THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Los monstruos que nos habitan

El arte se puede construir sobre el miedo, pero no ese espacio de libertad que llamamos civilización

Opinión
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Los monstruos que nos habitan

Al inicio de la vieja serie documental de la BBC Civilisation, el historiador Kenneth Clark compara dos piezas de arte: un mascarón de proa vikingo, con sus fauces de dragón, y el rostro hermoso y terso del Apolo de Belvedere. Uno representa el miedo y la oscuridad; el otro, la armonía de la perfección divina reflejada en un cuerpo humano. “¿Qué es la civilización?”, se pregunta Clark. La respuesta es que no el arte exactamente, ni el estilo, ni tampoco la expresión descarnada –auténtica, se diría hoy– de los instintos. El arte se puede construir sobre el miedo, al igual que una sociedad; pero no ese espacio de libertad que llamamos civilización. “El primer enemigo de la civilización –sostiene el historiador británico– es el miedo: el miedo a la guerra, a las plagas…; los miedos que sencillamente nos hacen creer que no vale la pena construir casas o plantar árboles o… Y luego el aburrimiento, que se traduce en un sentimiento de desesperanza. La civilización requiere, ante todo, confianza en la sociedad en la que uno vive; confianza en sus creencias, en su sistema filosófico, en sus leyes, en las propias habilidades intelectuales. La civilización requiere energía, disciplina, leyes, orden”.

Si miramos hoy nuestro mundo, podremos constatar de dónde proceden las grandes reservas de confianza, autoestima, energía disciplinada y orden; y ese lugar ya no es de Occidente. La Europa del brexit[contexto id=»381725″] es la que se recluye con temor ante los retos del futuro y se muestra incapaz de pensarse a sí misma no solo en lo que tiene de ejemplar. Frente a ello, el miedo a la globalización, a los flujos migratorios incontrolados, a la brecha social que se agranda, a la burocratización de la vida como una arterioesclerosis de la libertad, a la fragilidad del dinero que no actúa como una reserva de ahorro y riqueza; el miedo, en definitiva, al futuro de una sociedad sin hijos. Al perdernos a nosotros mismos, perdemos también el ímpetu de la civilización. Permanece la cultura, claro está, pero no su excelencia: esa serie de virtudes que nos protegen de los monstruos que nos habitan.

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