THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

No quiero que seas tú

«Follaron y follaron, y en cada beso, en cada lamida de pezón, en cada gruñido de la barba de él sobre su cuello, su letanía iba aumentando: ‘Que acabe ya esto’»

No quiero que seas tú

«Prepárate, porque ésta es un clásico». Amanda me recibe con el gesto torcido y este titular. Le pregunto que de qué me habla y  dice que de la historia que me va a contar: «Una cagada tía, pero me la merezco, por idiota». 

Quito su bolso del banco para sentarme; lleva un rato reteniéndolo para mí y el bar está más concurrido de lo que iría bien para esa entradilla con la que me recibió.  Me preparo, como ella me pide, y eso pasa por quitarme la chaqueta, improvisar un moño con un bolígrafo y pedir con un gesto dos cervezas más.

«A ver qué has liado, loca, ¡empieza!». Cuánto de largo son los segundos que anteceden a cualquier cosa que te dan ganas; a mí los relatos de Amanda me dan siempre muchas. Me froto las alas como un grillo con grititos histéricos de emoción. Pego el primer trago y comienza la función. 

Entró borracha a casa pasada la media noche. La cena se convirtió en gin-tonics y como Amanda es cervecera, la perturbaron algo más. Se acostó mirando el móvil de reojo porque no sonaba con el nombre que tenía que sonar. «¿Te pasas a dormir esta noche?», había formulado una hora antes de lavarse los dientes. Nada. Ni un ring, ni un beep, ni ná. Dice que apagó la luz, se arremolinó con las sábanas y despidió el día con un vaso de agua; respiró fuerte y se estaba entregando a un nuevo amanecer cuando…

De repente, la luz de la pantalla ilumina su habitación oscura. Me cuenta que, en menos de un segundo estaba ya incorporada con los ojos sedientos de un buenas noches de Saúl. Lo había visto esa tarde un rato, pero entre compañeros de trabajo disimulan sus ganas. Suelen rozarse los dedos al pasar por el lado del otro. También se clavan la mirada cuando en el grupo ríen juntos ante alguna broma aburrida de los que están. En realidad, no saben siquiera si ha sido aburrida, no la oyeron; se estaban mirando. 

« Maldito Saúl, ¡pero escríbeme, joder! » . Nada, que no era él. Después de la cena, se había ido con prisas sin casi explicar el por qué y a Amanda se le quedó el cuerpo lleno de abrazos, tantos, que si no los sacaba se ahogaría en ellos. 

El mensaje que la desveló era de alguien. Alguien que,  como la regla, la buscaba una vez al mes resbalando frases con cuentagotas y de una insistencia floja, algo mendiga. Una insistencia blanda que encajaba en el vacío que acunaba la cama de Amanda esa noche.  «Vente a dormir, necesito un cuerpo para abrazar, pero no vamos a follar». Amanda es clara y directa, pero cuando vino a darse cuenta, ya estaban follando. Argumenta sus no sé cómo ni por qué ante mi mirada amable y confiesa con un suspiro que este alguien no pudo impugnar sus ganas de Saúl. Follaron y follaron, dice Amanda, y que en cada beso, en cada lamida de pezón, en cada gruñido de la barba de él sobre su cuello, su letanía iba aumentando: «Que acabe ya esto, por el amor de dios». Agradece ahora Amanda aquellos gin-tonics que le ayudan a no poder darme los detalles que mi curiosidad grosera le pide.

Sí recuerda la desesperación y el aburrimiento que la empujaron a una excitación mecánica a la que su cuerpo responde por sendas aprendidas. Una respuesta automática, un muñeco con muelle que salta ante la caricia sin nombre, por si acaso, en el intento, aparece la magia y se bautiza a ese alguno. Chocamos, ella y yo, nuestras cervezas y brindamos por nada, porque quedaba bien ese gesto, otro automatismo más, pero este sí, fruto de nuestra gran complicidad. 

Parloteamos con un cuarto botellín en la mano sobre cómo bautizar a un nuevo Saúl, cómo encontrarlo y arrodillarlo para que cuadre exactamente con nuestra lista de requerimientos; para que coincida con el camino idílico que nos tatuamos en el anhelo una vez; que consiga apartarnos del juego de un Eros tan cruel, que no responde a nuestros planes esperados. Brindamos de nuevo, y esta vez, con una carcajada de niñatas caprichosas que urden planes como brujas para dominar el mundo. 

Nos morimos de risa Amanda y yo porque brindamos, en realidad, justo por todo lo contrario. Brindamos por los caminos desconocidos, por no darlos nunca por hecho, por la aventura del gerundio de la vida.  Brindamos por suplicar, suspirar y ablandarnos por amor, aunque eso ya no se lleve; brindamos por mostrarnos flojas, flácidas, laxas y mortales; brindamos por cada experiencia que se recuerda repulsiva porque no se ajustaba a lo apetecido, más que a lo esperado, esas que terminan en la ducha con un llanto de desesperanza. Nos reímos, Amanda y yo, de cómo intentar borrar el recuerdo frotando fuerte nuestro cuerpo, después de un polvo anodino, vacío, banal, insignificante porque estaba lleno de nadie. Ya estoy un poco bebida y la miro enternecida. «Somos patéticas, tía. Yo a ti, te quiero así: capulla y humana». 

Me dice Amanda que ella creía que quería un cuerpo para abrazar.

Me cuenta Amanda que mientras le abrazaba le asaltó un mantra en letra mayúscula: «NO QUIERO QUE SEAS TÚ, NO QUIERO QUE SEAS TÚ, NO QUIERO QUE SEAS TÚ» .

«¿Sabes, tía? Saúl ya no me busca como antes» , me dijo al levantarse de la silla para irnos a bailar.

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