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La sexualidad simétrica

En Foucault, Derrida, Lacan, Barthes y Simone de Beauvoir están las claves fundamentales de la teoría de género

La sexualidad simétrica

Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. | Wikimedia Commons

Foucault desdeñaba la heterosexualidad tanto como Proust. Me coloco en su lugar como lo haría un novelista y entiendo su actitud. En el mundo que le tocó vivir, la heterosexualidad era tan persistente y tan envolvente (en la calle, en el cine, en las casas, en la fotografía, en la pintura, en la literatura), que alguien que no fuera heterosexual podía creer que vivía en un mundo donde su deseo no tenía eco en ningún lugar, pues era el deseo omitido por la cultura: por los artistas plásticos, por los escritores, por los cineastas…

Cuando Foucault era alumno de la Escuela Normal Superior lo encontraron una vez en el baño haciéndose cortes en el pecho con una navaja de afeitar. Foucault llevaba a cabo la operación mirándose al espejo. Ese acto, en parte exhibicionista por desarrollarse en un servicio público, y en parte narcisista por recurrir al espejo, anunciaba la sexualidad de la igualdad siamesa en la que vio más tarde una imagen del paraíso. Sí, Foucault desdeñaba la sexualidad entre el hombre y la mujer, y de paso también todas las sexualidades basadas en la diferencia y la complementariedad tradicionales. Él buscaba formas de placer en las que entrasen de lleno las ideas de poder y de igualdad (mezcladas hasta formar una misma sustancia), por eso cuando se planteó un posible paraíso de los cuerpos buscó como modelo las asociaciones de mujeres, religiosas o no, pues veía en ellas desplegarse de forma más o menos clara la igualdad que anhelaba.

Foucault estaba obsesionado con la sexualidad simétrica, es decir, la sexualidad que consiste en entrar en relación carnal con alguien casi idéntico a ti y buscaba las tribus de gais que practicaban una sexualidad especular e igualitaria, y no las las tribus basadas en la diferencia como la del efebo con el señor maduro, o el feminizado con el virilizado. Era como si para Foucault esas tribus gais de la diferencia formasen también parte de la heterosexualidad. Pero si desprecias la diferencia y la complementariedad en el sexo y el amor, surgen las contradicciones, pues en las relaciones BDSM, de las que Foucault era devoto, se juega igualmente con la diferencia y la complementariedad, ya que no es lo mismo dominar que ser dominado: figuras que conforman una dialéctica claramente binaria.

«El avance hacia una sociedad andrógina y el transhumanismo podrían dar lugar a una nueva dimensión de género humano»

Supongo que Foucault, que fue unos de mis profesores, me rebatiría diciendo que esa desemejanza no es tan sustancial como la del hombre y la mujer construidos por la cultura, pues las disimilitudes serían formales y sólo visibles en el ámbito sexual donde, según él, tendríamos que jugar con las estructuras del sistema, dándoles la vuelta y convirtiéndolas en dimensiones del goce. Por ejemplo: si la dominación y sumisión son figuras de la gramática del poder, se trataría de disfrutar de esas categorías, recreándolas y despojándolas de la violencia institucional y convirtiéndola en teatro de la crueldad; es decir: de la crueldad escenificada y desactivada como violencia básica en su mismo proceso de dramatización, que la convierte en una representación y en un juego sexual. Al parecer, Foucault encontró en California el mejor lugar para la exploración de esa igualdad que solo en la intimidad se tornaba diferencia. Foucault estaba interesado en la superación de las figuras del hombre y la mujer, y lo anunció una vez en un libro de finales de los años sesenta donde refería que el «hombre» era una invención (una construcción) reciente que podría tener un fin no muy lejano, hasta ser borrado como un rostro de arena por la marea.

La apuesta de Foucault por la sexualidad simétrica lo convierte en un tótem de la teoría de género y de la lucha contra la omnipresencia de la heterosexualidad (que para él era la ley y hasta el poder en uno de sus más crudos aspectos). Éric Marty sabe que en Foucault está una parte fundamental de la teoría de género. Si le añadimos un elemento mayor: el método deconstructivo de Derrida, más dos reflexiones de Barthes sobre lo neutro y el travestismo, más la afirmación de Lacan de que «la mujer» como arquetipo no existe y que solo existen «las mujeres», más la sentencia de Simone de Beauvoir de que la mujer «no es sino que deviene», ya tenemos las claves fundamentales de la revolución del presente, que se ha ido deslizando por el sistema de forma bastante imperceptible ya desde los años setenta del siglo pasado.

Hay quienes piensan que avanzamos hacia una sociedad simétrica y andrógina que al confluir con el transhumanismo daría lugar a una nueva dimensión de género humano. Como dice el etnopsiquiatra Tobie Nathan, a la familia le quedan como mucho sesenta años de existencia. Desaparecida la fábrica familiar de producir estereotipos, quedarían las puertas abiertas para una nueva configuración de la persona y una nueva fase civilizacional. Uno puede estar de acuerdo o no con el planteamiento, pero en ese futuro híbrido y generador de nuevas identidades se está proyectando una parte relevante del pensamiento social.

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