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'Frágil virtud': este oficio sí es para cínicos

El abogado Javier Melero se estrena en la ficción con una novela que encuentra un anclaje parcial en el ‘true crime’

‘Frágil virtud’: este oficio sí es para cínicos

Imagen de la portada del libro. | Editorial Ariel

Aquel título buenista y más que discutible de Kapuscinski dedicado al periodismo, Este oficio no es para cínicos, casa mal con la camarilla de abogados y leguleyos que pueblan la Barcelona incómoda de las páginas de Frágil virtud (Ed. Ariel) de Javier Melero. Especialmente de su protagonista, Ginés Rovira, un abogado de bufete selecto que se dedica a casos penales de manera profesional pero sin dejarse ni un pequeño retazo de alma en el empeño. En esta ocasión, se enfrenta a un caso de asesinato por encargo que sirve de pretexto al autor para describir con realismo impecable el funcionamiento de la maquinaria judicial española. Toda la investigación y el proceso penal están retratados sin fórmulas efectistas robadas al cine norteamericano. «Los tópicos americanos funcionan mucho mejor para la narración, pero no son ciertos», confiesa Melero, que con esta novela se estrena en el terreno de la ficción con un anclaje parcial en el true crime, ya que la trama se basa en hechos ocurridos aunque todos los personajes de la narración no tienen una correspondencia concreta en la realidad.

Desde las primeras páginas, el lector será guiado por la voz de un narrador cuyo granítico escepticismo -se refiere, sin ir más lejos, a «empresarios prósperos necesitados de consuelo, de esos que creen que es mejor pagar abogados caros que impuestos»- sólo se ablanda momentáneamente ante un buen trago en algún local limpio y bien iluminado de la ciudad o frente a los encantos de mujeres atractivas y avezadas en el noble arte de la esgrima verbal. La sombra de Raymond Chandler, y de su discípulo Ross Macdonald, está presente en toda la novela ya sea en el ingenio y causticidad de los diálogos, la descripción de personajes, atmósferas o escenarios urbanos, ya sea en guiños explícitos a su obra.

La mirada vitriólica, pues, encuadra a una galería de tipos de la época cuya virtud (tal y como apunta el título en alusión cinéfila a Historias de Filadelfia de George Cukor) es de una fragilidad quebradiza. El propio Melero reconoce que, en el relato, y tal y como marcan los códigos morales de la novela negra clásica, «el juicio es mucho más severo con los delincuentes de guante blanco», puesto que, a diferencia de aquellos personajes condicionados por un ambiente de pobreza y violencia, su comportamiento delictivo escapa a «explicaciones más comprensibles».

Barcelona, parque temático

En cualquier caso, el objeto de las pullas del narrador va más allá del retrato de clientes y colegas, casi siempre con alguna tara estética en la indumentaria que, a ojos de Rovira, parece todavía más censurable que las muestras palpables de inmoralidad, y alcanza una Barcelona encantada de haberse conocido, y en imparable proceso de especulación, gentrificación y pérdida de identidad. Un parque temático para turistas y nómadas digitales con exceso de diseño y cursilería. La Sagrada Familia se erige como «un pastel» que hace las delicias de compulsivos fotógrafos orientales, las sempiternas obras de los aledaños de Las Glorias demuestran la desidia de unas administraciones poco proclives al trabajo competente por el bien de sus ciudadanos, y la alta gastronomía se convierte en una epidemia letal de esferificaciones mínimas y pomposas en gélidos platitios cuadrados.

Melero, que se declara «patriota del Ensanche» barcelonés, reconoce que «cada vez soy más crítico» con la deriva de la ciudad, a la que augura un destino muy parecido al de Venecia o París. Todo lector que conozca mínimamente a Melero (por sus anteriores libros, sus artículos en prensa o por sus colaboraciones en medios audiovisuales) apreciará las similitudes biográficas, de filias y fobias, entre autor y protagonista. Ambos exhiben una melomanía generosa, una cinefilia razonable y alérgica a tostones pedantes, se muestran completamente indiferentes frente al espectáculo del fútbol y al circo mediático que lo circunda, gustan de una gastronomía honesta, de la discreción del buen vestir y, sobre todo, de una causticidad con ciertos tintes cínicos que sirve, en muchos casos, de dura panoplia para tímidos huidizos y sentimentales vergonzantes. Aunque Melero indica que su personaje es «más joven y más cínico», también reconoce que la abogacía «me ha gustado y me ha interesado durante años, pero nunca he conseguido sentir por ella un gran entusiasmo».

En Frágil virtud, los abogados están más pendientes de la facturación y la cuenta de resultados que del devenir vital de sus clientes, y atienden a una versión de los hechos que acabe beneficiándoles en una «verdad procesal» última. Se impone aquí también un realismo que poco tiene que ver con aquella búsqueda de la verdad desnuda y fáctica de los detectives clásicos: «La verdad puede interesar al abogado como ciudadano, pero no forma parte de su trabajo, que se basa en dotar de estructura a la versión que quiere dar su cliente», confiesa el autor.

Voluntad de crónica

La novela comparte con las dos anteriores obras publicadas de Melero una voluntad de crónica. Si en El encargo se trató de una crónica judicial, en Cambalache adoptó las maneras de un relato autobiográfico que, merced a la mirada retrospectiva de la propia juventud, daba cuenta de los cambios sociales y políticos que se produjeron durante el fin del franquismo y los primeros años de la neófita democracia.

El abogado llevó la defensa de los exconsejeros Joaquim Forn y Meritxell Borràs durante el mediático juicio del procés. Tuvo intervenciones brillantes y en su alegato final apeló al film Amanece que no es poco para desear una España en la que sus ciudadanos sólo se peleen por William Faulkner. La pregunta sobre su opinión de las posibles amnistías por el 1-0 es, por lo tanto, casi obligatoria: «La amnistía no sirve para nada pero no me parece mal que se dé. Todas esas personas que estaban implicadas en esos procedimientos penales, a fin de cuentas fueron víctimas de la ensoñación, que diría el juez Marchena. Así que no me parece mal que no sufran las consecuencias. Pero, evidentemente, continuarán insultando a la democracia española y a los demócratas españoles», concluye.

En cuanto a las andanzas de Ginés Rovira, avanza: «Tengo intención de seguirlo. Creo que puedo sacar rendimiento al personaje, sin anclaje con casos reales».

Así lo esperamos sus felices lectores.

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