THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Sánchez y la democracia aclamativa

«Su imaginación solo se nutre del narcisismo. Si en mayo quiso que premiaran su gestión, ahora pretende que se le identifique con la causa antifascista»

Opinión
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Sánchez y la democracia aclamativa

Pedro Sánchez, presidente del Gobierno. | Europa Press

Es importante tratar de imaginar la imaginación de los políticos. La imaginación es el músculo de nuestros órganos morales y como tal se entrena, como decía Hannah Arendt, «para ir de visita» y trascender los límites de la subjetividad. La operación que consiste en comprender cualquier situación humana –en una familia, con los amigos, en una pareja o en un vecindario– por medio de la imaginación, incorporando la circunstancia del otro en nuestro centro moral –raíz de la Einfühlung o empatía sobre la que teorizó Edith Stein siguiendo a Husserl– resulta particularmente problemática en el político, sobre todo si ejerce la responsabilidad de presidir un gobierno. El misterioso procedimiento por el que nos retiramos a nuestro interior para tomar una determinada decisión adquiere en su caso una vibración dramática e incluso en ocasiones épica, puesto que de ello depende a menudo la suerte de los ciudadanos. 

El hombre de acción no es un intelectual, pero como decía Ortega a propósito de Mirabeau, la labor del político debería estar inspirada por «una nota de intelectualidad» que coronara su esfuerzo como «un fuego de San Telmo». Esa nota es la que suele inspirar aquellas decisiones arriesgadas que van en detrimento propio y a favor del bien común y que luego conforman el legado de un buen gobernante. En esos momentos, la imaginación del estadista ha alcanzado un radio mucho más amplio que el de la urgencia diaria para considerar el beneficio de su decisión a despecho de la inmediata rentabilidad. Todos los grandes políticos que podamos citar –de Gladstone a Churchill o Atlee, de Azaña a Mitterrand o Gorbachov– demostraron esa capacidad de pensar con cierta grandeza de espíritu. Del otro lado, todos los gobernantes destructivos han exhibido sin pudor una vergonzosa disminución imaginativa, el requisito indispensable para propiciar el eclipse moral que suele generar luego las mayores calamidades.

«Es evidente que Sánchez, con esa jugada, en realidad se estaba defendiendo de esos mismos compañeros a los que decía estar compadeciendo»

Pedro Sánchez ha contado que tomó su decisión de convocar elecciones anticipadas el 23 de julio «en conciencia» y «pensando en sus compañeros». Llama la atención esa declaración de principios en un presidente que anunció el adelanto sin oír a su partido y antes de convocar, como estipula la Constitución, un consejo de ministros. Es evidente, por otra parte, que Sánchez, con esa jugada, en realidad se estaba defendiendo de esos mismos compañeros a los que decía estar compadeciendo. Su conciencia solo apeló a su instinto de supervivencia y a la necesidad de creerse el mito deportivo de su imbatible resistencia frente a la adversidad. La imaginación de Sánchez es la de un hábil resentido sin convicciones ni afectos, propia de alguien con un mal disimulado sentimiento de inferioridad, incapaz de despertar admiración en nadie salvo por una destreza cada vez más ridícula en el juego sucio, la patada, el codazo y la impostura. 

El único mérito que acredita el presidente es el de haber arengado a las bases contra el aparato de su partido. Su reelección como secretario general gracias a esa pirueta plebiscitaria es la lógica que dicta todos sus movimientos. Esa es, frente a su espejo, su única verdad y por eso ha destruido en el PSOE todos los organismos de control. Sánchez habla estos días de la «ola reaccionaria» que se ha levantado en España en las últimas elecciones, pero él no solo pertenece a ella sino que es su principal actor. Como Trump o cualquiera de los adalides iliberales que hoy triunfan en Occidente, Sánchez es un decidido partidario de la democracia aclamativa, schmittiana, que es la única en la que sabe manejarse y la que le dio el poder en su partido. Si bien se mira, sus principales maniobras en esta legislatura que ahora termina –la clausura ilegal del Parlamento durante la pandemia, la supresión de delitos al dictado de sus socios independentistas, el intento de reformar las leyes orgánicas del Tribunal Constitucional y del Poder Judicial– han sido formas de minar la democracia representativa que tanto detesta. Lo que primero hizo en su partido, lo ha intentado aplicar luego al Estado. De la misma manera, su intensa campaña de subvenciones –medios de transporte gratis, cine para jubilados, bonos culturales para jóvenes– se ha demostrado una manera bastante burda e impúdica de intentar acallar las críticas y anestesiar al electorado con el clásico panem et circenses.

Se entenderá por ello que lo único que se le haya ocurrido tras perder unas elecciones que él mismo planteó como un plebiscito sea otro plebiscito aún más agresivo y personalista. Su imaginación solo se nutre de la herida narcisista. Si en mayo quiso que se premiara su gestión, ahora pretende que se identifique a su persona con la causa antifascista. No ya a su partido, cuyas siglas históricas ha vaciado hasta la más deprimente inanidad, sino a él mismo, de ahí que en su abyecto discurso al grupo parlamentario socialista del otro día empezara a hablar como el sosias de Donald Trump, disparando contra los medios de comunicación, alertando de su inminente detención y tratando a la ciudadanía como a un grupo de escolares antes de ver una película de Spielberg. Porque la puerilidad es otro de los rasgos de la imaginación de Sánchez, compartida esta por buena parte de los políticos en todo el mundo, a izquierda y derecha, dispuestos a representar un imaginario cada vez más idiota.

Lo peor es que la lógica plebiscitaria ha calado hondo en todo el país. La desaparición de Ciudadanos así como la decadencia de Podemos y el nacimiento más bien abortado de Sumar son en realidad consecuencia de la ansiedad aclamativa del presidente en funciones, que en realidad quiere concentrar en su figura el voto de todos los que desprecian la representación y la deliberación. Arendt distinguía entre populace (populacho) y people (pueblo). El primero suele detestar el Parlamento en el que no se ve representado y en el que en cambio confía el pueblo, es decir, aquellos que se reconocen como ciudadanía. El plebiscito, por tanto, es el instrumento que suelen preferir los líderes que quieren mantener una relación directa con el populacho, que es justo lo que pretende Pedro Sánchez.

El envite es muy peligroso y hay que mantener todas las alarmas encendidas. Asumir la propuesta del presidente, a favor o en contra, puede tener consecuencias devastadoras para nuestra democracia. El discurso público se ha degradado hasta alcanzar un deprimente simplismo que parecía inconcebible hace unos años, justo cuando nacieron aquellos partidos con voluntad de regeneración que hoy están a punto de desaparecer. En estas próximas elecciones ya no se va hablar de solucionar los problemas de los ciudadanos sino de derogar el sanchismo o de resistir a la ultraderecha. Si el PP cree que va a ganar un plebiscito en lugar de unas elecciones, la victoria se le puede volver en contra en cuestión de días. Sánchez, con una irresponsabilidad que quizá algún día le avergüence, si es que le queda algún resto de decencia, ha empezado a utilizar un lenguaje bélico. La guerra entre progresismo y fascismo que plantea en su disyuntiva plebiscitaria es en sí misma una falacia, pero ya sabemos que con esa leña se ha levantado en más de una ocasión la pira en la que ha ardido la democracia moderna. Porque basta creer en ella para que el fuego prenda. 

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