THE OBJECTIVE
Manuel Pimentel

Somos digitales, no globales... y entramos en guerra

«La dinámica de globalización quebró en 2018 y el mundo que nació entonces ya no sería global, estaría conformado por grandes bloques»

Opinión
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Somos digitales, no globales… y entramos en guerra

Vladimir Putin. | Mikhael Klimentyev/Kremlin Pool (Zuma Press)

Predecir el futuro, por definición, resulta del todo imposible, como la realidad se encarga de mostrarnos una vez tras otra. Así es. Pero, al menos, en lo que se conoce como ondas largas, sí que podemos realizar aproximaciones sucesivas a los escenarios que nos aguardan en el devenir próximo. Las dinámicas históricas mantienen un cierto hilo conductor que permite, groseramente, establecer un relato explicativo de lo que sucedió en el pasado, así como un augurio predictivo de lo por venir, al menos en sus grandes rasgos. 

Durante décadas, dos conceptos trenzaron la sirga de la historia reciente. La globalización y la transformación digital. Al menos, así fue hasta ahora, porque el mundo ya no es como el que conocimos estas décadas atrás, como veremos en estas líneas. Merece la pena que volvamos nuestros ojos para repasar someramente lo acontecido, porque de aquellos polvos, estos lodos de hoy. La década de los 90, tras la caída del Muro de Berlín y el hundimiento de la URSS, abrió paso libre a las dos fuerzas transformadoras mencionadas, que han configurado en gran parte el mundo actual: la globalización, por una parte, y lo que entonces denominábamos revolución tecnológica, por otra. Tras la proclamación del fin de la historia por Fukuyama, se entendió que las ideas y los modelos occidentales se extenderían por el mundo entero, libre de fronteras ni restricciones. La globalización generó un movimiento en contra denominado antiglobalización, donde se agruparon los que denunciaban que esta dinámica acentuaría las diferencias económicas entre los países ricos y los pobres. Se equivocaron. De hecho, ocurrió exactamente lo contrario. La deslocalización industrial permitió el rápido crecimiento de países hasta entonces empobrecidos, hasta el punto del nacimiento de los tigres asiáticos y de una nueva superpotencia, la China poderosa que hoy conocemos… y tememos. 

Los excesos financieros e inmobiliarios de los inicios del nuevo milenio causaron la Gran Recesión de 2008, un descalabro económico que nos afectó durante toda una década. Fue precisamente en 2018, mientras comenzábamos a levantar cabeza, cuando nos percatamos de que el mundo que nos rodeaba ya no era como el que habíamos dejado apenas una década atrás. La economía y el poder occidental habían retrocedido frente al empuje de nuevos actores, muy especialmente el gigante chino, que, sabedor de su fortaleza, iniciaba su expansión exterior para garantizar mercados y, sobre todo, materias primas. De repente, merced a la globalización, EEUU se descubrió retado en su liderazgo internacional por un viejo país que hasta los 80 del siglo pasado aún se revolcaba en la pobreza y el aislamiento. 30 años de globalización bastaron para crear un escenario internacional inédito. Si a mediados del XX, EEUU y la URSS rivalizaron en la Guerra Fría, en la actualidad, en la segunda década del XXI, USA y China se enzarzan en una nueva guerra ¿fría? de la que ya apreciamos el estruendo sordo de sus primeros embates.

Estados Unidos, al comprender que las dinámicas globalizadoras que ellos mismos habían impulsado debilitaban su poder, decidió cambiar las reglas de juego. De impulsar los mercados abiertos, comenzó a restringirlos mediante aranceles y aduanas. Recuerdo la extrañeza que nos produjo la transformación de nuestro paladín liberal hasta convertirse en un impulsor del proteccionismo, y no solo frente a China, sino también con respecto a la propia Europa, como bien padecieron en carne propia, entre otros, nuestros exportadores de aceituna de mesa. Cuando el presidente Trump tuiteaba sus amenazas a unos y otros, no se trataba de un hecho individual, sino que detrás de todos sus exabruptos se encontraba el nuevo rumbo geopolítico dictaminado por la inteligencia norteamericana, como pudimos ir comprobando en papers y reflexiones de think-tanks serios e influyentes. La globalización, tal y como la habíamos conocido hasta ese momento, debía finalizar. Comenzaba una guerra aduanera de baja intensidad contra China, bajo la excusa de la defensa de los obreros americanos. Pero, en verdad, lo que comenzaba a jugarse era la hegemonía mundial. Algunas de las mayores empresas tecnológicas chinas, como Huawei, fueron acusadas de espionaje, decretándose un boicot comercial contra ella. Fueron los primeros episodios conocidos de una guerra subterránea que no ha hecho sino recrudecerse desde aquel 2018 en el que abrimos los ojos ante el nuevo mundo que se avecinaba.

Mientras todo esto ocurría, Rusia se rearmaba moral, económica y militarmente, reclamaba su papel como potencia internacional, tal y como vimos en Siria o en los complejos e interminables conflictos del Cáucaso, aunque alicortada a una geografía regional. Quiere pero no puede, su papel tendrá que ser de comparsa de uno de los dos gigantes que competirán por el dominio del planeta y ya sabemos por qué lado se decantará.

La dinámica de globalización quebró en 2018 y el mundo que nació entonces ya no sería global, estaría conformado por grandes bloques de interconexión diversa que aún se están constituyendo. Hasta 2018 la economía mundial se regía por unas reglas que, de repente, saltaron por los aires. La globalización, en su vertiente económica-teórica, ha finalizado y nos adentramos a construir un mundo semiglobal, articulado en grandes bloques que desconfían entre sí y que se impondrán restricciones al comercio y a la tecnología. El equilibrio anterior se rompió y viviremos, al menos, un lustro más de desequilibrio hasta que se el nuevo marco se asiente. Los actuales problemas que sufre el comercio internacional, como encarecimiento y desabastecimiento, además de por causas sanitarias derivadas de la covid, se deben a estos desequilibrios, que no tenderán a remitir a corto ni a medio plazo, sino que, por el contrario, se incrementarán.

¿Qué puede significar esta nueva realidad para nuestra economía? Como parte positiva, el retorno de alguna de las actividades productivas que emigraron. Si antes sufrimos la deslocalización industrial, ahora –en determinadas actividades– conoceremos la relocalización industrial. Como parte negativa, el encarecimiento de productos y consumos, lo que se traducirá en una inflación estructural, que no coyuntural. Y ya sabemos que la inflación castiga precisamente a los menos favorecidos económicamente. Mientras la nueva situación se ajusta, la economía productiva va a sufrir fuertes desequilibrios que generará un hondo malestar social. Ayer los microchips, hoy el transporte y el combustible, mañana… ¿quién sabe? 

Y mientras la globalización se desvanece, la economía digital se acelera hasta condicionar por completo nuestras vidas, como vector destacadísimo de la transformación social, política y económica de la nueva humanidad que conformamos. No sabemos lo que el futuro nos deparará, pero sí que sabemos que seremos menos globales y mucho más digitales. Y aquí no nos equivocaremos.

Pero nunca olvidemos que, tras las trincheras económicas, se comienza a librar la verdadera guerra que hará temblar al mundo. No caben dos gallos en el mismo corral y el mundo es demasiado pequeño para dos superpotencias. Marcarán terreno primero, para combatirse –de distintas maneras y en diferente grado– después. Así fue siempre y así siempre será. Enmarque en esta dinámica lo que ahora acontece en Ucrania y no se equivocará. Por cierto, vamos a derrotar a Putin y querremos además que se note. Pero se trata tan solo de una pequeña batalla de la larga guerra por venir. Las cartas se están repartiendo. Ya hemos visto, por ejemplo, lo nuestro con el Sáhara, lo de Israel con Emiratos, Egipto y Marruecos, todos ellos movimientos de encaje en el nuevo sudoku geopolítico que nace ante nuestras narices. Relájese y prepárese a disfrutar del gran y cruel espectáculo del rearme mundial. Que la historia no se detiene y su viento nos azotará el rostro y hará temblar la choza de nuestras convicciones y militancias.

Nadie sabe cómo será el futuro, es cierto. Pero algo sí que conocemos con poco margen de error. Que somos crecientemente digitales, que ya no globales y que entramos en una guerra que ya llama a nuestras puertas. Quien tenga ojos para ver que vea.

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