THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿De dónde viene el actual autoritarismo progresista? Parte I: ¿de los conservadores?

«El progresista aborda las prohibiciones con un enfoque emotivista: aquello que le da más penilla en cada circunstancia concreta es lo que le hace decidir qué prohibir y qué no»

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¿De dónde viene el actual autoritarismo progresista? Parte I: ¿de los conservadores?

M. Á. Francisco | Flickr

Ningún texto es eterno (salvo, según los musulmanes, el Corán, que al parecer habría existido en la mente de Alá con anterioridad a todo tiempo). Ahora bien, uno siente un especial temor de que queden obsoletos más pronto que tarde los párrafos iniciales de este artículo. Pues resultaría oportuno citar en ellos, al disponernos a hablar del autoritarismo progresista, algunas muestras recientes del mismo, que concedieran a este texto «actualidad». No obstante, cabría prever que esos ejemplos autoritarios quedaran enseguida sobrepasados por otro, y otro, y otro más, en el transcurso de apenas pocos días (o quizá horas). El modo en que la mentalidad progre o woke exige pleitesía no es solo cada vez más visible, sino también más acelerado.

Con todo, permítaseme citar al menos dos de las últimas exhibiciones de este mal a fecha de hoy, cuando media diciembre de 2020. Como bien ha detallado Ferran Toutain, afrontamos las navidades en medio del boicot del flamante libro de Abigail Shrier Irreversible Damage: The Transgender Craze Seducing Our Daughters. Ha sido retirado de la plataforma de libros electrónicos Kobo, de los almacenes Target (aunque más tarde esta cadena dio marcha atrás) y de Amazon EEUU (no así de Amazon España, aunque quién sabe por cuánto tiempo).

¿El pecado de esta obra? Denunciar un aumento exponencial del número de chicas a las que, entre los doce y los quince años, se somete a tratamientos de cambio de sexo, sin sopesar antes cuál podría ser el motivo de esa tendencia, si no habrá algo de contagio social en ello… y qué daños podría ocasionar en algunas menores tal falta de prudencia.

Otra víctima del ardor censor de nuestros progres ha estado a punto de ser un viejo conocido en tales lides: Jordan Peterson, recién recuperado de sus recientes afecciones.

No es que suponga, como decimos, algo insólito en la vida de este psicólogo: múltiples universidades o medios de comunicación ya lo habían boicoteado con anterioridad (sin que ello haya empecido lo más mínimo, por cierto, para que desde 2016 sea uno de los intelectuales más populares en plataformas como YouTube).

Lo novedoso de estos días, empero, es que los deseosos de acallar su voz eran los mismísimos empleados de la editorial donde ha publicado su exitoso volumen 12 reglas para la vida (3 millones de ventas en todo el mundo). Varios trabajadores de Penguin Random House, al parecer, rompieron a llorar al saber que su empresa tenía previsto sacar a la luz una secuela de tan popular libro, y anegaron con protestas los buzones de sus directivos. (Hay que reconocer, en todo caso, que estos han prestado tanta atención a tales lágrimas y tales quejas como si provinieran, respectivamente, de cocodrilos o cacatúas).

Y bien, ante estos y mil casos más de un progresismo que ha abandonado todo respeto a la libertad de expresión ajena (por no hablar de otras libertades), quizá sea interesante abordar una discusión que a menudo acompaña semejantes desmanes. ¿De dónde procede este autoritarismo progre tan típico de nuestra época? ¿Es un revival de los viejos autoritarismos del pasado (fascismo, comunismo…) pese a poseer, en principio, visibles diferencias con respecto a ellos? ¿Es una evolución (exagerada, pero en el fondo lógica) del viejo liberalismo? ¿O es más bien un puritanismo cuyos orígenes cabe rastrear hasta los conservadores de toda la vida?

Empecemos con esta última hipótesis. Es frecuente que cuando nuestros progres ansían prohibir cosas (libros, conferencias, películas, anuncios publicitarios, oficios…) se les acuse de ser una versión para hogaño de los puritanos de antaño.

«Neomonjas» es uno de los denuestos que se emplea para ello. «Neoinquisición», otro. Al modo en que Torquemada perseguía herejes del catolicismo, nuestros progresistas acosarían a los disidentes de su izquierdismo empático, cool. Al modo en que la Iglesia romana publicó un Índice de libros prohibidos, nuestros progres avisarían también a las grandes librerías de qué libros dañarán irreversibles las almas de sus pobres compradores. E incluso incitarán a quemarlos. Todo ello con la complicidad de tales megacorporaciones; las cuales, en desvelo por la salud moral de toda la humanidad, accederían a boicotear tan nocivas obras: una muestra más de ese capitalismo moralista, hoy frecuente, que ya hemos explicado en The Objective.

¿Es correcto, pues, ver a Amazon como una nueva reina Victoria cuando excluye de su plataforma el documental What Killed Michael Brown?, de Shelby Steele, porque muestra el famoso tiroteo de Ferguson en 2014 de un modo que no gusta a Black Lives Matter? ¿Representa Irene Montero la señorita Rottenmeier de nuestros días cuando hostiga la publicidad en que aparezcan mujeres de indumentaria desinhibida? Creo que las aparentes similitudes no deberían confundirnos.

Como ha explicado ya Ricardo Calleja en otro artículo de este diario, los conservadores, sí, están dispuestos a vetar la difusión de ideas o prácticas que consideran perniciosas. Pero, al menos, cuando los conservadores prohíben, lo hacen de un modo más o menos coherente. 

Por ejemplo, un conservador sentirá la tendencia a prohibir la pornografía, la prostitución, las operaciones de cambio de sexo en la pubertad o los abortos; considerará que todas esas cosas estropean las vidas de aquellos que las practican. El conservador tiene cierta imagen de lo que es una vida bien hecha; esa imagen incluye lo sexual (los conservadores no son eunucos), pero no cualquier cosa sexual. Se trata además de una idea que nos convencerá o no, pero que al menos es coherente: pornografía, prostitución, cambios de sexo en menores o abortos no responden a aquello para lo que está destinada la sexualidad humana (que es, según muchos conservadores, el amor de pareja o la procreación). Y por ello deben desincentivarse (o incluso, si no resulta peor el remedio que la enfermedad, prohibirse).

Por el contrario, el afán progresista por prohibir carece de esa coherencia. Miremos la prostitución: se incide en cómo esta perpetúa la dominación del hombre sobre la mujer, pero entonces ¿qué ocurre con la prostitución masculina? ¿Son oprimidos gigolós o chaperos por sus clientes? Si es así, ¿por qué rara vez se suscita este asunto? O ¿no serán los prostitutos los que opriman a sus clientas, si es que la mujer es siempre el lado débil para cierto feminismo progresista? Pero, entonces, ¿castigamos siempre a los varones, tanto cuando pagan como cuando son pagados durante la prostitución?

La cosa se complica si miramos hacia el aborto o los cambios de sexo; el progresista da por supuesto que una adolescente posee ahí responsabilidad suficiente para decidir qué hacer con su cuerpo: quitarle vida a un feto o bloquear con hormonas su propio desarrollo sexual. Ahora bien, ¿cómo es posible que una menor tenga ya capacidad para decidir todas esas cosas tan serias, pero en cambio, no solo antes de los 18 años, sino incluso cuando esa misma chica cumpla 25 o 40, no se la considere libre como para dedicarse, si así lo desea, a la prostitución de lujo? ¿Es dueña o no es dueña de lo que desee hacer con su cuerpo? ¿Lo es solo para algunas cosas y otras no? ¿Por qué? ¿En qué cosas debe pedir permiso a un progre para realizarse (como prostituta o estrella de OnlyFans) y en qué cosas nadie puede decirle nada (como abortar)?

Estas contradicciones proceden, al final, de algo que marca la diferencia entre conservadores y progres, pese a sus aparentes parecidos. El progresista aborda las prohibiciones con un enfoque emotivista: aquello que le da más penilla en cada circunstancia concreta (la chica que desea abortar, la prostituta, la adolescente que siente que su cuerpo no es del sexo adecuado) es lo que le hace decidir qué prohibir y qué no. Su máquina de prohibir se mueve con un combustible emotivo, sensiblero: la compasión que, fácil, surge en él.

Los conservadores, sin embargo, adoptan un enfoque más racional. De hecho, para ellos la vida humana tiene una razón de ser, un sentido (si nos queremos poner griegos: un télos). Juzgarán las acciones en función de si algo favorece o no esa razón por la que estamos vivos. (Por ejemplo: ser buenos padres, o buenos esposos, o buenos amigos). Naturalmente, quien no sea conservador pensará que esa razón para organizar nuestra vida no es una razón verdadera; o diferentes conservadores verán razones diferentes como el fundamento de nuestra moral. Pero al menos cada uno será coherente con ese sentido que (acertadamente o no) le ve a la vida.

Resulta, en suma, más ofuscador que luminoso etiquetar a los progresistas como una simple modalidad, o una herencia, de los conservadores. ¿Qué ocurre entonces con los marxistas o los liberales, cabe detectar en ellos un antecedente de las manías progres de hoy en día? No son pocos los autores que lo han visto así.

Y nosotros también lo sopesaremos, pero en próximas entregas de este artículo que, como muchas otras cosas interesantes, el amigo lector podrá leer en The Objective de aquí a algunas semanas. Tenga en tanto unas navidades conservadoras, esto es, disfrute en ellas de aquel télos para el que están hechas: para una cierta felicidad.

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