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'Kentucky Route Zero': Todos somos fantasmas en la Cero

El viaje onírico de Kentucky Route Zero llega a su fin después de 7 años. Una reflexión sobre quiénes éramos y fuimos, y los fantasmas que nos acompañan.

‘Kentucky Route Zero’: Todos somos fantasmas en la Cero

Todo en Kentucky Route Zero es crepuscular. Así da comienzo el juego, a la caída de la tarde. En el momento en que nuestro protagonista, Conway, detiene su camión en una estación de servicio para preguntar. Se encuentra de camino a la que será la última entrega de la tienda de antigüedades para la que trabaja, pero no sabe cómo llegar a la dirección que le han indicado: 5 Dogwood Drive. El encargado, Joseph, le explica que la mejor manera es incorporándose a la ruta Cero, pero no es nada fácil encontrarla. Le invita a consultar las indicaciones en su ordenador, aunque para ello primero tendrá que bajar al sótano y restablecer la corriente eléctrica. Los viejos huesos de su estación ya rechinan y a veces causan problemas como aquél, sin previo aviso.

Allí abajo, Conway localiza el cuadro eléctrico. Pero antes tiene un encuentro con un grupo de personas sentados a una mesa, una partida de rol. No parece el sitio más adecuado, desde luego. El dado rueda fuera de la mesa y uno de los jugadores pide a Conway que lo recupere; le será fácil, ya que brilla en la oscuridad. Sin embargo, en el momento en que va a devolvérselo, se encuentra con que todos han desaparecido. Lo cierto es que no parece que hayan estado allí nunca. ¿A quién se le ocurriría?

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

El camino a través de la Cero, para Conway, es el camino que le conduce a aceptar la obsolescencia. Del mismo modo, las personas con las que se encuentra, aquellas que se suman a él por el azar y la inercia de su propia búsqueda, también se ven abocadas a la irrelevancia dentro del sistema, a contemplar de frente la finitud. Solo podrán seguir siendo ellos mismos si aceptan ceder al abandono.

Su primera compañera es Shannon Márquez, una antigua técnico de televisores de tubo. Otra profesión que se desvanece, sin sentido alguno en los tiempos que corren. Que son los nuestros, intuimos, aunque no se nos dé ninguna pista clara a lo largo del juego. Serán los fantasmas de la pérdida (sus padres, su prima Weaver, que parece hallarse en una extraña dimensión más allá de los rayos catódicos) quienes impulsarán a Shannon a unirse a Conway.

No tardará en aparecer Ezra, un niño que se ha visto abandonado por sus padres en un área de descanso, en circunstancias vagas que no somos capaces de juzgar (¿se han olvidado de él? ¿Debería el pequeño seguir esperándoles, preocuparse por ellos?). Y Junebug y Johnny, dos músicos viajeros que les socorrerán cuando el camión de Conway se averíe; en realidad, almas errantes que buscan dotarse de sentido el uno al otro y a los que la música es capaz de transmutar en seres totalmente renovados, resplandecientes en otro universo.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

Johnny toca un keytar, un híbrido entre teclado y guitarra que se popularizó en los años ochenta del siglo XX y se convirtió en seña de identidad del synthpop, el estilo musical que cultivan él y Junebug. Clara, otra artista a la que conocen durante su viaje, procedente de Lituania, toca un theremín, (es un personaje inspirado en la intérprete Clara Rockmore): un instrumento electrónico concebido en Rusia en 1920, cuya principal peculiaridad es que se toca sin contacto físico. Casi como si se pulsaran cuerdas fantasmales. Los olvidados, de nuevo, aferrándose a un pasado que se desvanece sin que puedan evitarlo. Protegiéndose con el escudo de la nostalgia, y sobre todo de la lírica.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

No es casual que aparezcan instrumentos de este tipo, capaces de generar atmósferas etéreas para envolver nuestro camino, un viaje de realismo onírico que fuerza los límites difusos de su entorno. Tampoco que ambos sean fieles representantes de la música polifónica. La pluralidad de miradas, de voces, de perspectivas y de realidades que se generan a través de nuestras opciones de diálogo no son solo un ejemplo maravilloso de narrativa ramificada, habitual en la ficción interactiva, sino la manera en que Kentucky Route Zero nos propone echar un vistazo a lo que aún late en el vacío de esas identidades perdidas. El conserje solitario de una antigua iglesia despojada de feligreses se dedica a reproducir los sermones grabados en cintas de casette, aunque nadie se lo ha pedido, una y otra vez. Cree que es importante, claro, pero sus auténticos hobbies son “la ciencia ficción, la geometría proyectiva y los juegos de cartas”. Lula Chamberlain, una funcionaria de la Oficina de Espacios Reclamados, un organismo que se dedica a la reconversión de antiguos edificios en nuevos espacios funcionales, encuentra la felicidad diseñando sets de teatro e instalaciones artísticas. El anhelo artístico como forma de expresión y validez nunca está lejos de cada uno de los personajes del juego, pero es especialmente significativo para aquellos que se han visto arrojados al cajón de lo inútil o fagocitados por la tiranía de lo pragmático.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

Kentucky Route Zero nos sumerge en un mundo cercano, pero a la vez imposible, y nos dice que no debemos mitificar el pasado como esa época donde realmente existía la magia o la conexión humana. Tenemos todo eso mucho más próximo a nosotros de lo que pensamos. Hay belleza en unir a los demás a través de las líneas telefónicas, de las máquinas o el código. Hay autenticidad en los recuerdos que se comparten a través de un videojuego de texto, inutilizado a causa del moho, con el evocador nombre de Xanadú. Hay una labor de artesanía, de cuidado y detallismo, en la labor de reparar viejos aparatos de televisión o reproductores de vídeo, restaurando con ello el espíritu impreso en las imágenes.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

Aunque podríamos pensar que el enemigo de los personajes de Kentucky Route Zero es el inevitable paso del tiempo, existe un antagonista mucho más tangible. Una mole cuyos sentidos lo dominan todo, una mano invisible que traza un camino paralelo al suyo, hasta que lo emborrona por completo. La maquinaria industrial lo organiza todo y ni siquiera la ruta Cero, oculta tras recovecos, vueltas y revueltas de una autopista solitaria se escapa a su control. Aunque los personajes traten de aferrarse al anhelo de seguir siendo, a ese deseo de continuar creando, reparando, conectando, nada les librará del riesgo de convertirse en piezas sin poder de decisión, a las que en cualquier momento pueden requerir para que se inserten dentro del engranaje. Conway lo descubrirá muy pronto, cuando sufre un accidente que le causa daño en una pierna.  Recibe una prótesis que la reparará por completo, pero da a la extremidad el aspecto perturbador de un esqueleto. No será este el único precio que el repartidor tendrá que pagar: por supuesto, el implante no es gratuito en absoluto. A partir de ese momento, su destino queda ligado a la compañía eléctrica Consolidated Power, un emporio que domina todo tipo de empresas, entre ellas el laboratorio que ha desarrollado la prótesis. Para saldar la deuda contraída, Conway es requerido como trabajador a tiempo completo en la destilería Hard Times, donde todos tienen el aspecto de esqueletos, mostrando así su compromiso de por vida.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

La crítica de Kentucky Route Zero al capitalismo descarnado, al sistema que te apresa en un eterno retorno sin alternativa visible, es constante a lo largo de toda la historia. Conway, quien veía aproximarse el momento de su jubilación, se encuentra de pronto encadenado a un nuevo trabajo; uno que le acompañará hasta el fin de sus días, por lo visto. Es más, uno que no solo exigirá de él dedicación completa, sino que lo despojará de todo su ser, a juzgar por el aspecto de sus futuros compañeros. Lejos de rebelarse, no obstante, lo acepta con una resignación inconcebible. Al fin y al cabo, no va a dejar su deuda sin pagar, afirma. Nuestro protagonista se pliega al orden de las cosas, tal vez como penitencia, tal vez como medio de seguir conservando esa identidad que solo el trabajo parece asegurar. Y lo perderemos de vista mientras nos encontramos cruzando el río Eco, una corriente que surge del lago Leteo en una alegoría clara; en nuestro último atisbo de él, cuando Hard Times venga a buscarlo, lo veremos convertido en un esqueleto. Asumiendo su “uniforme”.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

Conway no es el único al que la omnipresente Consolidated Power Company ha convertido en un daño colateral. A lo largo de nuestra travesía por el río, en un viaje en el que las historias nacen a nuestro paso (y tenemos la potestad, mediante nuestras elecciones, de convertirnos en historiadores y hacedores de mitos), nos toparemos con más de un vestigio de aquello que ha quedado destruido a causa de sus actividades. Negocios arrasados, en ocasiones literalmente, y forzados a desaparecer. Monumentos que rinden homenaje a los que fueron explotados por el sistema, flotando en mitad de la nada; un último grito de pervivencia desesperado.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

El final del viaje por el río Eco nos llevará a emerger hacia la superficie a la manera del infierno de Dante, a través de una espiral. Es así como da comienzo el último capítulo del juego, publicado a finales de enero de este año para PC, Nintendo Switch, PlayStation 4 y Xbox One. Una historia que comenzó en 2013 y que ha visto cómo el mundo del videojuego, en especial el del desarrollo independiente, crecía, cambiaba y se expandía en nuevas tendencias, formas de narrar y jugar que nada tienen que ver con el panorama en el que el estudio Cardboard Computer comenzó a imaginar el periplo de Conway.

Y si Kentucky Route Zero supo ser innovador en su comienzo, también ha sabido marcharse siguiendo sus propias normas. Ajeno a corsés narrativos, maravillándonos con su lirismo y su sencillez. Donde otros hubieran colocado clímax, conflicto y quizás drama, el minúsculo equipo indie formado por Jake Elliott, Tamas Kemenczy y Ben Babbit despliega un epílogo sosegado, situado en un particular locus amoenus detenido en el tiempo que nos muestra que puede haber modo de seguir adelante tras la desolación. 5 Dogwood Drive resulta ser, al final, un umbral anclado en ninguna parte, un lugar de paso entre mundos. Y el absurdo de tener que entregar la mercancía legada por Conway (“Tengo que hacerlo… porque es mi amigo”, dirá Shannon, sin más) allí donde nadie la espera tiene, paradójicamente, todo el sentido. Es la improductividad concebida como rebeldía última, como autoafirmación.

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Imagen de Kentucky Route Zero vía Steam.

5 Dogwood Drive es una morada de fantasmas, pero no nos sorprende. Son ellos quienes nos han acompañado durante todo el camino, siempre tangibles en su ausencia. Y quienes se reúnen, en los últimos compases del juego, para decir adiós a los moradores más antiguos en un acto de comunión final. Cuando la sombra de la máquina se aleja, cuando el ansia por el poder queda barrida por la tormenta (tal vez la única fuerza incontrolable), lo que resta es recordar a quienes nos unían a lo esencial.

Todos somos el fantasma de alguien, o lo seremos en algún momento. Es probable que hayamos acumulado muchos a nuestro alrededor en estos siete años transcurridos desde el inicio de Kentucky Route Zero hasta su conclusión. Pero habrá valido la pena si, llegado el final, somos capaces de entonar un coro de despedida junto a ellos. 

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