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Economía

Como Occidente no acabe con la carestía de pisos, la carestía de pisos acaba con Occidente

El precio de los pisos ha abierto una brecha entre los ricos urbanitas y el resto del país, ese mundo rural que percibe que el sistema está sesgado en su perjuicio.

Como Occidente no acabe con la carestía de pisos, la carestía de pisos acaba con Occidente

En 1987 una familia destinaba los ingresos de tres años a comprar un piso. Hoy necesita los de ocho años. | Europa Press

Los pisos están cada vez más caros. En todas partes. Sam Bowman, John Myers y Ben Southwood detallan en el blog Works in Progress que en Nueva York han subido el 706% desde 1980, en San Francisco el 932%, en Londres el 2.100%, en Sydney el 1.450%, en Irlanda el 800 %…

En nuestro país, en 1987 un hogar mediano destinaba según el Banco de España los ingresos de tres años a comprar una vivienda de 93 metros cuadrados. Hoy necesita los de ocho años.

Esta progresión resulta tanto más llamativa cuando se compara con el comportamiento de otros bienes y servicios. Los viajes, los ordenadores y los automóviles cuestan hoy la mitad que a finales de los 70, y no son los artículos que más se han abaratado. A partir de un viejo catálogo de Sears, el economista Don Boudreaux calcula que un empleado mediano necesitaba en 2013 tres veces menos horas de trabajo que en 1978 para adquirir una lavadora y 10 veces menos para comprar un televisor.

¿Por qué no ha sucedido lo mismo con las casas?

La obstinada realidad de Silicon Valley

Siempre ha habido lugares más prósperos que otros. Las llamadas «economías de aglomeración» hacen que la actividad se agrupe sectorialmente. La mayoría de las fábricas españolas de cerámica están localizadas en Castellón. ¿No sería más lógico que se dispersaran, para repartirse el mercado? No, porque para los clientes es más cómodo que estén juntas: así, si un establecimiento no les convence, se van al de al lado dando un paseo. A los empleadores también les resulta más fácil reclutar mano de obra cualificada y a la mano de obra cualificada, encontrar empleo. Lo mismo ocurre con los proveedores y los servicios auxiliares. Finalmente, la difusión de conocimiento es más rápida.

En principio, muchas de estas tendencias deberían haberse diluido con la llegada de internet. Después de todo, los clientes, los empleados y los proveedores están ahora a un clic de distancia. Y los productos consisten en análisis, aplicaciones o series de televisión que viajan por el ciberespacio, no por tren o carretera. ¿Qué más da donde estemos? Silicon Valley no debería existir y, sin embargo, es una obstinada realidad.

Una demanda disparada

La explicación son las externalidades del capital humano. Los avances disruptivos surgen en grandes hormigueros como la Ámsterdam del siglo XVII o el San Francisco actual, porque las personas aprendemos de nuestros pares. Nos enteramos de las novedades charlando en las cafeterías, en las reuniones, en las fiestas. «Hay mucha evidencia sociológica de que este es uno de los imanes de Silicon Valley», argumenta el profesor de Berkeley Enrico Moretti. «Estás cerca de gente que se mueve en las fronteras del conocimiento y con la que intercambias información constantemente: sobre las ofertas de trabajo, sobre lo que se hace, sobre lo que se investiga, sobre las tecnologías que se adoptan. Todo esto es fundamental».

Tan fundamental, que la fuerza gravitatoria se ha intensificado a niveles sin precedentes. «Cuando se analizan los principales campos [de la economía del conocimiento]», escribe Moretti en Econ Focus, «se aprecia una concentración de inventores asombrosa. En ciencia de la computación, las 10 primeras ciudades acaparan el 70% de […] las patentes. En semiconductores, es el 79% y, en biología y química, el 59%. […] Y esta cuota no ha hecho más que aumentar desde 1971».

Una oferta decreciente de pisos

El deseo de instalarse en uno de estos privilegiados polos de desarrollo ha provocado una demanda de vivienda nueva que no se ha visto acompañado desde el lado de la oferta. Al contrario. Para sacar adelante una promoción, en Occidente hay que sortear cada vez más barreras medioambientales y burocráticas.

Los defensores de estas trabas tienen seguramente muy buenos motivos, pero ¿han calibrado también las consecuencias? Porque Bowman et al enumeran varias, y muy graves.

La primera afecta a la movilidad. La carestía de la vivienda desincentiva la migración a la gran ciudad. Un limpiador que en los años 60 se mudaba a Nueva York desde Alabama ganaba un 84% más y, aunque parte de la mejora se le iba en un alquiler más alto, terminaba con una mejora neta del 70%. En 2010 todavía ganaba un 28% más, pero el coste de la vivienda se había disparado bastante más y, por tanto, no le compensaba desplazarse.

Lo mismo puede decirse de los fontaneros, los electricistas o los recepcionistas. Más y más profesionales se están quedando atrapados en regiones donde se ven forzados a competir por las escasos y mal pagadas vacantes disponibles.

El núcleo de la desigualdad

La segunda gran consecuencia tiene que ver con la distribución funcional de la renta. Thomas Piketty ha denunciado que, desde los años 80, una cuota creciente de la riqueza nacional ha sido captada por las rentas del capital, en detrimento de los salarios de los trabajadores. Lo que es menos conocido es que, al menos en Estados Unidos, una importante proporción de esas rentas del capital son plusvalías inmobiliarias, engordadas por el encarecimiento de los inmuebles, «un efecto particularmente intenso en los estados con la normativa de construcción más restrictiva».

La crispación que hemos visto enseñorearse por todo Occidente desde 2008 no es ajena a estos fenómenos. Como observaba The Economist hace un par de años, «la vivienda está detrás de algunos de los mayores conflictos de los últimos años. […] Los británicos que habitan áreas cuyos precios inmobiliarios están estancados tenían más probabilidades de apoyar el Brexit en 2016». Se está abriendo un cisma entre los relativamente prósperos urbanitas y los demás, ese mundo esencialmente rural (nuestra «España vaciada» o «la Francia de Le Pen») que percibe que el sistema está sesgado en su perjuicio.

Y no es la única brecha. Mientras los jóvenes retrasan su emancipación y malviven de empleos precarios con los que apenas cubren el alquiler, los mayores se han encontrado con que sus apartamentos valen varias veces lo que pagaron por ellos y, temerosos de que puedan devaluarse, se resisten a que se construya más.

Fecundidad, medio ambiente y salud

El artículo de Bowman et al repasa otras muchas consecuencias indeseables de la escasez de vivienda.

Por ejemplo, la fecundidad: cuanto más caro sale cada dormitorio extra, más improbable es que una familia crezca. En el Reino Unido, el precio de los pisos frustró en torno a 157.000 nacimientos entre 1996 y 2014.

Por ejemplo, el cambio climático. Las áreas más densamente pobladas de Nueva York, Filadelfia y Londres emiten mucho menos CO2 per cápita que los suburbios, donde necesitas el coche para todo.

Por ejemplo, la salud. La proporción de estadounidenses con sobrepeso ha pasado del 10% de 1960 al 35% actual, mientras se mantenía constante en Japón. Sin duda, influye la dieta, pero también la configuración urbana. Japón es mucho más tolerante con la edificación en altura, lo que repercute en la densidad del tráfico. Hay que pagar peajes para acceder al centro de las ciudades, las plazas de aparcamiento escasean y los peatones tienen prioridad. En Tokio apenas el 12% de los desplazamientos se realizan en vehículos particulares, frente al 85% de Los Ángeles. El resultado es que los tokiotas dan al día miles de pasos más que los angelinos.

Una salida democrática

Históricamente, el Estado se reservó la oferta de suelo para impedir que ávidos mercaderes lo acapararan para otros usos que no fueran la producción de alimentos. Ese peligro no existe ya (si es que en algún momento existió), pero persisten las restricciones que inspiró, aderezadas con nuevas limitaciones a la edificación en altura por razones de salud y medioambientales que, como hemos visto, son cuando menos cuestionables.

Bowman et al creen que ha llegado la hora de deshacerse de esta trasnochada cultura urbanística y proponen una salida democrática: dejar a los vecinos que decidan si desean o no un aumento en la densidad demográfica de sus barrios. Normalmente, votarían en contra, porque los beneficios de la operación se los apropiaría el promotor de turno, y por eso plantean que, además de instalar el típico buzón de sugerencias y celebrar una consulta, se comparta con ellos «una parte de la riqueza generada».

Quizás no sea la solución, dicen, pero el mensaje relevante de su artículo es que «la escasez de viviendas es el mayor desafío que afronta nuestra era y resolverlo debe convertirse en la máxima prioridad».

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