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Cherchez la femme!

Cada vez que se habla de la chanson francesa siempre nos vienen a la cabeza aquellas jovencitas pizpiretas que triunfaban en los 60

Cherchez la femme!

Francoise Hardy. | Europa Press

Me encantan los regalos virtuales: ocupan poco sitio y no hace falta cambiarlos si no te convienen. Desde que existe la música en streaming, un presente original y de buen gusto es que alguien te ofrezca una playlist. En mi caso, ha sido una lista de Spotify con canciones en francés, titulada Francofonía actual, que me ha enviado un amigo cuyo fino paladar gourmet no se reduce a los restaurantes, sino que también suele acertar con sus selecciones musicales. 

Aunque la playlist incluye también vocalistas masculinos y grupos, lo que más me ha gustado ha sido descubrir en ella una nueva hornada de cantantes francesas que apenas conocía: Angèle, Adé, Pomme, Claire Laffut, Clementine, Iliona, Clara Luciani, Clou, Marie-Flore… Lo reconozco: siempre he tenido debilidad por esas voces susurrantes y aniñadas que entonan cancioncillas pop como si vivieran permanentemente en un episodio de Emily in Paris. Cherchez la femme!, que dirían mis viejos compañeros del Liceo Francés.

Esta expresión tan recurrente, que le va como anillo al dedo al presente artículo, tiene su origen en la Francia decimonónica, cuando Alejandro Dumas la populariza en su novela Los mohicanos de París (1855). «Cherchez la femme!» era el lema del detective Monsieur Jackal –un personaje inspirado en el temible inspector Joseph Fouché, que llegó a ser ministro de Bonaparte–, sugiriendo con estas palabras que, en el inicio de cualquier investigación criminal, hay que buscar a una mujer porque estas suelen figurar en el trasfondo de casi todos los casos.

Al margen de esa correlación un tanto discutible, la grandeur del país vecino siempre ha sido representada por Marianne, figura femenina alegórica de la República Francesa que encarna los valores de Libertad, Igualdad y Fraternidad desde los tiempos de la revolución. Una vez derrocada la monarquía, hacía falta un símbolo para poner en las monedas, los billetes, las estampillas de correos, los bustos de los ayuntamientos o las estatuas de las plazas públicas. Así que a los primeros republicanos se les ocurrió adoptar como emblema a una mujer joven, que suele retratarse tocada con un gorro frigio, cuando no con un seno al aire, como la pintó Delacroix en La libertad guiando al pueblo (1830).

Cuenta la leyenda que la primer señora que sirvió de modelo al personaje fue Mary-Ann Birch, esposa del poeta romántico Lamartine y, para más señas, inglesa. Desde 1968, la Asociación de Alcaldes de Francia elige regularmente una actriz o maniquí famosa que preste su rostro al mayor símbolo del país después de la bandera tricolor. Así, Brigitte Bardot, Mireille Mattieu, Catherine Deneuve, Inès de la Fressange, Laetitia Casta o Sophie Marceau han ido dándose el relevo para ceder su belleza al servicio de esta noble representación de los ideales democráticos. 

En cuanto a la música, sin despreciar el inmenso talento creativo de varones como Georges Brassens, Jacques Brel, Claude François –el autor de My Way, que originalmente se titulaba Comme d’habitude (1967)– o el polifacético e iconoclasta Serge Gainsbourg, hay que rendirse a la evidencia de que cada vez que se habla de la chanson francesa siempre nos vienen a la cabeza, cual metamorfosis de Marianne en la era yeyé, aquellas jovencitas pizpiretas que triunfaban en los 60 como France Gall, Sylvie Vartan o Françoise Hardy.

La mayoría acababan de dejar atrás la adolescencia y tenían todas un estiloso sex-appeal, entre inocente y melancólico, como si acabasen de leer Bonjour Tristesse (1954) de Françoise Sagan, con el cual se identificó inmediatamente el público de su generación y de las venideras. Las chicas querían parecerse a ellas y los chicos soñaban con conseguir una novia similar. ¡Hasta Bob Dylan aceptó ir a tocar a la sala Olympia parisina en mayo de 1966 después de que le prometieran presentarle a la Hardy, de quien se había enamorado al verla en Paris-Match fotografiada por su ex novio Jean-Marie Périer y vestida con un insinuante traje de láminas de acero firmado por Paco Rabanne!

«Cuando fui a Londres para actuar en el Savoy, era consciente de que la prensa británica estaba más interesada en lo que llevaba puesto que en mis canciones», cuenta en sus memorias (Le désespoir des singes et autres bagatelles, 2008) esta cantautora frágil que fue musa de couturiers legendarios como André Courrèges, Yves Saint Laurent o el citado Rabanne. 

Francia vivía en aquellos tiempos una época de bonanza, bajo el mandato del General De Gaulle y con las películas de Brigitte Bardot aportando al país tantas divisas como la Renault. Françoise fue la primer gran estrella gala con una proyección internacional más allá del circuito musical, convirtiéndose en un icono del glamour más cosmopolita. Antes que ella, el Hexágono había tenido grandiosas voces femeninas, como Édith Piaf o Barbara, pero la revista Salut les Copains lo revolucionó todo en plena era pop, con Johnny Hallyday tratando de emular a los rockeros estadounidenses y Gainsbourg poniendo su talento disruptivo al servicio de Juliette Gréco (La javanaise, 1963), France Gall (Poupée de cire, poupée de son, 1965), Anna Karina (Sous le soleil exactement, 1967), Brigitte Bardot (Harley Davidson, 1967), nuestra adorada Hardy (Comment te dire adieu, 1968) o Jane Birkin, con quien –además de casarse y tener una hija– grabaría no pocos discos, entre ellos el dúo libidinoso Je t’aime moi non plus (1969).

«El secreto estaba más en sugerir que en entonar, así como en la actitud de mujer liberada»

Gracias a este fecundo compositor con modales de moderno Pigmalión, sus compatriotas con vocación de estrellas pop descubrieron que no precisaban tener una garganta prodigiosa, ni siquiera afinar demasiado, para triunfar en las listas de ventas. El secreto estaba más en sugerir que en entonar, así como en la actitud de mujer liberada y en la desenvoltura para interpretar con voz ahogada o gatuna estrofas entre naïves y lúbricas con innegables dobles sentidos.

Desde entonces, los fans del género siempre hemos atribuido a estas francesitas displicentes unas capacidades que van más allá de lo artístico: con su irrenunciable petite robe noir, el peinado a lo garçon y la boquita pintada haciendo un mohín despectivo, nos daba igual que sus letras tratasen sobre la crisis existencial o la filosofía behaviorista. En nuestro fuero interno, todos –las mujeres también– intuíamos que estas señoritas encantadoramente excéntricas aprendían desde pequeñas alguna técnica de dominación y placer, similar al carrete que se atribuye a las mujeres filipinas, con la que lograban que hasta el más indómito macho acabase comiendo en su mano. ¡Qué ilusos éramos!

Lo cierto es que la revolución sexual llegó a Francia mucho antes de los 60 y el país donde se inventaron el bidet y el cabaret ya cultivaba los estribillos picantes desde el siglo XVIII con una tradición de chansons paillardes o coquines digna de un sesudo estudio antropológico de Evans-Pritchard. Circunscribiéndonos al music-hall de los años del frou-frou, los melómanos curiosos harán bien en investigar composiciones como Voulez-vous de la canne à sucre? (1930) de Joséphine Baker, Un petit boy c’est gentil (1931) de Mistinguett, Je cherche un homme (1955) de Eartha Kitt, Fais-moi mal, Johnny de Magali Noël (1956) –¡con letra sado-maso de Boris Vian!–, Les nuits d’une demoiselle (1963) de Colette Renard o Devaste-moi (1966) de Brigitte Fontaine, cuyo título traducido al español sería Reviéntame. O sea que Gainsbourg no inventó él solito las letras procaces llenas de perífrasis, sino que se limitó a dar continuidad y laureles a una deriva artística que la cultura popular gala ya llevaba en el ADN.

En cuanto a la siguiente generación de chanteuses, aún apreciando la titánica labor –con 485 temas firmados– del autor de 69 année érotique, hubo quienes se pusieron en sus manos sin dudarlo para prolongar esa escuela de estribillos vagamente concupiscentes; desde Catherine Deneuve (Dieu, fumeur de havanes, 1980) hasta la entonces lolita Vanessa Paradis (Variations sur le même t’aime, 1990), pasando por Isabelle Adjani (Pull marine, 1984) o su propia hija, Charlotte Gainsbourg, cuando con solo 13 años cantó acerca del incesto en Lemon incest (1985): «Te amo más que nada. El amor que nunca haremos juntos es el más raro, el más preocupante, el más puro, el más estimulante».

Al margen de estos casos aislados, la mayoría de las chicas francesas que han continuado en los últimos lustros con esa tradición de las melodías cándidas interpretadas con voz entrecortada lo han hecho sin recurrir a la tutoría de ningún productor de edad provecta, escribiendo casi siempre sus propias composiciones y hablando de los temas que a ellas les motivan: sus cuerpos, sus derechos, sus libertades, sus sueños, sus miedos, sus convicciones o sus deseos. A salvo del control de cualquier Svengali manipulador, la camada actual de francesitas cantoras surge del indie con cierta inclinación por los arreglos retro, pero también de concursos de tele-realidad con guiños al dance o al r&b como Star Academy, Nouvelle Star o Graine de Star.

Aunque el fraseo dulce y la forma de arrastrar perezosamente las palabras bastan para transmitir un punto de alegre sensualidad a su repertorio, las hay que añaden a sus letras algo de pimienta por los temas explícitos que tocan, ya sea promiscuidad sin complejos, voyeurismo, sexo en grupo o reivindicación de los placeres solitarios femeninos. Véase Clarika en Les garçons dans les vestiaires (2001), Melissa Mars en Striptease (2003), Anaïs en B-B baise moi (2005), Helena en Caresse-moi, j’adore ça (2005), Élodie Frégé en La ceinture (2006), Jeanne Cherhal en Canicule (2006), Mademoiselle K en Fringue par fringue (2006), Adrienne Pauly en Je veux un mec (2006), Elisa Tovati en Cinq minutes pour moi toute seule (2006), Chloé Lacan en Plaisirs solitaires (2009), Camille en Que je t’aime (2011), Raphaële Lannardière en Petite (2011), Brigitte en Ma Benz (2011), Noemi en Je ne pensé qu’à ça (2014), Schérezade en L’amour à plusieurs (2015), Vicky Banjo en J’aime faire l’amour (2016), Juliette Armanet en Je te sens venir en moi (versión del I feel it coming de The Weeknd), Vendredi Sur Mer en Les filles désir (2019), Mathilda en Brutal (2022) o mi favorita, Berry, que en Non ne le dis plus (2012) rinde un homenaje explícito a la Jane Birkin de Di Doo Dah (1970).  

« Desde hace tiempo, mandan ellas y, en sus discos, dicen cada vez más claramente lo que quieren, sin rodeos ni remilgos»

Pero, incluso sin aludir al asunto carnal más que de refilón, las francesas siguen conquistando al oyente con sus fraseos evocadores y ese look estudiadamente despeinado de parisinas que han invertido a su favor los roles tradicionales de la seducción. Desde hace tiempo, mandan ellas y, en sus discos, dicen cada vez más claramente lo que quieren, sin rodeos ni remilgos. 

Atrévanse a descubrir a todas las herederas de Birkin o de Hardy, ahora que la primera ha anunciado su retirada tras ser víctima de un accidente cerebrovascular y que la segunda, aquejada de cáncer de laringe, ha solicitado hace unos meses la muerte asistida por eutanasia. Son cientos y dominan como nadie el arte de las melodías sofisticadas y sugerentes. Con ellas, el sempiterno chic femenino de la chanson está asegurado para la posteridad.

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