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Historias de la historia

El golpe que llevó a Hitler a la cárcel

Hitler es un modelo para los golpistas ultranacionalistas. El Estado democrático trató con mano blanda su sedición, y en diez años había sido arrollado por el totalitarismo

El golpe que llevó a Hitler a la cárcel

Hitler posando en su celda de la prisión de Landsberg para su fotógrafo personal, Hoffmann. | Wikimedia Commons

El Estado fue débil frente a los golpistas. De los cabecillas del Putsch de la Cervecería o golpe de Múnich, solamente Adolf Hitler fue a la cárcel y no pasó en ella más que nueve meses. Fue además una cárcel dorada, una especie de beca que le pagó el Estado para que escribiese Mein Kampf. Su celda era en realidad su despacho, hacía lo que quería, mantenía correspondencia –incluso se compró un Mercedes desde la prisión-, recibía visitas y su fotógrafo personal acudía allí para hacerle fotos de propaganda. El día de su 35 cumpleaños dio una fiesta a la que acudieron 40 invitados.

En estos momentos en que en España se plantea descafeinar el delito de sedición –el que llevó a Hitler a la cárcel- la lección de la Historia es inquietante.

La República de Weimar, que consideró que Adolf Hitler era «sensible, modesto y agradable con todos» (informe del director de la prisión) no sobreviviría ni una década a su puesta en libertad en 1924. El Estado democrático alemán se volatilizó en 1933, cuando Hitler, nombrado canciller al frente de una coalición parlamentaria de partidos de derechas, asumió poderes excepcionales.

Algunos medios de comunicación animaron a la República de Weimar a ser blanda con el sedicioso Hitler. Su comportamiento en la prisión convenció a las autoridades de que, al igual que su organización, ya no había que temer nada de él. Se piensa que se retirará a la vida privada y volverá a Austria, su país natal», decía por ejemplo una crónica del corresponsal del New York Times. 

Hitler posando en su celda de la prisión de Landsberg para su fotógrafo personal, Hoffmann. | Wikimedia Commons

En definitiva, hace un siglo la democracia alemana no se tomó en serio ese golpe de estado «de la Cervecería», cuyo nombre le daba cierto aire de frivolidad. Todo lo contrario de lo sucedido ahora, cuando las autoridades de la República Federal Alemana sí han actuado contundentemente frente a la conspiración del Príncipe Heinrich XIII y el movimiento Reichburger. Pero el Putsch de la Cervecería sí que fue un intento serio de acabar con la democracia.

La cervecería Bürgerbräukeller

La derrota en la Primera Guerra Mundial supuso la caída de la monarquía imperial en Alemania. Vino entonces una época de tremendas convulsiones políticas. Junto a la revolución democrática que traería a la República de Weimar, los extremistas de izquierda o derecha intentaron revoluciones o golpes de estado, como el levantamiento espartaquista (comunista) o el golpe de Kapp (ultranacionalista). En Baviera llegó a triunfar la revolución bolchevique, estableciendo durante breve tiempo la República Soviética de Baviera.

Fue en ese ambiente de inestabilidad política donde se gestó el Putsch de la Cervecería. Estaban implicados distintos grupúsculos nacionalistas, con dos personalidades destacadas. Por una parte el general Luddendorf, un militar de enorme prestigio, el genio del Estado Mayor del ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. Luddendorf era ultraconservador, y fue el padre de la teoría de «la puñalada por la espalda», que echaba la culpa de la derrota alemana en la guerra a la «traición» de marxistas y judíos. Era una estupidez, pero entre otras cosas liberaba al propio Luddendorf de la responsabilidad que hubiera podido tener en el fracaso militar.

La otra figura destacada de la intentona golpista era Adolf Hitler, la figura más opuesta a Luddendorf que pueda imaginarse, pues era un don nadie de familia humilde, sin estudios ni trabajo, que había malvivido en la bohemia artística sin llegar a ser artista, pero que tenía dotes como agitador de masas. Hitler se había afiliado a un grupúsculo de extrema derecha en el que pronto alcanzaría el liderazgo y que transformó en el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán. Hitler contaba con una numerosa banda de la porra, los SA o Camisas Pardas, embrión de lo que luego serían las poderosas SS.

A última hora del 8 de noviembre de 1923, 600 de esos matones de las SA, capitaneados por Hitler y con la figura de Luddendorf como bandera, acudieron a la Cervecería Bürgerbräukeller, una de las más populares de Munich. No buscaban cerveza, sino una reunión de la plana mayor del Partido Popular (antecesor de la Democracia Cristiana) que estaba gobernando en Baviera.

Hitler se subió a una silla, desenfundó su pistola y disparó al aire, mientras gritaba: «¡La revolución nacional ha comenzado!» Hicieron prisioneros al gobernador de Múnich, Gustav von Kahr, y a las autoridades bávaras, y Hitler formó allí mismo un «gobierno provisional».

Aprovechando el vacío de poder, el capitán Röhn, el organizador de las SA al que Hitler asesinaría posteriormente, se apoderó con otro contingente de Camisas Pardas del Ministerio de Defensa bávaro –Baviera había conservado su propio ejército dentro del Imperio alemán- y otros grupos de nazis ocuparon comisarías e instalaciones militares.

Del éxito al fracaso del golpe de Hitler

El golpe parecía haber triunfado en Múnich con inesperada facilidad, pero fracasó por culpa de la figura respetable que se habían buscado, el general Luddendorf. Como oficial y caballero, Luddendorf observaba unos códigos ancestrales que no tenían ya nada que ver con esa Alemania desgarrada, en la que nazis y comunistas luchaban salvajemente por tomar el poder. En el siglo XIX, durante el cual se había desarrollado la mayor parte de la carrera militar de Luddendorf, era práctica común en los ejércitos europeos la «libertad bajo palabra». Un oficial prisionero quedaba libre si se comprometía a no combatir contra el enemigo mientras durase esa guerra.

Cuando Luddendorf vio las personas de calidad que habían hecho prisioneras en la Cervecería Bürgerbräukeller, le pareció un vejamen innecesario y les ofreció la «libertad bajo palabra». Pero tan pronto se vieron libres, el gobernador Von Kahr y el jefe de la policía, el coronel Von Seisser, traicionaron su palabra y organizaron el contragolpe.

Hitler, Maurice, Kriebel, Hess y Weber en la prisión de Landsberg en 1924. | Wikimedia Commons

Al día siguiente, cuando Hitler y Ludendorff encabezaban una marcha de varios miles de partidarios hacia el Ministerio de Defensa, la policía del coronel Von Seisser les cerró el paso y disparó sobre ellos. Dieciséis nazis y cuatro policías murieron en el tiroteo, y resultaron heridos el propio Hitler y su lugarteniente Göring, el futuro jefe de la aviación alemana. Hitler se escondió en el ático de un amigo y durante dos días estuvo manipulando su pistola, indeciso entre pegarse un tiro o no. Al final llegó la policía antes de que se decidiera a suicidarse.

La energía que demostraron las fuerzas del orden frente a los sediciosos no tendría, por desgracia,  continuidad en las autoridades civiles. El juicio fue una farsa, Luddendorf fue absuelto, Röhn, declarado culpable, fue sin embargo puesto en libertad, solamente Hitler fue a la cárcel con una condena de cinco años, aunque como hemos explicado antes lo pusieron en libertad a los nueve meses. Era el suicido de la democracia.

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