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Lo indefendible

Por qué la izquierda odia los supermercados

«Prefieren que no haya comida a que alguien se enriquezca distribuyéndola. Así visto desde las neuras alimenticias de la izquierda, un mundo sin supermercados es pobre, pero justo»

Por qué la izquierda odia los supermercados

Ione Belarra visita junto a Alejandra Jacinto y Roberto Sotomayor las instalaciones del Mercado municipal de Puente de Vallecas. | Fernando Villar (EFE)

A Podemos no le gustan los supermercados. Ione Belarra calificó a Juan Roig como un capitalista despiadado, Podemos pidió un impuesto a las grandes superficies y Pablo Iglesias quiere implantar en España uno de esos sistema públicos de alimentación que funcionan tan bien. Que alguien gane dinero vendiendo alimentos a los ciudadanos les resulta una ofensa intolerable, o al menos más intolerable que la falta de alimentos para los ciudadanos. Prefieren que no haya comida a que alguien se enriquezca distribuyéndola, alguien desde lo privado, entiéndase. Así visto desde las neuras alimenticias de la izquierda, un mundo sin supermercados es pobre, pero justo.

El fin de las grandes superficies nos vendría muy bien. Nos pondríamos muy delgados. Hace sesenta años en España no había tantos gordos. Hay que entender que la gente se pone malita por comer demasiado porque la gente para la izquierda siempre come demasiado. Los nuevos clérigos hasta recogen el testigo del pecado de la gula para deslizar si el problema no será al fin y al cabo que los ciudadanos se ponen púos pese al Nutriscore de Garzón que te dice que el jamón de bellota que no te puedes pagar, en el fondo es malo para ti.

Si los precios son altos, el problema es que los precios son altos y esto es culpa del supermercado. Si en cambio los precios son bajos, la cadena alimenticia sigue siendo mala por otras consideraciones, y se sienten en la necesidad de denunciar que la leche regalada perjudica al ganadero y además los supermercados han dispuesto los productos en un orden mefistofélico por el que la gente se ve poco menos que obligada a comprar las magdalenas con más grasas saturadas que casualmente son las más caras. Entra uno en un súper hipnotizado, o algo. Eso cuando no instalan chips inteligentes en las ruedillas del carro que hacen escorarse al cliente hacia la derecha -la maldita derecha, de nuevo- y detenerse ante alimentos que lo empobrecen, le repellan las arterias de colesterol y terminan por matarlo.

La comida en el supermercado es más barata que fuera de él, y esto se supone que a la izquierda debería gustarle, pues permite que el pobre se alimente, pero no importa, porque ahí viene a cada poco los de Podemos a destapar una confabulación en la que los plátanos no son plátanos y el queso no es queso. El cochino supermercado siempre aparece manipulando las ofertas del tres por dos para robarle el dinero a las viejas de una manera tan miserable que dan ganas de meterle fuego. Eso por no hablar de la cochina abundancia de veintiséis tabletas distintas de chocolate en formatos cada vez más descomunales, endemoniados lujos imperialistas para gente que, de nuevo, come demasiado.

Ah, malditos hipermercados -alimentos sanos, proteínas de buena calidad a un precio razonable, leche cincuenta céntimos más barata que en el ultramarinos-, engordan al pueblo sofronizado por sus técnicas de marketing y sus amables mensajes por megafonía en los que piden que «Natalia por favor acuda a caja ocho» y así, obesos y hechizados por las bondades occidentales de alimentos con sabor a trufa y tres tipos distintos de gorgonzola, vamos pasando los días.

Escuchando a las Belarras le entra a uno una añoranza y un no sé qué de tiempos pretéritos que despiertan la nostalgia de la izquierda de hoy, que es profundamente conservadora como de películas en las que se trata de morir por los melocotoneros del abuelo. Cuánto mejor estábamos sin supermercados, tísicos y muertos de hambre, meándonos las manos para que no se agrietaran. Las niñas hacían 15 kilómetros entre la nieve para llegar a la escuela. ¡Así estaban de fuertes y sanas! En aquella casa cultivaban alubias y las cambiaban por un poco de carne grasa, se comía un pollo por Navidad como algo extraordinario, y el que no tenía tierras, siempre podía alquilarle media hora el hueso del huesero, el saborete para darle sustancia al caldo. El médico vivía en el valle de al lado, a mí me hubiera tocado atender el parto de mis tres hijos, y darle a mi mujer un palo para morder durante el alumbramiento. Para echarle una libre al arroz, íbamos a furtivear los montes y eso era divertido cuando no nos perseguía la Guardia Civil, claro. Luego llegó el capital y puso las galletas de chocolate a dos pavos y la leche a menos de un euro. ¿No es intolerable?

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