THE OBJECTIVE
Antonio Caño

La crisis de la monarquía parlamentaria

«Nuestro modelo ha ido progresivamente oscilando hacia un presidencialismo que relega a la Monarquía y al Parlamento a un papel secundario»

Opinión
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La crisis de la monarquía parlamentaria

Pedro Sánchez durante una intervención en el Congreso. | Europa Press

El Congreso de los Diputados será escenario mañana de una charlotada política. Sin desmerecer a Ramón Tamames ni a los votantes de Vox, hay que decir que los dirigentes de ese partido han decidido utilizar la tribuna más importante de nuestra democracia para ganar la notoriedad que no consiguen mediante sus propuestas como parlamentarios. Afortunadamente, es una iniciativa condenada al fracaso, ya que, de triunfar, sólo serviría para condenar al país a un desconcierto mayor aún del que ya padecemos.

Este último golpe a la reputación y la credibilidad del Congreso no llega de repente y como una anormalidad dentro del buen funcionamiento de un sistema eficaz y respetado. Por el contrario, se produce después de varios años en los que nuestro modelo de monarquía parlamentaria ha ido progresivamente oscilando hacia un disimulado presidencialismo que relega a la Monarquía y al Parlamento a un papel secundario, cuando no irrelevante.

El Gobierno ha evitado un verdadero debate parlamentario de todas las iniciativas políticas más controvertidas de los últimos meses, incluida la asistencia militar al Gobierno de Ucrania, lo que convierte técnicamente a España en posible objetivo militar, o una ley de tanta trascendencia que permite a cualquier hombre declararse mujer y viceversa. Pedro Sánchez ha preferido gobernar por decreto y ha batido todos los récords de esta democracia en el recurso a un instrumento legislativo que debía ser excepcional.

«Queda patente que el Congreso se ha convertido en un incómodo trámite que el Gobierno cumple con desgana y sin respeto institucional»

El presidente del Gobierno ni siquiera se molestó en votar una ley, la del sólo sí es sí, que ha causado una enorme alarma social. La presidenta del Congreso no ha creído necesario respetar el formalismo de decidir y anunciar las fechas de la moción de censura que mañana se presenta. O, peor aún, tal vez las conoció por la prensa.

Un día tras otro queda patente que el Congreso se ha convertido en un incómodo trámite que el Gobierno cumple con desgana y sin respeto institucional. Las sesiones de control de los miércoles son una reiterada violación del deber constitucional del Gobierno de rendir cuentas. Como en un mitin cualquiera, el presidente y sus ministros actúan como controladores de la oposición, sin esforzarse siquiera en dar la apariencia de responder a lo que se les pregunta.

El caso del Tito Berni, no sólo ha servido para revelar que tal vez el edificio del Congreso se utilizaba para los chanchullos personales de algún diputado, sino que nos ha recordado a todos que los escaños desde los que se deciden las leyes que nos gobiernan están ocupados por personajes anónimos cuya única tarea consiste en apretar el botón como y cuando lo decida su jefe de turno. No se creará una comisión de investigación en el Congreso sobre ese caso porque los políticos admiten sin rubor que una investigación del Congreso no sirve para nada, entre otras cosas, porque nadie se la toma en serio.

Es verdad que muchos de estos males vienen de lejos. Este no es el primer Gobierno que responde con evasivas en las sesiones de control ni estos son los primeros diputados autómatas que sirven a su líder en lugar de a sus votantes. En nuestra ley electoral pueden estar algunos de los males originales de nuestro sistema parlamentario, que se ha ido degradando poco a poco a falta de reformas que lo revitalizaran.

Pero nunca antes el descrédito del Congreso había alcanzado niveles semejantes porque nunca antes habíamos conocido un líder partidista con un dominio tan absoluto sobre su Gobierno y su grupo parlamentario. Los debates internos en los partidos redundaban antes en la exposición pública de distintas ideas y éstas provocaban, a su vez, tensiones dentro de las bancadas parlamentarias correspondientes, que solían contenerse y resolverse, pero obligaban al menos a negociaciones que enriquecían la vida parlamentaria. Le fue difícil a Alfredo Pérez Rubalcaba conseguir el respaldo del grupo socialista a la fórmula legal que se encontró para facilitar la abdicación del Rey Juan Carlos I.

Es sabido que, finalmente, aquello se consiguió porque entonces la Corona era considerada por la izquierda una pieza básica de nuestra arquitectura democrática. Tengo dudas de que hoy la consideración siga siendo la misma en ese lado del espectro político. En todo caso, nunca como ahora se había apreciado un empeño tan manifiesto desde la cúspide de un poder ejecutivo de la izquierda por ocupar espacios que antes correspondían a la jefatura del Estado.

Eso es grave porque tiende a hacer la Corona más decorativa, menos útil, y la utilidad ha sido desde el comienzo de nuestra democracia una de las razones fundamentales en las que se ha basado la monarquía. Sin embargo, aún más grave resulta el hecho de que, al debilitarse el papel del legislativo, cobra fuerza en nuestro sistema el papel del jefe del Gobierno, quien, además, por voluntad de nuestros padres fundadores, recibe el nombre de Presidente. Su función, en realidad, es la de un primer ministro, pero cuando quien ocupa ese cargo se siente por encima del Parlamento, tanto que no se considera obligado a dar explicaciones y ni siquiera a votar, tal vez es que empieza a creerse de verdad un Presidente.

Hay democracias presidencialistas muy reputadas, pero nuestro sistema es el de una monarquía parlamentaria, y ambas cosas, la Monarquía y el Parlamento, deben tener reconocimiento, respeto y utilidad para que el país pueda gozar de una democracia saludable. 

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