Pocos demonios son tan familiares como los demonios de la otredad: porque con los otros tenemos que convivir. Salta a la vista, sin embargo, que las sociedades europeas viven estos meses la reaparición de un tipo particular de otredad, representada no por quienes viven entre nosotros, sino por quienes aspiran a hacerlo en busca de una vida mejor. Es una otredad imaginaria, desmentida sin ambages por antropólogos y genetistas, que sin embargo produce efectos políticos reales. Porque no son ficticios los mecanismos psicobiológicos que saturan afectivamente nuestra percepción del otro: la historia de la xenofobia se ha escrito sobre los renglones torcidos de un rasgo evolutivo que nos empuja a colaborar con los miembros de nuestro grupo y competir con sus presuntos enemigos. De esa disposición atávica se aprovechan los actores políticos que agitan el fantasma de la islamofobia o alertan contra la contaminación cultural de las viejas tradiciones nacionales: en Italia, Estados Unidos, Hungría, Cataluña. De modo que si queremos evitar que la crisis migratoria se lleve por delante el proyecto europeo, el realismo es el primer mandamiento: ninguna apelación lírica a la coexistencia fraterna logrará persuadir a quienes aplauden la idea de elaborar un censo para gitanos.