THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Cuando Aristóteles y la teodicea follaron en el metro

«¿Cómo de velludo será su pecho? ¿Me dejará frotarme como una perra salida contra su pierna si me despierto a mitad de la noche?»

Cuando Aristóteles y la teodicea follaron en el metro

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Se le cayó el libro al suelo justo cuando más enfrascada andaba Amanda en la lectura. La mirada perezosa de los viajeros coincidieron por un instante antes de volver a sus pantallas, donde juegos digitales y conversaciones sin gestos faciales mataban el tiempo camino a casa. A Amanda le gustaba evadirse de esa sensación subterránea y los libros o la música eran sus mejores aliados.  Buscó de nuevo la página que había perdido en la caída y volvió a zambullirse en « (…) el hombre de experiencia parece ser más sabio que el que sólo tiene conocimientos sensibles; el hombre de arte lo es más que el hombre de experiencia (…) ». Salió a respirar con una repentina levantada de cabeza, como un pez insectívoro que salta a por el bicho que pendulea en una hoja sobre el lago.  Tenía que pensar una de cada dos frases aristotélicas que leía y su manera era inspirar y lanzar los ojos al techo de donde estuviera, como ahora había hecho ante la mirada ausente de los viajeros del metro.

Ausente todas, menos una. Un par de ojos se apartaron asustados por la sorpresa pero no tan rápido como para que Amanda no los cazara embebidos en ella. Él también sostenía, y miraba ahora, un libro entre las manos, aunque duda Amanda que en esos segundos no estuviera más que escondiéndose en él; al menos es lo que ella hace cuando la pillan en una de esas. Se recostó y comenzó a observar su figura; estaba de pie, apoyado con un hombro en la puerta de vagón y cruzaba los pies a lo James Dean. Este Saúl vestía sombrero claro y barba rubia. Parecía que quisiera ocultar sus treinta años en una decena más. El pantalón era color café al igual que la cubierta del libro que sujetaba abierto con una sola mano. Las letras centrales y doradas parecían grabadas. Intentaba Amanda leerlas del revés. « Te-o-di-ce-a» , descifró y en cinco sílabas se triplicó su interés. Era un joven disfrazado de viejo muy atractivo; le recordó a aquellos amish en carruaje de su último viaje a Norteamérica, a los que su ánimo corrupto le decía «enséñale las tetas, a ver qué hacen» mientras los adelantaba despacio por la izquierda. Algo así se despertó ahora en Amanda. ¿Quién era este Saúl que pasaba hojas en el metro en las que la justificación de Dios se desmembraba en hilos insondables de la razón? 

Se guardó Amanda los ojos por un rato buscando los suyos de nuevo de soslayo y ocurrió. El seminarista del metro levantó la vista de su libro encuerado para buscarla entre el hueco de los brazos y las espaldas de toda la fauna que se alojaba entre ella y él.  Amanda esta vez le pilló a tiempo y él esta vez no silenció sus ganas de encontrarla.  

Ambos cerraban sobre el dedo índice sus libros y fue primero Amanda la que lo levantó enseñándole el título de su lectura a este recién nacido Saúl. Él se tocó el ala del sombrero como un buenas tardes de principios del siglo pasado. Esta edición de la Metafísica de Aristóteles era de tapa blanda, de bolsillo y las hojas andaban pintarrajeadas y despeinadas como Amanda. Saúl le devolvió gesto y le mostró su lectura aparcada; la cuidada tapa de cuero y el brillo de las letras doradas le susurró a Amanda que esta relación no iba a funcionar. «Este no me aguanta ni dos días», pensó, «pero le peinaría la barba con las manos hasta que se quedara domido un buen rato». «¿A qué sabrán sus labios? ¿Cómo de velludo será su pecho? ¿Cuán de abultado su trasero? ¿Me dejará frotarme como una perra salida contra su pierna si me despierto a mitad de la noche? Tiene pinta de beber colacao, con gusto me lo derramaba entre las tetas para que viniera a lamerlo como un gatito sin hogar».  El metro anunció su próxima parada, la de Amanda, que se levantó para dirigirse a la puerta y prepararse para salir corriendo, para no variar. Quedaban segundos y no perdieron la mirada que se transformó en sonrisa y en un calor que subió desde los tobillos para estallar en los mofletes rojos que desvelaron la vergüenza y excitación de Amanda. Él abrió de nuevo su libro. Antes de sumergirse en los litigios entre dioses y mortales le lanzó un mensaje a Amanda.  La miró con la profundidad que tienen los océanos y a ella se le coló por el agujero de las pupilas. Se estremeció y el calor se le heló en las muñecas. La megafonía anunció de nuevo: «Próxima estación: Callao». Y justo así, callados, se dejaron de ver para toda la vida, en un silencio que les hirvió la sangre al punto de congelación por unas horas.

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