Puede parecer un poco raro, pero he decidido dedicar mi columna del Día de la Mujer a los hombres. La persona que más me quiere en el mundo es un hombre. Es imposible cuidar tanto ni tan bien como él cuidó a mamá y a la abuela, y cómo después siguió cuidándonos a mis hermanos y a mí. Es imposible hacer la tortilla de patata tan buena como él. Es mi padre.
Me piden un artículo para el 8 de marzo y me siento como el soneto que me manda hacer Violante. Todo lo que puede decirse sobre igualdad y feminismo ya se ha dicho. Se lleva diciendo cien años. Se ha protestado, se ha quemado en las fábricas, se ha luchado en los manicomios, se ha muerto y se ha amamantado. No estamos donde hace cien años, está claro, pero seguimos gritando las mismas consignas, y para mí, el feminismo en los países desarrollados, ese por el que vamos a parar el 8 de marzo, ya debería ser otra cosa. Ya debería ser una fuerza de la gravedad. Quizá lo es, espero que lo sea, aunque temo que las miradas injustas y las acciones desmedidas que provoca en los círculos reaccionarios frene de nuevo su avance. Espero que ya esté aquí, lo está, aunque temo que, a pesar de su valentía, corre el peligro de caer en la última valla, de salirse de la pista en el último segundo, de mandar a la red la última pelota. Porque somos mujeres, pero vemos las cosas muy distintas unas de otras y a veces tiramos en direcciones opuestas o hay quien tira hacia los hombres, cuando los hombres solo son personas y son las costumbres y las conductas sociales, las que deben caer.
El miércoles tocó el Día Internacional de la Mujer. Lo hemos celebrado, entre otras tropelías habituales, con la muerte de 22 niñas en el incendio de un centro de menores de Guatemala, cuando las víctimas, y las decenas de heridos, protestaban por los abusos sexuales y de todo tipo que padecen. Hay quien las acusa de haber provocado ellas el incendio en un motín organizado para fugarse. Me es igual como sucediera, el caso es que las muertas están muertas. Me importa el simbolismo del sucedido.
Hoy es 10 de marzo de 2017, un día, supongo, anodino, rutinario, pasajero, propicio al olvido, como los rostros de los compañeros de viaje en el vagón del metro; un día sin expectativas de género épico o de mayores victorias, a lo sumo una noche de concupiscencias o desenfreno de las pasiones, de certezas universales e inconfesables, de todo lo que bajo la etiqueta de humano nos hace divinos. Pero eso acaso sea esperar demasiado. Hoy, que no hay cifra ni fiesta de calendario, leo una noticia en la que el alto comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos apunta un dato bastante crudo: en varios países, Burundi o Rusia, dos ejemplos, uno lejano y otro más próximo, hay leyes que culpan a la mujer de la violencia doméstica; es decir, la mujer es la responsable de que cualquier animal denigre sus derechos fundamentales, su dignidad, su libertad, su igualdad.
La primera tentación del articulista es plantarse ante el Día Internacional de la Mujer con pose equidistante. Preguntándose por qué demonios no hay un Día Internacional del Hombre, más allá de algún intento provinciano y mimético. La discriminación positiva nos dará de inmediato su respuesta automática: porque a la mujer le hace falta. No tengo claro si es muy correcta o no, al menos desde un punto de vista diplomático. Aunque si la discriminación positiva lo dice, será porque quedan, en efecto, cosas que afinar. El poeta Francisco Bejarano lleva años advirtiéndonos que, cuando dedican un día internacional a algo, hay que echarse a temblar, porque lo necesita. Hay Día del Libro, ay, pero no del Fútbol.