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El perverso encanto de las chicas raras

«Las chicas raras que nos gustan no se definen por su tendencia a meterse en líos –aunque eso a veces también pasa–, sino por su meditado rechazo de los estereotipos sociales»

El perverso encanto de las chicas raras

Julee Cruise. | Wikimedia Commons

En diciembre de 2011, hice una playlist de Spotify para mi esposa con las voces femeninas que más me habían cautivado en las últimas décadas. La titulé Pop para chicas raras, pensando no solo en las intérpretes, sino también en las (posibles) oyentes. Todavía pueden encontrarla en la citada plataforma de música en streaming. No les defraudará.

Quienes me conocen saben que, en mi faceta de compilador musical –que alcanzó su cénit retributivo en los 90 en Virgin Records y sigo desarrollando ahora de manera filantrópica–, soy un auténtico chiflado, un perfeccionista obsesivo, siempre en busca de la versión original, la grabación insólita o la rareza inesperada. Y dicha playlist cumple sobradamente esos requisitos. 

Esta semana se nos ha ido Julee Cruise, una de aquellas chicas raras que figuraban en mi recopilación. Y su temprana muerte, tras años de lucha contra una enfermedad autoinmune –¿han oído ustedes hablar del lupus?–, deja con una profunda congoja a los innumerables fans de la serie televisiva Twin Peaks

Échenle la culpa al tortuoso David Lynch, que convirtió a Julee en una estrella de culto cuando recurrió a ella en 1986 para que cantase en su inolvidable película Terciopelo azul. La idea inicial, acordada por el autor de Eraserhead (1977) y su habitual colaborador musical, Angelo Badalamendi, era hacer una versión del Song to a Siren de Tim Buckley, interpretado por el cuarteto británico This Mortal Coil o, en su defecto, por la protagonista del filme –y entonces pareja de Lynch–, Isabella Rosellini.

Pero hubo algún problema con los derechos de autor y pasaron al plan B: David escribiría unas estrofas, Angelo les pondría música y entre los dos buscarían una voz nueva que «cantara como si le estuviera susurrando cosas a su novio». Así, por necesidad o casualidad, es como surgen algunos mitos.

Cruise no era, ni mucho menos, la primera candidata para interpretar Mysteries of Love, el tema que el tándem Lynch-Badalamendi había concebido para la escena final de aquella fábula con hechuras de psycho-thriller. Pero, tras el fracaso de varias aspirantes con más pedigrí, la chica –que conocía vagamente a Badalementi por haber coincidido antes en una producción teatral del off-Broadway– tuvo su oportunidad y no la desaprovechó. 

El flechazo (artístico) fue tal, que el dúo terminó produciéndole y componiendo al completo su álbum de debut, el crepuscular Floating in the Night (1989). En las emisoras comerciales de la FM estadounidense no sabían cómo reaccionar: no solo aquello tan relajado no se podía llamar pop, sino que tampoco tenía un single claro para pinchar en antena.

Algún crítico avezado lo definió como la evolución sofisticada del dream-pop: variante atmosférica del indie, con innegable influencia del sello 4AD, que pone énfasis en las producciones brumosas con texturas superpuestas, voz entrecortada y efectos de sonido como el eco, el trémolo o la reverberación. Y así, sin pretenderlo, Julee se convirtió en inesperada diva de un sub-género en auge, creando un modelo mil veces copiado posteriormente.

A su popularización contribuyó el hecho de que varios cortes de Floating in the Night fueran reutilizados para la banda sonora de Twin Peaks, incluyendo la inolvidable escena en que nuestra protagonista canta Falling en el Roadhouse, durante el episodio piloto. Además, la versión instrumental de dicho tema, con sus acordes hipnóticos e inquietantes, terminó siendo adoptaba como sintonía de inicio y recurso musical de la serie paranormal más famosa del siglo XX.

De rebote, Cruise pasó a convertirse en un icono generacional casi al mismo nivel que las jóvenes actrices Mädchen Amick, Lara Flynn Boyl o Sherilyn Fenn. Una chica-Twin Peaks tan inalcanzable como las demás, con aspecto angelical de no haber roto un plato, mirada asustadiza, una sensualidad aparentemente contenida y muchos secretos que ocultar. 

Esas heroínas de Twin Peaks a las que dedicaba una canción Iván Ferreiro están en el centro de lo que David Foster Wallace definió como el universo lynchiano, donde lo macabro y lo doméstico se entremezclan hasta revelarnos que son prácticamente indisociables. En esos parámetros se mueve igualmente la protagonista invisible de la teleserie, Laura Palmer, cuyo cadáver da pie a toda la trama: la chica más popular del instituto que se sumerge de noche con la mayor naturalidad en un mundo de drogas y prostitución, como narra el libro The secret diary of Laura Palmer (1990) firmado por Jennifer Lynch, la hija del cineasta.

Fíjense si es retorcido Lynch que, para novelar la doble vida de esta adolescente perversa, confió la misión a su primogénita, que ya había ejercido como ayudante de producción en Terciopelo azul. Algo de esa creatividad morbosa ha debido heredar Jennifer, puesto que su debut como directora, Boxing Helena (1993), asustó tanto a Kim Bassinger por sus escenas de sexo, violencia y mutilaciones, que el sex-symbol de Nueve semanas y media (1986) abandonó el proyecto a pesar de tener un contrato firmado. Pero nos estamos desviando…

«Un par de veces ha intentado matarme y realmente me excitaba», afirma Laura Palmer en su diario, acerca de su relación tóxica con el malvado Bob. «Tiene algún problema David Lynch con las mujeres», inquiría Suzanne Moore en el diario inglés The Guardian. Efectivamente, si hay alguien que haya escarbado obsesivamente en las pulsiones inconfesables del subconsciente femenino, ese es Lynch, ávido retratista de mujeres fatales que esconden sus sueños irracionales bajo un aspecto convencional de mosquitas muertas. Y ha sido tildado por ello de machista y misógino en numerosas ocasiones. 

«Las personas se meten en toda clase de líos y, aunque cueste creer que disfrutan con ello, a veces es así», ha declarado el cineasta sobre esa tendencia suya a llevar a sus heroínas al límite de la autodestrucción o del  masoquismo. Dicha fascinación por asomarse al abismo es tan común a ciertos personajes femeninos de ficción como a numerosas artistas plásticas o musicales que en la vida real han creado, a través de su obra y su estética, su propio personaje, combinando lo oscuro, lo macabro y hasta lo grotesco con una pizca de misterio, ironía y melodrama.

Pienso en Eugenio Trías y su ensayo Lo bello y lo siniestro (1982); pero también en algo más prosaico como el personaje de cómic Emily The Strange, ideado por Rob Reger, que en el primer volumen de sus aventuras, Los días perdidos (2000), se despierta sola y amnésica, en medio de un parque, teniendo como únicas posesiones un tirachinas, un bolígrafo y un cuaderno de notas con varias páginas arrancadas. Si esta soñadora rebelde de 13 años, que se viste indefectiblemente de negro, ama la ciencia y odia el color rosa, grabase –como el grupo ficticio de dibujos animados Gorillaz– sus propios discos, seguro que su repertorio estaría más próximo a las canciones oníricas de Julee Cruise que a las baladitas melancólicas de una Françoise Hardy.  

Y es que las chicas raras que nos gustan no se definen por su tendencia a meterse en líos –aunque eso a veces también pasa–, sino por su meditado rechazo de los estereotipos sociales, ya sean desfasadas normas pequeño-burguesas o novísimos credos de las elites políticamente correctas. Esa firme vocación de libre-pensadoras las conduce, en ocasiones, a dejarse llevar por la irracionalidad sin tener miedo de que toparse en el viaje con sus propios fantasmas interiores. Y ahí está la gracia,

Así, una chica rara que canta y compone jamás tendrá un timbre clásico de mezzosoprano, sino que flirteará con el tono agudo de soprano en clave aniñada –imprescindibles los ronroneos– o incluso emulará a una contralto, enlazando recitados levemente somnolientos. Mejor aún, aunque no es fácil, si cuenta con una garganta rota modelada en interminables noches en vela. Eso siempre puntúa.

Los arreglos musicales y la producción, por supuesto, deben de ser voluntariamente desgarbados o minimalistas, con armonías contrapuestas, instrumentaciones desnudas y calidad de grabación low fi. Todo vale en el sinuoso camino que va del hardcore de las riot girls a la vanguardia atonal, pero nunca el pop o el rock convencional.

En cuanto al repertorio, la temática de exaltación amorosa está taxativamente prohibida y solo se admitirán baladas de desamor, soledad, incomunicación, humillación o redención. Eso sí, siempre con un guiño travieso subyacente, en plan «mira qué mal lo paso, pero nunca lo cambiaría por ser una aburrida ama de casa». O sea, que sarna con gusto no pica.

«Eres como yo / los dos estamos solos. / ¿Cuál es el problema? / No sé… / Dejo que la nieve / se derrita en mi boca / hasta que me duela la cabeza / hasta que me vaya. / Me hace reír un poco, / me hace llorar, / de la misma manera que me confundes todo el tiempo. / Cosas muertas, / cosas tristes tienen que pasar, / algunas veces», canta otra de las chicas de mi playlist, Emilíana Torrini, en el tema Dead Things, con una voz sinuosa envuelta en paisajes sonoros espectrales. ¿Por qué nos gustan artísticamente y hasta nos atraen estas chica tan extrañas? No sabría como explicarlo. Debe ser, como afirmaba Freud, una cuestión subconsciente de origen vagamente sexual. 

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