THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Amanda y su divino tesoro

«Le echó el ojo y los labios, incapaz de contenerse ante el brillo inmaculado de un coño de revista. La acarició desde atrás en la búsqueda del error»

Amanda y su divino tesoro

Amanda y su divino tesoro. | Vidar Nordli-Mathisen vidarnm (Unsplash)

Amanda acababa de afeitarse el coño cuando le asaltó la duda. «¿Me lo habré dejado bien por detrás?». Era la primera vez que le pedían «por exigencias del guión» que se deshiciera del pelo que la había acompañado en toda una larga época de estrella del pussy hair. Una sensación de fragilidad apareció en ella cuando acabó. No le gustaban los cambios; llevaba años ahuecándose el flequillo del mismo modo; tampoco enseñaba nunca las orejas, a pesar de tenerlas pequeñas y delicadas. A lo sumo, se atusaba el pelo detrás de alguna de ellas cuando se agitaba en alguna discusión acalorada. Amanda era de sumar, no de restar y se sintió traicionada ante el espejo. Se tocó el pubis. Se acarició los labios. Era nuevo y potente el tacto sobre la piel rasurada pero ya estaba deseando que le creciera otra vez. Tenía toda una comunidad de hombres detrás, felices de lo hirsuto de su vello y temía decepcionarlos presentándose a este papel. Malos tiempos para el porno. Malos tiempos para una «mala mujer» de su edad.

Amanda llamó a su mujer. «Amor, ¿me echas una mano? No sé si me ha quedado bien desde atrás». Se dobló hacia adelante ante los ojos de la otra que la miraba boquiabierta. «Échame un ojo, dime si me he dejado algo por detrás». Le echó el ojo y los labios, incapaz de contenerse ante el brillo inmaculado de un coño de revista. La acarició desde atrás en la búsqueda del error. No encontró fallo alguno, sino un tacto aterciopelado que la hizo arrodillarse y mamarla desde ese lugar. Le besó la vulva con cariño y con tiempo, ese que se guarda el amor para amar. Le sorbió cada labio como un doctor que comprueba el estado de su paciente con extrema responsabilidad. Mordisqueó todo el conjunto hasta deslizar y presionar con la lengua, en una chupada lasciva, desde el clítoris hacia atrás. Lo volvió a hacer. Y cien veces más. Amanda amaba el culo de Amanda y le lamió el ano durante todo el rato que se dejó hacer. «Joder», suspiró la sorberdora sobre la erre final.  «Para nena, que llego tarde». Pero Amanda no paró y le introdujo dos dedos hasta el útero mientras seguía absorta en la contracciones del esfínter en su lengua que le hacían sentir tanto poder. «Te vas de casa hoy servida, cariño», le dijo batiendo sus dedos dentro y chupándole fuerte detrás. Ambas Amandas comenzaron a masturbarse y cantaron en sintonía sus suaves gemidos no fingidos de verdadero placer. Amanda se corrió primero. Luego Amanda se corrió detrás. 

A las dos y veintiuna, en pleno clímax amandiano, Saúl había mandado un mensaje a descifrar. Cinco emoticonos – que se debatían entre corazones, caras con guiños y un plato humeante-  serían alguna vez el estudio de los arqueólogos del siglo cincuenta y tres.  Hoy en el veintiuno, eso era lenguaje universal: «Me muero de ganas de la cena de esta noche. Te quiero». Amanda leyó el mensaje y contestó con una escueta carita que lanzaba un beso en forma de corazón. Saúl recibió el mensaje de vuelta y sonrió. Se metió en la ducha a afeitarse los huevos y el pubis pero él no tenía a nadie que se le arrodillara a ver cómo le había quedado el cuadro desde atrás.

«La podía sentir allí, acariciándole las pelotas con ese mimo y cuidado que le hizo amar a quien le amaba de aquel modo»

La esperaba cada semana en citas intermitentes que le mantenían  colgando de un signo de interrogación todos los días. La quería; tanto que el terror al abandono lo dejaba sumiso ante las citas de rutina impredecible que Amanda le ofrecía. Todo y nada. Una espera erotizada de por vida. Un enganche visceral que le mantenía tan vivo como dolorido cada semana. Bueno, esa noche iban a cenar y andaba Saúl feliz tirando de los huevos hacia arriba podándolos con ahínco. Le ocupó un buen rato y varios litros de agua malgastada. Se los acarició como el pintor que se acerca y aleja a admirar su obra.  Cerró los ojos. La podía sentir allí, acariciándole las pelotas con ese mimo y cuidado que le hizo amar a quien le amaba de aquel modo. ¡Cómo le sobaba las bolas Amanda! Este pensamiento le lanzó un principio de erección; se agarró la polla y la manoseó como un niño curioso. «No debo, no debo, no debo» , rumiaba con el terror de disminuir  la  potencia viril que creía necesitar intacta para las noches compartidas.  A veces Amanda anulaba la cita y su polla triste lloraba en blanco. Decidió meterse el dedo en el culo un rato y parar. Llevaba más de veinte minutos en la ducha y empezaba a agobiarse de tanto vapor. 

«¡Corten!» Amanda salió corriendo del plató. Llegaba tarde y el coche llevaba un rato esperándola en la puerta. Su hombre siempre le mandaba un coche caro con conductor barato a que la recogiera. A ella siempre le encantaba.  «Saúl me va a matar cuando me vea así», tragó saliva con este pensamiento. 

La predicción de los emoticonos se cumplió. Hubo cena, besos y amor. Entre medias, algunos mensajes compartidos entre Amandas no importunaron la velada esta vez: «Nena, mañana no como en casa que me han llamado para una reunión, te veo a la noche. Disfruta, saludos a Saúl. Te quiero. » . 

La predicción de los pensamientos de Amanda tampoco se había equivocado. Saúl no se corrió esa noche. Comprendió las exigencias del maldito guión porque al fin y al cabo el pelo crece; pero por mucho que Amanda le besara, le lamiera la boca como una gata en celo, le pusiera las tetas en la cara para ese juego de asfixia carnal por el que clamaba cada viernes, nada, a Saúl no se le levantaba.  Por mucho que Amanda le dijera al oído lo caliente que le ponía el sabor de su boca, se follara con sus dedos como una yegua sin pedigree o le masajeara todo el cuerpo con el suyo propio, Saúl sentía el pellizco del latir de la sangre en su polla pero lo volvía a perder a los pocos segundos. Esos pocos segundos en los que recordaba de nuevo el tacto del pelo de Amanda. En los que recordaba cómo el vello limpio soltaba el olor a jabón para prender en la jodienda las esencias orgánicas de su coño; cómo permanecían ahí durante toda la noche en la que él dormía hincado en ella, respirándola, atusándola, contemplando a Amanda y su divino tesoro.  

«Saúl, tranquilo mi amor, no me han dado el papel».

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