THE OBJECTIVE
Félix Ovejero

Los indultos y la racionalidad del nacionalismo

«En esas condiciones, si ustedes fueran independentistas y les dan la razón, qué harían. Pues sí, lo de ETA, subir el precio»

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Los indultos y la racionalidad del nacionalismo

Cuántas risas nos hemos echado a cuenta del nacionalismo, que si Colón y Teresa de Jesús eran catalanes; que si el Quijote estaba escrito en catalán; que si la montaña de la Gioconda es Montserrat; que si ciento treinta y dos presidentes.  Seguro que recuerdan  las muchas bromas que circulaban hace unos años a cuenta del «se rompe España». Todavía me acuerdo. Era cuando Zapatero. Las conversaciones se acallaban como el «ya ves, hay un nuevo Estatuto y no se ha roto España». El chiste no tenía ninguna gracia, sobre todo en boca de quienes proclamaban su propósito de romper España. Tampoco a ellos les gustaba que les recordaran la trampa que lo sostenía: la ruptura se asociaba a la imagen de un vaso cuando cae, discontinua, como un salto cuántico, si me permiten; no se contemplaban otras rupturas, más lentas, paso a paso, como la de una soga que se deshilacha o la de una relación amorosa o fraterna que se extingue.

Un día descubrimos que lo de romper España no era una broma y, desde entonces, el chiste ya no circula tanto. Ayudó mucho el intento, bien real, de quebrar nuestra comunidad política en el otoño del 2017. Algunos entonces se cayeron del guindo. Lo sorprendente fue su sorpresa: era el objetivo largamente anunciado de unas organizaciones políticas cuyo proyecto explícito consiste en desmontar nuestra comunidad de ciudadanos. Y nos los habíamos tomado  a broma. Un error muy serio.

No hay que minusvalorar al nacionalismo. No vale el expediente de descalificarlo por irracional. Si por irracional entendemos inmoral, sin duda, el nacionalismo es irracional. Pero la irracionalidad en los objetivos no implica la irracionalidad en los procedimientos. No confundamos: en los procedimientos el nacionalismo es muy racional. Olvidar esa circunstancia nos ha complicado mucho las cosas. Permítanme mostrar su racionalidad  –mejor dicho, la incomprensión de su racionalidad– con dos guiones mentales  que inspiraron muchos enfoques como los que se abordó una variante del nacionalismo, la terrorista. Para ilustrarlos me serviré de dos fórmulas que se escuchaban mucho en los últimos años de ETA: «no nos podemos creer a ETA; si matan, cómo no van a mentir» y «el terrorismo es irracional; no tiene sentido intentar entenderlo». Una aclaración, no sea qué: no estoy diciendo que el nacionalismo sea terrorista, aunque nadie negará que el terrorismo de ETA era independentista. Como tampoco negará que no se siente comprometido con el respeto a las reglas del juego, comenzando por la fundamental, la Constitución.

Zapatero recurrió mucho a la primera fórmula cuando los terroristas revelaron las reuniones de dirigentes del PSOE con la banda, incluidas las realizadas a espaldas del gobierno de Aznar (violando con ello el pacto antiterrorista que el propio secretario general de los socialistas había propiciado). También esta vez Zapatero se engañaba o nos engañaba. Cualquiera que haya visto una película de mafiosos sabe que matar no implica mentir. Y es que para que resulten eficaces, las amenazas de muerte han de resultar creíbles. Los asesinos profesionales son gente de palabra. Les va el negocio.  Es la función última de la venganza, tan irracional a primera vista. La venganza, como tal, no parece tener sentido: penaliza un agravio que, por pasado, resulta irreparable. Pero transmite señales importantes: pase lo que pase, el castigo caerá sobre ti. Por eso existe el servicio de protección de testigos. Cuando ETA exigía el impuesto revolucionario había que tomarse sus amenazas en serio. Su palabra iba a misa.

El otro ejemplo («el terrorismo es irracional y no cabe entenderlo») era el supuesto de fondo de una argumentación que se repetía para descalificar a quienes se oponían a las concesiones.  Recuerden aquel infame «dialoguen» de  Gemma Nierga cuando asesinaron a Ernest Lluch. Un verdadero incentivo para que ETA siguiera asesinando: si un muerto es un argumento para «dialogar», mejor dos argumentos. Cualquiera con conocimientos elementales de racionalidad estratégica lo sabía. Y también sabía lo que había que hacer, lo mismo que se había hecho en su día con los secuestradores de aviones: transmitir el mensaje de que no se recibía el mensaje. ETA no mataba por crueldad o sadismo, porque sus militantes estuvieran locos. Mataba para conseguir sus objetivos nacionalistas. Y solo mientras sirviera para ello seguiría matando. Si recibía el mensaje de que nada podía conseguir, de que, al revés, las penas serían mayores e irreversibles, se lo pensaría. No se hacen exigencias a un muro. Pero para entender eso había que abandonar la retórica de la irracionalidad de ETA. Al contrario, había que asumir que estábamos ante un agente racional que actuaría de acuerdo con lo que nosotros hiciéramos.

Vale la pena recordar estas elementales lecciones a la hora de entender el marco mental que inspira los tratos del Gobierno con el independentismo, el que explica los indultos. Mi conjetura es muy modesta: de nuevo un Gobierno de España se olvida de que está ante agentes racionales, muy racionales.  No otra cosa hace cuando «para desinflamar» —por utilizar un verbo hoy en desuso– realiza concesiones. El relato lo ha escuchado estos días: «el indulto es el un camino para recuperar el diálogo». Reparen en el inquietante trasfondo: nos olvidamos de las sentencias judiciales y ustedes se olvidan de insistir en los delitos. Esto es, la ley y la justicia equiparadas al delito. Peor, la justicia se equipara a la venganza. Y quien dice la justicia dice el Estado de derecho. Exactamente el mensaje que utilizaron quienes se saltaron la ley para defender que volverán a hacerlo. En breve: los golpistas tienen razón;  nosotros nos equivocamos y por eso pedimos disculpas.

En esas condiciones, si ustedes fueran independentistas y les dan la razón, qué harían. Pues sí, lo de ETA, subir el precio. Les dan la razón y les retribuyen para que no suban las apuestas (incluso sin exigirles compromiso alguno). Si para apaciguarme, pidiendo diez me dan siete,  pediré doce, que seguro que me dan nueve. Hasta la próxima partida.  Nadie se apea de una apuesta en la que siempre gana. Si el dilema es la independencia o algo a cambio de la independencia, que es un paso hacia la independencia, ya sabemos quién gana la partida y cómo termina la historia. Sobre todo cuando uno de los jugadores te ha dicho que no esperes lealtad, que su objetivo es romper contigo y que tus intereses te traen sin cuidado. Todo eso es de primero de teoría de juegos. También que el único modo de acabar con esa inexorable dinámica, que nos ha conducido hasta donde estamos, consiste en hacerle saber al otro que, mientras no respete las reglas, nadie atenderá sus demandas. Hay que cambiar de juego: el  nacionalismo ha de saber que también pueda perder, que según las acciones que realice, los premios se mudan en penalizaciones. Cambiar el pay off, que dicen lo economistas.  El imperio de la ley.

Pero, claro, para eso tenemos que asumir que el nacionalismo, inmoral en sus objetivos, es profundamente racional en sus procedimientos. Los críos creen que cuando se tapan los ojos desaparecen las realidades ingratas ocultas detrás de sus manos. Eso es lo que hemos hecho durante muchos años en los que el nacionalismo ha ido apuntalando sus conquistas.  Cada una de las cuales es una derrota de quienes están comprometidos con las instituciones democráticas.  Y en eso está ahora mismo. Por eso mismo sostiene al Gobierno de Estado, porque, a su entender, les conviene para su objetivo de destruir el Estado. Qué alguien ate esa mosca por el rabo. Suena a broma, pero da poca risa.

Solo si nos tomamos en serio la racionalidad del nacionalismo evitaremos volver a lo de siempre. Esta vez sí que «habremos intentado algo nuevo».

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