
El retorno del rey
“Los héroes de mi infancia fueron los personajes de Kirby. El héroe de mi adolescencia, el propio Kirby”
“Los héroes de mi infancia fueron los personajes de Kirby. El héroe de mi adolescencia, el propio Kirby”
“Se quejan los editores de que en España apenas se lee ensayo y poesía. Lo raro es que, poniéndoselo tan difícil, los adultos sigan leyendo novelas”
Dice Gregorio Luri (Azagra, 1955) en El amparo de las sombras (La isla de Siltolá) que la aforística es una suerte de taxidermia y que el aforista, como el vivisector, mata lo que intenta comprender. Incurre el escritor navarro en la socorrida captatio benevolentiae, cortesía que en estos casos suele ser de rigor, pero miente. Porque este libro luminoso, tan instructivo como desafiante, más que digno heredero del excelente Aforismos que nunca contaré a mis hijos (2015), rebosa de vida. Nadie busque aquí arcoíris destejidos ni mariposas clavadas en alfileres. Se trata de una inteligencia en marcha que agarra de los hombros al lector y lo zarandea, con la insolencia del tábano escandaloso que aguijoneaba las grupas del Ática en los buenos viejos tiempos de la filosofía. Que estos seis pildorazos sirvan de muestra.
Afirma una estadística realizada en 2016 que un tercio de los británicos cree en la existencia de los ángeles. No sé cómo andará la cosa entre los españoles. El cómico escocés Billy Connolly habla en sus shows de un ángel de la guarda que le ayuda a aparcar el coche, algo que sostenía, con más veras que bromas, un exministro español. Así y todo, su presencia no es tan evidente para otros, que nos limitamos a desaprobar su incomparecencia igual que solo advertimos de las tuberías cuando fallan.
No hay presencia más avasalladora que la de los maestros. Por eso yo alterno la lectura de los míos con etapas de sana ventilación, oreando lo leído. De lo contrario, esa mano amiga sobre el hombro correría el riesgo de convertirse en una chepa intumescente. Frecuentarlos con cautela y la debida distancia es prescripción ineludible de esa tentativa, tan vieja como el mundo, que consiste en matar al padre. De esto, y de otras muchas cosas, va Un episodio nacional (Espasa), el último libro de Carlos Mayoral (Villaviciosa de Odón, 1986).
Desde que hace cuatro milenios un babilonio desconocido soñase con detener el goteo de la clepsidra, la tentativa de detener el tiempo ha acompañado al ser humano
Contaba con seis o siete años cuando, viéndome enseñoreado en el catre entre libros y cómics, me sentí invencible, inexpugnable, plenipotenciario. Desde entonces lo he sabido: leer en la cama nos convierte en dioses.
«Reconciliación nacional» era el eslogan que enarbolaba el PCE cuando, en un informe interno, hizo constar lo que sigue: aunque la República representara los intereses del pueblo, no podía negarse que los campesinos castellanos, navarros o andaluces que se habían sumado al bando de Franco también eran pueblo. Una verdad de Pero Grullo que escondía una advertencia ineludible. Corría el año 1956 y era bien sabido (¡a la fuerza ahorcan!) lo que sucede cuando se levanta un proyecto común excluyendo a la mitad de la población.
Si queda algún krausista en España no es debido al mediocrón de Krause, filósofo de medio pelo, ni a sus tristes y cejijuntos discípulos españoles, sino al periodista austríaco Karl Kraus, verso suelto de la imperial y decadente Kakania. Siempre a contracorriente, ajeno a escuelas y cuadrillas, cuesta resistirse al encanto del autor de Die Fackel. Tal y como lo retrata Miguel Ángel Aguilar en el prólogo a Contra los periodistas, sagaz libro de aforismos reeditado por Taurus, «es amigo de Schonberg, sin defender el dodecafonismo; admira a Brecht, pero no comparte su credo socialista; se entiende bien con Freud, aunque haga escarnio de las secuelas consumistas del psicoanálisis».
Occidente se va al traste de maneras crueles e inverosímiles en las novelas de Michel Houellebecq (La Reunión, 1956) y, justo es reconocerlo, fascina observar cómo se diluye por el escotillón de la historia. Con la debida persuasión y unos cuantos barriletes retóricos, Europa deja de ser un submarino lleno de hombres viriles sudando la gota gorda y se convierte en un kindergarten de flojos y pusilánimes; la democracia liberal, convertida en flor de un día, se marchita en un suspiro; el campo de batalla se nos come de un bocado y el mundo no termina con una explosión, sino con un no menos sonoro regüeldo. Así es la épica de lo fatal: de derrota en derrota, por fabulosas que resulten, hasta el ansiado cataclismo final.
El poeta simbolista Mallarmé escribió -o así, al menos, lo cita Pla- que el invierno es lúcido. Un tópico que parecemos contravenir quienes vemos en las vacaciones de Navidad una larga maratón concupiscente, jalonada de comilonas opíparas y compunciones dispépticas, o quienes confunden el recogimiento con un ofuscado aborregamiento. Sirva de recomendación, cuando no de revulsivo y contraveneno, un libro invernal en el sentido mallarmeano: Canadiana (Debate).