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La otra cara del dinero

Juan Roig no es un capitalista despiadado, sino uno de los creadores de riqueza de este país

Los ataques de Ione Belarra y Yolanda Díaz a los grandes empresarios no son producto de la ignorancia, sino de la ideología

Juan Roig no es un capitalista despiadado, sino uno de los creadores de riqueza de este país

Como explicó Schumpeter, los empresarios como Juan Roig (en la imagen) arriesgan su patrimonio para facilitarnos la vida. | TO

«Es indecente que Juan Roig [el presidente de Mercadona] se esté llenando los bolsillos siendo un capitalista despiadado», asegura la ministra de Derechos Sociales y secretaria general de Unidas Podemos, Ione Belarra. «Tenemos», añade, «que frenarles los pies» a él y al resto de supermercados, y reitera la consabida fórmula de intervenir la cesta de la compra.

Es un desahogo un poco sorprendente.

Como el presidente Pedro Sánchez (su presidente) nos recuerda en cuanto le ponen un micrófono delante, la inflación española es la más baja de la eurozona. Los alimentos, en concreto, se encarecieron el año pasado dos puntos menos que la media de la Unión. Así y todo, el alza fue de un 16% y su compañera de gabinete, la titular de Trabajo Yolanda Díaz, culpa de ello al oligopolio en el sector de la distribución, en el que cinco grandes compañías suman una cuota del 50%.

No se trata, sin embargo, de una cifra disparatada.

Una concentración inferior a la media

Según la Asociación de Fabricantes y Distribuidores (Aecoc), en Italia las cinco primeras marcas acaparan el 58,1%, en el Reino Unido el 75,4%, en Francia el 78,9%, en Alemania el 79,1% y en Holanda el 80,1%. «España», corrobora un estudio de las universidades de Alicante y Autónoma de Madrid, «muestra una concentración inferior a la media».

Finalmente, si Roig y sus colegas detentaran la posición de dominio que Díaz les atribuye, aprovecharían para subir sus productos cuando les diera la gana, y no es eso lo que se observa. Los suben cuando se los suben a ellos, como revela el IPOD, un índice que elabora la Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos (COAG) y que compara los precios en origen y en destino. El dato de diciembre pasado ha sido de 4,4 veces, que es el nivel en el que viene moviéndose desde 2008, fecha inicial de la serie.

¿A qué obedecen, entonces, los ataques de Belarra y Díaz a los grandes empresarios? ¿Es ignorancia o ideología?

La infame teoría de la plusvalía

La imagen del patrono despiadado remite a la teoría de la plusvalía. En el universo de El capital, las mercancías valen lo que cuesta hacerlas. «Si se necesitan el doble de horas para fabricar sombreros que zapatos, los sombreros se venderán por el doble que los zapatos», explica el historiador del pensamiento económico Robert L. Heilbroner.

Idéntico criterio rige para el trabajo, que Marx consideraba una mercancía más.

«El valor del proletario es el dinero que precisa para subsistir», sigue Heilbroner. Por ejemplo, «si hacen falta seis horas para mantener a un trabajador y cada hora se retribuye con, digamos, un dólar, valdrá seis dólares. Ni uno más».

Eso es lo que va a recibir.

Ahora bien, denuncia Marx, el patrono lo obliga luego a trabajar mucho más (10 y hasta 11 horas) y se apropia del excedente o plusvalía. Ese es el origen del beneficio del capitalista y de ahí lo de «despiadado».

El verdadero valor de las cosas

El problema del análisis marxista es que parte de una falsedad: las cosas no valen lo que cuesta hacerlas.

Una crítica obvia la señala la Investopedia. «Es posible invertir un montón de tiempo en un artículo que acabe teniendo poco o ningún valor». Y viceversa. ¿Cuánto le llevaban a Andy Warhol esas serigrafías que se rematan hoy por miles de dólares? Parece que no mucho. Rupert Smith, uno de sus colaboradores, recuerda que en los años 70 la demanda se desbocó en The Factory y «hasta Augusto [el guarda jurado] tenía que pintar. Había tanto trabajo que Andy y yo lo hacíamos todo por teléfono. Lo llamábamos arte telefónico».

Las cosas valen, en realidad, lo que la gente está dispuesta a pagar por ellas.

En cierto modo, esto es lo contrario de lo que postulaba Marx. En su teoría, cuantos más recursos se inviertan en algo, más alto será su precio. En la realidad, cuanto más alto sea el precio de algo, más recursos se invertirán en ella, incluido Augusto, el guarda jurado.

¿De dónde salen los beneficios, entonces?

Dolores de crecimiento

En junio de 1930, en plena estallido de la Gran Depresión, John Maynard Keynes se presentó en la Residencia de Estudiantes de Madrid con un mensaje alentador. «Es corriente», aseguró, «escuchar de mucha gente la afirmación de que la época de enorme progreso económico, que fue la característica del siglo XIX, ha pasado para siempre».

Era «una interpretación extraordinariamente equivocada».

A lo que asistíamos era a los «dolores que acompañan a los cambios excesivamente rápidos». El aumento explosivo de la eficiencia técnica había desbordado la capacidad de respuesta de la sociedad, sumiéndola en un «doloroso ajuste», pero una vez se superase, Occidente reanudaría su marcha ascendente.

Keynes basaba su previsión en el capital acumulado.

«El operario de una industria de Estados Unidos dispone de unos poderes tecnológicos que lo convierten en un Superman comparado con su abuelo», explicaba Heilbroner en los años 60. Y estos poderes no han hecho más que multiplicarse en las últimas décadas gracias a la labor de los que Joseph Alois Schumpeter bautizó como «emprendedores», y que no son sino los «capitalistas despiadados» de Belarra.

Así funciona el capitalismo

Pensemos en la manufactura de alfileres de que habla Adam Smith en La riqueza de las naciones. Un artesano que ejecutase personalmente todas las tareas (enderezar el alambre, cortarlo, afilar un extremo y embotar el otro, etcétera) no obtendría muchas unidades al cabo de una hora: quizás 60, una por minuto.

Supongamos ahora que un segundo artesano más espabilado descompone el proceso en tareas simples y rápidas y las asigna a distintos obreros. No resulta descabellado calcular un ritmo de 30 alfileres por minuto, es decir, 1.800 por hora. La mera reorganización ha disparado la productividad por empleado de 60 a 450.

El segundo artesano podrá ir al mercado y vender su artículo por algo menos que el primero, quedándose así con casi todas las ganancias de eficiencia.

Pero, en una economía libre, esta situación no durará mucho. No tardará en surgir otro imitador que sacrifique parte de su margen para, por un lado, ofrecer precios más atractivos y ganar cuota de mercado y, por otro, captar a los empleados más capacitados.

Así funciona el capitalismo.

La acción combinada de innovación y competencia hace que tengamos compañías cada vez más eficientes y que la riqueza que genera un avance tecnológico se desplace gradualmente de los beneficios a los salarios y los precios, permitiendo que los empleados cobren más y dispongamos de alfileres (y coches y teléfonos y ordenadores) mejores y más baratos.

¿Puede sobrevivir el capitalismo?

Para Schumpeter, el empresario es una reedición moderna del caballero andante, una especie de héroe. Henry Ford, Amancio Ortega o Juan Roig arriesgan su patrimonio para proporcionar a la humanidad artículos y servicios que facilitan su existencia. En eso consiste el progreso: en poner al alcance de la mayoría lo que inicialmente era el lujo de unos pocos.

Para ello se requiere, sin embargo, un firme compromiso con la propiedad privada, la libertad y la competencia.

Imponer gravámenes extraordinarios mina la seguridad jurídica y amedrenta a los inversores. Impedir que los precios fluctúen libremente desincentiva la innovación, si no ha provocado antes el desabastecimiento y la escasez. Y como señaló en su día el Tribunal de Defensa de la Competencia, «limitar la apertura de grandes establecimientos» refuerza «el poder de mercado de los ya instalados.

A pesar de la probada eficacia del sistema, Schumpeter nunca fue optimista sobre su futuro.

«¿Puede sobrevivir el capitalismo?», se pregunta en Capitalismo, socialismo y democracia. Y se responde a renglón seguido: «No. No creo que pueda». Su propio éxito alimenta un clima hostil a los valores que lo hacen posible. Desaparece el espíritu romántico que espolea al emprendedor y surge una clase de intelectuales «que viven de la crítica» y no aprecian ni la propiedad privada ni la libertad ni la competencia.

O sea, las Belarra, Díaz y compañía.

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