Dice Gregorio Luri (Azagra, 1955) en El amparo de las sombras (La isla de Siltolá) que la aforística es una suerte de taxidermia y que el aforista, como el vivisector, mata lo que intenta comprender. Incurre el escritor navarro en la socorrida captatio benevolentiae, cortesía que en estos casos suele ser de rigor, pero miente. Porque este libro luminoso, tan instructivo como desafiante, más que digno heredero del excelente Aforismos que nunca contaré a mis hijos (2015), rebosa de vida. Nadie busque aquí arcoíris destejidos ni mariposas clavadas en alfileres. Se trata de una inteligencia en marcha que agarra de los hombros al lector y lo zarandea, con la insolencia del tábano escandaloso que aguijoneaba las grupas del Ática en los buenos viejos tiempos de la filosofía. Que estos seis pildorazos sirvan de muestra.