THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

La culpa

«Malraux dijo que el siglo XXI sería religioso o no sería nada. Lo que no dijo es que si sobrevenían las religiones —y el nacionalismo lo es— lo harían sin culpa»

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La culpa

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‘La culpa es muy fea, nadie la quiere’, dice un refrán de mi isla natal —‘Sa culpa és molt lletja, ningú la vol’— y la neutralización de la culpa fue uno de los inventos de la Viena de 1900, vía Sigmund Freud y adláteres. Si uno de los rasgos del psicópata de manual es nunca tener la culpa de nada y considerar —en la ficción que establece con su vida— que son los otros los culpables y los otros los responsables de sus propios errores, la anulación o inexistencia de la culpa nos convierte en una sociedad psicopática, también de manual.

Lo pensaba el otro día cuando vi en el terrible vídeo de Hamás con el cuerpo de una chica en una pick up como si se tratara de un trofeo animal, y cómo un joven palestino escupía sobre la cabeza de la joven todavía viva, o ya moribunda o muerta. Entonces recordé las imágenes recientes de una marcha de judíos ortodoxos por una calle del viejo Jerusalén y cómo aparecía por una calleja perpendicular una especie de procesión, menos poblada, de cristianos, con una cruz. Y cómo un adolescente judío ortodoxo —los adolescentes comparten estulticia en todas las culturas— escupía a su paso. Hablamos de Oriente Medio, pero no hace falta ir tan lejos: hace unos días juzgaban a un mosso por escupir —decía el periódico— sobre una bandera española y los que lo vimos en televisión, recordamos como en una sesión del Congreso de hace unos años, un diputado de un partido independentista catalán escupía a Borrell al pasar junto a su escaño.

Si dejamos de lado la barbarie y el odio de Hamás, ¿es la ausencia de culpa la que provoca el salivazo del adolescente ortodoxo, del mosso y del diputado republicano o simplemente, la mala educación que va copando todos los lugares antes de abrirle la puerta al odio y la barbarie, los mismos que siente el joven de Hamás al escupir sobre el cuerpo de una joven mujer indefensa, estuviera viva, herida o muerta? Cuando creíamos que ya sólo escupían los chinos —en la España de mi infancia aún se escupía mucho por la calle y hay un invento asqueroso del XIX y no sé si español, llamado escupidera, que, por muy de cerámica de Talavera o de alabastro o cornalina que fuera, sólo con verlo ya da arcadas y no sirve ni de paragüero—, resulta que regresa el salivazo como modo de expresión. ¿Será otra consecuencia de la inexistencia de la culpa? Recuerdo a Ferlosio: «Los llaman perros o ratas, para después tratarlos como a perros o ratas». Lo mismo al escupir.   

«¿Podemos asegurar que los que escupen a los muertos y prisioneros, vivirán tranquilos el resto de sus días?»

Cuando la culpa existía y era un común denominador de las sociedades occidentales —y también un medio de ejercer abusivamente el poder sobre los demás: ciudadanos y feligreses— se producían hechos que hoy sólo achacaríamos a las novelas negras y a los desequilibrados con afición por las comisarías de telefilm. Cuando Nathaniel Hawthorne publicó La letra escarlata, sucedió algo que hoy juzgaríamos como una ficción sobre la ficción. Hawthorne empezó a recibir cartas, muchas cartas en las que su denominador común era la culpa. Ninguno de sus escribientes protagonizaba la novela de Hawthorne y sin embargo las había de personas que se reconocían en el libro, tanto en el papel del mal marido, como en el del reverendo, y otras en el de Hester, la marcada con la letra A de adúltera, y eso eran diferentes estadios de la culpa como fantasía. Y las había de criminales que no habían sido condenados —o sí— y no podían vivir con su crimen a cuestas: confesándoselo a Hawthorne por escrito se libraban, o eso creían, de su permanente desasosiego. Una consecuencia taumatúrgica del poder de la literatura, imagino. Parece que el escritor norteamericano acabó quemando todas aquellas cartas. 

André Malraux dijo que el siglo XXI sería religioso o no sería nada. Lo que no dijo es que si sobrevenían las religiones —y el nacionalismo también lo es— lo harían sin culpa. Frente a las barbaridades que ocurren en las guerras los hay que pasan por ellas y nada. Pero también los hay —o los había— que acaban suicidándose, angustiados por la culpa. Y aunque tanto el odio como la colectividad neutralizan —si esta existe— la culpa, ¿podemos asegurar que los que escupen a los muertos y prisioneros, vivirán tranquilos el resto de sus días? ¿O de repente aparecerá una imagen de sí mismos que los empujará a la desesperación?

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