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Cultura

Los mejores libros de 2021

En 2021 hubo libros de los que todos hablaron y algunos otros de los que hay que hablar aunque hayan sido menos populares

Los mejores libros de 2021

Tom Hermans | Unsplash

Ya lo advertía Oscar Wilde, hay algo mucho peor en el mundo a que hablen de ti, y es que no hablen de ti. Y algo parecido dice también nuestro refranero cuando nos recuerda de que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. De ahí que, a pesar de todo, es mejor que hablen de uno, aunque sea mal. Y esto lo saben muy bien los expertos en marketing: a la hora de vender hay que conseguir que el producto en cuestión esté en boca de todos. Lo que se diga de él es secundario. Algo parecido sucede con los libros: cuando las secciones de cultura se han reducido hasta el punto de que una reseña no puede sobrepasar el folio escrito, cuando lo que importa es el número de clics y la lectura sigue siendo, a pesar de lo que digan, una actividad limitada a unos pocos, el hecho de que un libro se convierta en objeto de conversación y, aun mejor, en trending topic ya es de por sí un éxito.

Eso sí, a veces se está en boca de todos tal vez por las razones equivocadas, después de todo, nada vende más que la polémica y el morbo. En esos casos, los libros se compran no tanto para leer, sino para curiosear, para ser partícipe de la conversación pública. 

Y finalmente, están los libros de los que no se habla (tanto), aunque bien lo merecerían. Libros que pasan desapercibidos para la prensa o cuya presencia es residual, gracias a algún crítico que, alejándose de lo mayoritario, rebusca entre sellos independientes aquellos títulos que no merecen pasar desapercibidos.

En esta lista encontraremos una mezcla balanceada de popularidad, escándalo y reivindicaciones.

La escritora olvidada

Del catálogo de Malas Tierras solo se pueden decir cosas buenas. Es de esos catálogos en el que cualquier título es un valor seguro. Entre los publicados este año, sin embargo, hay uno que destaca por encima de todos: Los galgos, los galgos de Sara Gallardo. Nacida en Buenos Aires en 1931, la escritora ha sido para muchos una gran desconocida y su literatura solo ha comenzado a llegar a nuestras librerías gracias a Malas Tierras que, hace un par de años, publicó Enero, novela con la que comenzaba un ciclo narrativo que concluía precisamente con Los galgos, los galgos. Estamos delante de una extraordinaria obra en la que, a partir de la historia (trágica) de amor de Julián y Lisa, Gallardo no solo realiza un detallado retrato de la sociedad de su época -la novela fue publicada en 1961-, ahondando sobre todo en los conflictos vinculados al género y la clase, conflictos externos que penetran e intoxican lo íntimo y la relación entre los protagonistas, sino que, como dijo Begoña Méndez, «ambigüedad y las contradicciones del alma humana». 

[Bonus Track: no se pierdan El matrimonio anarquista de Méndez y Nadal Suau].

Juan Marsé o el peligro de los diarios personales

Quizás a nivel público no se haya hablado mucho, pero les aseguro que, durante algunos días, entre periodistas no se habló de otra cosa. La publicación de Notas para unas memorias que nunca escribiré (Editorial Lumen) reúne una serie de textos en los que Juan Marsé estuvo trabajando a lo largo de 2004, así como las notas y los apuntes tomados desde 2006 hasta 2019 en tres distintas libretas. En estos textos, editados y prologados por Ignacio Echevarría, sobre todo los de cariz más personal, descubrimos al Marsé más íntimo, más familiar Son particularmente bellas las páginas dedicadas a su nieto Guille. Entre anécdotas cotidianas -«Compro churros, y, después del desayuno, trabajo en el guion. Ahí todo el día...»- y comentarios sobre películas, libros o sobre la vida familiar, encontramos reflexiones sobre la actualidad política, desde el 11M hasta el Procés, recuerdos y evocaciones del pasado y comentarios sobre amigos y conocidos no siempre excesivamente amables. Unos comentarios que sorprendieron a más de uno, que, creyéndose objeto de la amistad y, quizás, también de la admiración del autor de Últimas tardes con Teresa, no esperaba encontrarse citado o, por lo menos, no así citado en los diarios. En más de una redacción, este diario supuso un pequeño terremoto, pues algunos de sus miembros aparecían retratados de una manera poco amable. Y, quizás, fue por esto, que la editorial optó por enviar a las redacciones una nota de prensa con fragmentos antes que el libro. Todos publicaron la nota, incluso aquellos que, pocos días después, descubrían libro en mano lo mal parados que ahí quedaban.

Amanda Gorman… ¿Poesía?

La gran mayoría de nosotros no la conocíamos hasta que, en la investidura de Joe Biden, tomó el la palabra y recitó La colina que ascendemos, un poema esperanzador ante el nuevo tiempo al que se asomaba el país tras la marcha de Donald Trump, al que definía como «una fuerza que destrozaría nuestra nación». La joven afroamericana de veintidós años emocionó a asistentes y telespectadores con sus palabras e hizo levantar los teléfonos a editores de medio mundo desesperados por hacerse por los derechos de esta «nueva voz poética» que se define como amante de Lorca y de Whitman y que en su país es considerada como uno de sus talentos más prometedores. Comprados los derechos, la polémica no tardó en aparecer cuando Gorman rechazó ser traducida por Marieke Lucas Rijneveld por ser una persona blanca. Poco después, también rechazó que el poeta catalán Victor Obiols la tradujera aduciendo que quería una mujer activista y, si era posible, negra quien diera vida a sus versos en otro idioma. Hallada traductora -la elegida fue Nuria Barrios– y publicada la poesía, la lectura de sus versos llevó a preguntarse: ¿Todo para esto? Las lágrimas que provocó durante la investidura, quizás, no nos hizo apreciar del todo los versos que estábamos escuchando. El tono panfletario era ya evidente, pero ojalá fuera este su único pecado: «La colina que escalamos/si de verdad nos atrevemos/es porque ser americano es más que un orgullo que heredamos, /es el pasado que pisamos». Como se preguntaba hace algunas semanas Ignacio Vidal Folch, «¿Se puede ser más pretenciosa, banal, cursi y kitsch?». Pero, leamos más: «Y cuando llega el día nos preguntamos/ ¿Dónde hallaremos luz en esta sombra interminable? /La pérdida que cargamos, /un océano que tenemos que vadear». ¿Acaso estos primeros versos no nos ponen en alerta? En España, hemos visto laurear jóvenes poetas y aplaudirlos por conseguir vender miles de copias, pero ¿popularizar la poesía a cualquier precio? Quizás no esté mal que Gorman lea sus versos en la Super Bowl o que otros jóvenes poetas divulguen sus textos en redes. Quizás el error está en llamarlo poesía cuando no lo es.

Fernando Aramburu o cuando es mejor que el escritor no hable

Todos lo sabíamos. La siguiente novela de Aramburu después de Patria iba a dar de qué hablar. La expectación era máxima, casi la misma o más de después de que alguien se estrene por la puerta grande con una primera novela. ¿Va a ser capaz de hacer algo igual? Esta es la pregunta que se repitió hasta que se publicó Los vencejos. Sin embargo, más allá de cuestiones literarias, que interesan al autor y cuatro más -a veces una duda de si realmente les interesan a las editoriales o con el número de ventas ya les basta-, si aquí hablamos de Los vencejos no es por el libro, sino porque las declaraciones de su autor que lo pusieron en el candelero, convirtiéndose él en el protagonista y no su trabajo.

La polémica comenzó después de una entrevista realizada por Lorena G. Maldonado, cuyas frases acerca de la prostitución, el abolicionismo o la pulsión masculina sacadas de contexto podían resultar muy ofensivas y fuera de lugar. Para muchos, lo sentenciaron. El escritor decidió abandonar Twitter para centrarse «en la escritura», pero ya nada se podía hacer. Pública y privadamente, la conversación giraba en torno a aquellas desafortunadas frases– poco o nada sirvieron ciertas explicaciones que se intentaron dar. Todos supimos de Los vencejos y, si bien no fueron pocas las reseñas positivas, aquellas declaraciones lo empañaron todo. Las promociones las carga el diablo.

Cuando tu libro sale incluso en televisión

Que un libro salga en televisión es casi un milagro. A excepción de Página 2, los libros no parecen interesarle demasiado a la llamada -y con bastante fortuna visto lo visto- «la caja tonta». Si aparecen los libros en televisión, lo hacen porque editorial y canal televisivo pertenecen al mismo grupo y hay que vender o porque el presentador de turno aprovecha su programa para, como diría Umbral, hablar de su libro. Salvo estas dos excepciones, la televisión vive al margen de la palabra escrita. Sin embargo, todo esto deja de ser válido si pensamos en El jefe de los espías, donde Javier Chicote Lerena y Juan Fernández Miranda transcriben las libretas de Emilio A. Manglano, el muy poderoso director del CSID de 1981 a 1995. En aquellas libretas, Manglano lo apuntaba todo: hechos, encuentros, anécdotas, conversaciones… En aquellas libretas, cualquier secreto es revelado. No ha habido tertulia o informativo que no haya mencionado un días tras otro este libro publicado por Roca Editorial, que, seguramente, nunca hasta ahora había asistido a una difusión igual así para ninguno de sus títulos. Y es que hay cosas que solo pasan una vez en la vida. Y, paradójicamente, pasan cuando uno ni tan siquiera se las propone. Ya puede uno pensar la mejor campaña que no conseguirá nada igual. ¿Quién hubiera imaginado que un libro casi consigue que Bárbara Rey acuda a testificar en el Senado?

Carmen Mola o qué hemos hecho para merecer esto

«Tres cabezas no siempre resuelven mejor que una sola», escribía Marta Marne en su reseña de La Bestia, la novela con la que descubrimos que, en realidad, Carmen Mola eran tres guionistas llamados Antonio Mercero, Agustín Martínez y Jorge Díaz. De todo cuanto se ha escrito sobre dicha novela, no hay mejor comentario que el de Marne, poco se puede decir con tan pocas palabras. Pero lo cierto es que si La Bestia ha dado de qué hablar no es por su valía literaria o por su ausencia, sino por ser un extraordinario producto de marketing al que no le falta ningún detalle: robo empresarial con cheque de por medio, revelación de secreto, hombres usurpando una identidad femenina, moda literaria y críticas por parte de la opinión pública ¿Qué más se puede pedir? El hecho de que tres hombres decidieran usar un pseudónimo de mujer, aprovechando el tirón de muchas autoras de novela policiaca, fue criticado y no es de extrañar, porque no hace sino evocar el caso de tantas escritoras que tuvieron que recurrir al pseudónimo masculino para poder escribir con plena libertad y publicar -este es el caso de George Sand o de la catalana Victor Català- o vieron como sus maridos se apropiaban de su obra, como fue el caso de Colette. A esto se suma que decidieron desvelar su verdadera identidad, tras el éxito en ventas conseguido gracias a su pseudónimo, cuando Planeta les invitó a abandonar Random House poniéndoles 1 millón sobre la mesa, aumentando así la dotación del Premio Planeta, galardón que resulta difícil definir como literario, pero del que sí puede decirse que es el más dotado del mundo, por encima del Nobel. Algo es algo, ¿no?

Cayetana Álvarez de Toledo… más vale una puñalada que un libro

A falta de diatribas literarias, el libro de Cayetana Álvarez de Toledo nos recuerda lo divertido que pueden ser las pullas, las parodias y las indirectas muy directas a través de la palabra escrita. Lo sabemos bien aquí donde Góngora y Quevedo o Cervantes y Lope nos han legado las brillantes y divertidas pruebas de una enemistad convertida en material literario de primer orden. El caso de Álvarez de Toledo, evidentemente, no es comparable, pues ni ella es Góngora ni tiene en frente a Quevedo alguno, pero de lo que no cabe duda es que la autora de Políticamente indeseable ha conseguido que todos hablen de su libro, que este planee en el debate político con su más que alargada sombra y que, incluso, los menos atentos a la actualidad política se detengan en sus páginas, curiosos por leer de primera mano cómo Álvarez de Toledo dice de García Egea que es alguien que tiende al «dominio despótico», un pelota con una ambición «infantil y desatada» o cómo tilda de «veleta» y «bienqueda» a Pablo Casado, al que acusa de tener miedo y al que los barones consideran «tierno, dubitativo y débil». Y, por si su libro no era de por sí ya un divertimento para una sociedad como la nuestra, que ha hecho del cotilleo una forma de espectáculo y, casi, de vida, el chat del PP no ha hecho sino poner más salsa al debate con frases tan autoinculpatorias como «los palmeros no merecemos esto». ¿Para qué quieres un director de marketing cuando tienes excompañeros así?

Miren Agur Meabe o la tardanza de los reconocimientos

Si hay un nombre a destacar es el de Miren Agur Meabe, poeta vasca que ha sido galardonada con el Premio Nacional de Poesía 2021 por Nola gorde errautsa kolkoan (Cómo guardar ceniza en el pecho). El nombre de Agur Meabe es imprescindible no solo porque estamos delante de una extraordinaria poeta que los lectores en español hemos tardado demasiado tiempo en descubrir, sino porque es la primera autora que ha sido galardonada por el premio nacional por un poemario escrito en euskera. ¿Es comprensible que en un país donde hay cuatro lenguas oficiales los premios nacionales solo premien la producción en una de las cuatro? Es tan incomprensible como que la circulación de la literatura en euskera, gallego y catalán entre los lectores en español sea residual, casi una excepción, como recordaba en esta misma casa Albert Pijoan. Por esto es imprescindible Agur Meabe, porque nos abre la puerta a una extraordinaria poesía y, a la vez, a toda una literatura -la vasca- que deberíamos no solo conocer mejor, sino considerar también nuestra.

Laura Fernández, la singularidad del genio

Algunos dirán que La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House) no es un libro del que precisamente no se ha hablado. Y tendrán razón. Pero hay veces que se habla de libros que merecen cada una de las líneas que se le dedican. Y este es el caso de Laura Fernández, que acaba de publicar no solo su mejor novela hasta el momento, sino una obra narrativa sin parangón, excepcional en todos y cada uno de los sentidos que tiene este adjetivo. En un tiempo en el que la homogeneidad es lo que define la narrativa y resulta difícil encontrar obras que destaquen por su originalidad, por poner en diálogo tradiciones, modos narrativos, lenguajes y expresiones culturales distintas, dispares e incluso antagónicas.

Fernández sabe que la novela es el espacio de la experimentación y del juego; es el lugar donde todo tiene cabida: lo sabían Cervantes, Melville, Thomas Pynchon y lo saben Stephen King -autor que Fernández reivindica sin prejuicio alguno-, Rodrigo Fresán o Mariana Enríquez. Una estela de escritores todos ellos con los que la escritora Barcelona dialoga y que están, de una manera u otra, presentes en esta novela juntamente con películas, series de televisión o música pop. Para Fernández todo es susceptible de convertirse en material literario y, en sus manos, todo se convierte en alta literatura. La señora Potter no es exactamente Santa Claus es una novela compleja que no anula el placer lector, todo lo contrario: la escritora rinde un gran homenaje a la imaginación, como la herramienta que más placer y más conocimiento nos puede ofrecer. 

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