THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Cada tarde, desde que floreciste en mi silencio

«Él le apretó la mano y ella le devolvió el apretón. Ninguno de los dos tuvieron ganas de soltar»

Cada tarde, desde que floreciste en mi silencio

Octogenarios paseando por una plaza, agarrados de la mano. | Unsplash

Les señalaron desde un banco al verlos pasear de la mano. Un jóven disfrazado de amigo con mirada de enamorado les señaló mientras murmuraba a golpe de codazo « mírales, toda una vida juntos». La zagala levantó la mirada del móvil como un submarino emerge de las profundidades del océano y asintió con desinterés; justo cruzaba unas palabras por las habitaciones privadas que ofrecía una red social con alguien que le contestaba con una desgana fingida.

Cada tarde, desde que Saúl floreció en su silencio, Amanda se acicala ante el espejo entre polvos y joyas de otra vida. Se contempla ajena al paso del tiempo y degusta su rostro añejo con el brillo de la espera. Un cuarto sin ascensor evita el encuentro de los amantes en el rellano de la casa de Amanda y es ella la que suele bajar paciente cada peldaño hacia sus paseos vespertinos. Saúl es hablador e ingenioso y cada tarde la recibe con un puñado de halagos mientras sujeta la puerta con la espalda para dejarla pasar.
Escasos meses hacía que en la plaza Santa Ana comenzaron a charlar. Amanda le contó que no era suya la perra que andaba cuidando sino de su hija que vivía en Londres y estaba de visita. « Se llama Heidi, es inglesa» , le anunció mientras Saúl le acariciaba el lomo con ternura y le propiciaba unos toquecitos en la cabeza. « Qué buena eres, ¿no?, perrita inglesa» .

También le contó que no sabía que hacía ella sola en Madrid, que una andaluza debe morir en su tierra y que tenía una casa montada allí en el pueblo a la que nunca iba pero a la que podría regresar. Saúl era de Madrid de toda la vida y poco más le oiría Amanda decir de él. A Saúl le gustaba contarle grandes capítulos de la historia universal, con un verbo y una gracia que encandilaba los oídos de cualquier transeúnte que compartiera el banco de la plaza donde paraba. También le contaba chistes muy malos y le sacaba monedas de la oreja cada vez que iba a pagar. Cada tarde, desde que Amanda floreció en su silencio, Saúl se planchaba la camisa y perfumaba el aliento con una hoja fresca de menta. Le gustaba regar sus macetas antes de salir y que nada en la cocina quedara revuelto. A veces, quedar con Amanda le inducía cierta premura ante esta secuencia de tareas y entonces regaba y limpiaba rumiante porque de nuevo, el tiempo le volvía a faltar y eso pone nervioso a cualquiera.

Caminaba veloz para llegar antes de tiempo a la puerta de Amanda y en el camino esbozaba algunos chistes con los que sorprenderla una tarde más. Amanda es enjuta y tierna en sus gestos; cada tarde le recibe con una caricia en la cara y le ríe sincera y discreta cada una de sus tontadas. Hace unas semanas, Saúl le tendió la mano a Amanda para ayudarla a levantarse de ese banco de ellos de la plaza Santa Ana. Andaban enfrascados en cómo el marido de Amanda la abandonó por un nene, como decía ella, vecino de la tienda de al lado de la de ellos, la que fue la primera casa de modas de la ciudad. Esta vez, Saúl no le ofreció su brazo; se quedó agarrando la mano de Amanda cuando se pusieron a andar.

Ella proseguía relatando las asperezas de su vida con un tono anestesiado por el tiempo: que tuvo que criar a la niña sola; que trabajó en Suiza; que no supo regentar sin él su negocio; que aún le quedan facturas que pagar. Él le apretó la mano y ella le devolvió el apretón. Ninguno de los dos tuvieron ganas de soltar. Es entonces cuando un jóven disfrazado de amigo con mirada de enamorado les señaló mientras murmuró a golpe de codazo « mírales, toda una vida juntos».

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