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Sociedad

Las ninjas del ultramarinos

A un ultramarinos se va a comprar, pero sobre todo a participar en la tertulia. Además, hay un gran respeto al orden y la ley que guardan con celo sus ninjas.

Las ninjas del ultramarinos

Cuando estaba en la universidad me pasaba los veranos trabajando en el ultramarinos de mi tía, en mi pueblo, en la provincia de Cuenca. La mayor parte de la clientela eran mujeres y, dependiendo de la hora, si coincidía con trabajo o niños, la media de edad de mis clientas superaba de largo los setenta años.

Durante aquel tiempo en mi entorno me preguntaban si no prefería dedicar mi verano “a trabajar de lo mío”, es decir, a hacer prácticas en algún medio local donde nadie me tutoraba. “Ya estoy trabajando en lo mío”, respondía. Y era verdad. Aquella tienda tenía más periodismo que muchas redacciones en las que he trabajado después. Exclusivas, fuentes trabajadas, reportajes en profundidad, columnas de opinión, fakenews y fact-checking.

Mis clientas iban allí a comprar, claro, pero sobre todo les gustaba la tienda de mi tía porque allí pegaban la hebra. Iban a contarse la vida y a hacerme público de una mesa de tertulia que ya quisiera Atresmedia. Comenzaban con internacional, es decir, la información sobre lo de fuera; luego daban paso a nacional, que era lo de aquí, lo del pueblo, aportando testigos directos. Y si el tema tenía que ver con sanidad, tenían verdadera maestría en el periodismo gonzo. A la crónica negra le dedicaban unos especiales que harían poner los ojos en blanco de gusto a la mismísima Susanna Griso, y había, por supuesto, espacio para la información rosa, que casi siempre tenía dos vertientes: la programación Vanity Fair, es decir, “especial bodas del pueblo”, o la programación Sálvame, que tenía como protagonistas los divorcios o trifulcas familiares de la que acababa de salir de la tienda, excepto si ésta quería hacer declaraciones, que entonces era ella misma quien sacaba el tema y una vez cruzaba la puerta, el elenco de tertulianas hacía el correspondiente análisis informativo.

Las ninjas del ultramarinos 1
‘Comestibles Mari’, foto de la época por Inma Garrido.

En la tienda de mi tía no teníamos maquinita del turno ni falta que hacía, porque allí no se colaba nadie a no ser que tuviera una excusa importante. Había tres motivos de bula para no guardar la vez: llevar puesto el uniforme del trabajo (la bata de boatiné y el pijama debajo no lo considerábamos uniforme laboral sino ‘casual outfit’). El uniforme tenía que demostrar que perteneces a un gremio que se ensucia y por tanto trabaja mucho, como pintor, albañil o agricultor. A estas personas, generalmente hombres, les dejaban pasar porque la compra sería algo para el almuerzo: casi siempre un poco de fiambre y una litrona fría. El segundo argumento inquebrantable era “tengo al chico solo”. Con estas cuatro palabras se abrían las aguas. Esa frase era embarque prioritario. Pero, amigos, el privilegio tiene tasa, así que muy probablemente la sección rosa empezaría por ella.

Y había una tercera excepción que no necesitaba justificante ante ‘El Tribunal de la Vez’. Era ser “forastero”, pero forastero de ese día, si te veían dos veces por allí ya te empadronaban en la friend zone y por tanto esperabas turno. La primera vez que entró un forastero trabajando yo allí, tres de mis clientas más veteranas estaban en la tienda. Cuando llegó el hombre se callaron al mismo tiempo y una me dijo: “Despacha. Despáchalo a él. Nosotras no tenemos prisa”.

Todo el mundo sabe que una jubilada no ve un mostrador sino un deadline, y cuanto más cerca lo tiene más prisa le entra. A toda señora de bien cuando guarda cola le viene de golpe todo el ansia de la productividad, así que yo no daba crédito a lo que estaba escuchando. Tres clientas sin prisa. Y lo más sorprendente, lo decidió una por todas y ninguna impugnó.

El forastero avanzó hacia el mostrador y comenzó a relatarme su lista de la compra. Por el rabillo del ojo vi que las clientas eran tres peones moviéndose para que nadie tocase a su rey que era yo. No sabía a qué estaban jugando estas diosas del ajedrez, pero ahí estaban las hermanas Polgár moviendo ficha. En silencio. Una se quedó en la puerta y las otras dos un poco más adelantadas. Las tres detrás del forastero. Calladas. Sin quitarle ojo. Con los brazos así cruzados como la reina de Inglaterra mientras aguantaban con una mano la bolsa para el pan y con la otra hacían sonar las llaves. Mandándole un mensaje clarito: seguían ahí y estaban armadas.

Cuando el hombre acabó de hacer su compra, la que custodiaba la puerta le abrió con una sonrisa entrañable y siguieron en silencio hasta que lo vieron desaparecer. Entonces la portavoz anunció: “Nos hemos quedado aquí no sea que te hiciera algo”. Iban a defenderme tres señoras de ochenta años. Tres octogenarias ninja. Aquella escena se repitió más veces. Cambiaba el forastero, cambiaban las ninjas, pero el código era el mismo y yo lo acaté.

Pasaron los años y dejé de trabajar en aquella tienda que también con el tiempo cerró. Algunas de mis ninjas ya no están y yo ahora vivo en Andalucía donde, por suerte, aún quedan ultramarinos como el de mi tía con clientela y costumbres similares. Ahora la forastera soy yo. Así que cuando entro en uno de estos establecimientos y oigo aquello de “despacha. Despáchala a ella, nosotras no tenemos prisa” me acuerdo de las ninjas del ultramarinos de mi tía. Avanzo muy despacio, pongo las manos en el mostrador y nunca, nunca saco el monedero con gestos bruscos. Sé que tengo a tres octogenarias preparadas para hacerme una llave. O clavármela.

Llevan toda la vida esperando ese momento.

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