Sueño con el día en el que la vida política española sea tan tediosa que los amigos no me pregunten más por ella. Proyectos de ley, enmiendas, discursos a media tarde en un parlamento vacío, tasas y subvenciones como pilares de un lugar donde merezca la pena vivir. Hace unos días trabajé con la cadena japonesa de televisión NHK y el corresponsal recordaba las muchas veces que había estado en España en los últimos años. Lo decía con ese brillo que se les pone en la mirada a los periodistas cuando hacen presa. El divertimento en política, como las revoluciones, siempre lo disfrutan otros desde lejos, como ha demostrado Jon Lee Anderson.
Ayer fue un día de banderas y es comprensible que eso causara inquietud en todo aquel que posea conciencia histórica: rara vez ha habido un desastre colectivo donde no se enarbolase alguna. Pero hay razones para preguntarse si las banderas que vimos ayer ondear en Barcelona pertenecen a esa categoría funesta. Ni que decir tiene que las banderas, como tantos otros símbolos, tienen el significado que les atribuyamos.
Las madres tenemos un sexto sentido. Las madres de 80 años, tienen, además, una sexta sensibilidad. Mi madre debía de saber que se acercaba el momento en el que su hija iba a escribir sobre estos miedos, por eso, el otro día me dijo: “¿De qué va tu próxima columna? No escribas sobre Cataluña. No quiero que nadie te insulte”.
Cataluña amaneció el 18 de julio de 2017 repleta carteles a lo largo y ancho del territorio con el rostro de un Francisco Franco joven y el lema: ‘No votes, el 1 de octubre, no a la República’.
La negociación solo admite el registro de lo posible. Se diría que es la principal garantía del respeto a la libertad frente a todo tipo de abusos: la ruptura de las leyes y las ideologías utópicas, la confusión banal entre democracia y plebiscito o la pulsión de un deseo falto de límites. La idea misma de diálogo, de acuerdo y de consenso forma parte del mejor legado que recibimos de los padres de la democracia y que ahora, como sucede con tantas otras cosas, se ha visto vapuleada por la retórica pedestre de los populismos.
La conferencia del presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, el lunes pasado en Madrid, puro teatrillo para certificar la defunción de la “operación diálogo”, sirvió para alertar a los últimos despistados en la villa y corte de que la cuestión catalana, dulce eufemismo, no se soluciona con cuatro parches jurídicos y una lluvia de millones para infraestructuras y otros menesteres.