas de acontecimientos, como la del escritor triunfante que va de ciudad en ciudad firmando libros; su reverso es la agenda fallida del escritor desconocido que edita sus propias obras. ¿Y cómo son las agendas del filósofo, del profesor de yoga, del activista climático? Salta a la vista que que la agenda personal constituye uno de esos pequeños lujos que la clase media occidental se dispensa a sí misma; también ella admite una lectura política.

«Nadie sabe realmente cuánto de lo planeado en las agendas terminó por realizarse»

Por lo demás, a veces tienen en su interior las huellas de lo que se ha dejado fuera, como el adulterio de una esposa o la corrupción de un funcionario. Pero nadie sabe realmente cuánto de lo planeado en las agendas terminó por realizarse. Aunque se escriban en tiempo futuro, no es raro que terminemos pensando en lo que podría haber sucedido si las cosas hubieran sido de otra manera. ¡Tiranía del subjuntivo! Cualquier agenda tiene algo de autoficción.

Igual que ya no hay apenas cartas manuscritas, las agendas de papel sufren la competencia de esos calendarios digitales donde puede meterse cualquier cosa. Ocurre que su contenido se pierde o desordena, privándonos de la posibilidad de hojear la vida que llevábamos y de contrastarla con lo que nuestra falible memoria conserva de cada época. Quizá eso explique la pervivencia de la agenda tradicional, que ejerce una heroica resistencia contra las aplicaciones digitales que tratan de hacerla desaparecer. Súmese a ello su garantía de confidencialidad; mientras no se pierda, lo escrito en ellas queda fuera del alcance de los algoritmos que rastrean mecánicamente nuestros hábitos de consumo: por si pueden convocar en la pantalla del ordenador al espectro de los zapatos que compramos la semana pasada. No obstante, lo decisivo es que la agenda física representa mejor que cualquier dispositivo digital la promesa inaugural que trae consigo el nuevo año: una vez pasada la charanga de las campanadas, lo que tenemos delante es un territorio inexplorado en el que cualquier aventura parece posible.

¡Dichoso quien así lo cree! No hay más que dejar la agenda caducada en el cajón donde se apilan sus predecesoras para comprender que no abundan las reinvenciones personales: somos lo que hemos sido y no tendremos más remedio —hasta que suene la hora— que seguir siendo lo que somos. Por fortuna, hay margen en los márgenes: si no podemos hacer la revolución, siempre podemos dedicarnos a la guerra de guerrillas contra el tiempo que se va. Y así, al menos, estaremos entretenidos.

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