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Teoría y práctica del boicot cultural

«La historia del pop nos ha enseñado que el amor por la música se impone más pronto o más tarde a las corrientes de opinión»

Teoría y práctica del boicot cultural

Joe Rogan, en su estudio de grabación. | The Joe Rogan Experience

Joe Rogan ha realizado un acto de contrición esta semana, tras la polémica causada por sus podcasts en el mundillo musical y el descenso de la cotización bursátil de Spotify Technology, la multinacional que le paga. A través de un vídeo de 9 minutos, colgado en su cuenta de Instagram, el presentador de The Joe Rogan Experience ha prometido que, a partir de ahora, hará «todo lo posible para tratar de equilibrar los puntos de vista más controvertidos con las perspectivas de otras personas», de forma a encontrar un mejor enfoque en sus programas.

Por si han estado ustedes hibernando, procede poner la noticia en contexto. Rogan es un humorista norteamericano, excomentarista de lucha libre, que en poco tiempo se ha convertido en uno de los personajes más populares de los nuevos medios de entretenimiento digitales, primero con sus vídeos de YouTube y ahora a través de sensacionalistas podcasts alojados en Spotify. La plataforma de streaming le fichó en 2020, por 100 millones de dólares, para tener la exclusiva de sus grabaciones. Y la atrevida apuesta ha estado a punto de estallarle en la cara.

¿Por qué? Pues debido a las opiniones más que discutibles del podcastero acerca de la covid-19. No sólo Rogan no cree en las vacunas, sino que para combatir la pandemia recomendaba meses atrás automedicarse con ivermectina, un fármaco concebido para el tratamiento de infecciones causadas por parásitos, que la US Food and Drug Administration desaconseja expresamente ya que ha provocado intoxicaciones y fallecimientos.

No sólo Rogan no cree en las vacunas, sino que para combatir la pandemia recomendaba meses atrás automedicarse

Para colmo, nuestro protagonista invitó a su programa, el pasado diciembre, a Robert Malone, un científico vinculado al desarrollo de las vacunas ARNm, que ahora abomina de ellas al considerarlas parte de un complot de las élites mundiales para hacer más virulento el covid. Entrevistado por Rogan, el médico conspiranoico comparó la obligatoriedad de las vacunas con el nazismo. Nada sorprendente, puesto que ya había relacionado anteriormente estas inyecciones con la castración obligatoria o la mutilación genital femenina. Pero su paso por The Joe Rogan Experience le proporcionó un altavoz como jamás había soñado. 

Primero fue el colectivo de médicos estadounidense el que protestó con una carta abierta, publicada en la revista Rolling Stone, solicitando a la multinacional de origen sueco que controlase de alguna forma las opiniones vertidas en dicho podcast: «Esto no es solo de interés científico, sino un problema social de proporciones devastadoras y Spotify es responsable de permitir que esta actividad prospere».

Luego, fue el cantautor Neil Young quien pidió que todo su repertorio fuera retirado del streaming, considerando que no podía compartir plataforma con un individuo como Rogan. Y su llamada al boicot ha sido seguida por sus antiguos compañeros Crosby, Stills & Nash, su vieja amiga Joni Mitchell, su antiguo compinche de giras Nils Lofgren y otras figuras del show business rockero. Todos amenazaban con abandonar la plataforma si no se ponía coto a The Joe Rogan Experience.

Hasta los Duques de Sussex, Harry y Meghan, que tienen un acuerdo con Spotify para realizar podcasts por valor de 22 millones de dólares, han expresado su «preocupación por la desinformación sobre el coronarivirus» a través de un comunicado emitido por su fundación Archewell.

La reacción de Spotify «para combatir la desinformación»

Si Spotify dio en un principio la callada por respuesta, alegando su respeto por los creadores y su compromiso con la libertad de expresión, esta semana su fundador y consejero delegado, Daniel Ek, se ha visto obligado a anunciar en Twitter que la compañía está «poniendo en marcha algunos cambios para combatir la desinformación». Así, a partir de ahora Spotify Newsroom albergará una página titulada Normativa y enfoque en torno a la covid-19 y añadirá una advertencia sobre el contenido de cualquier episodio de podcast que incluya un debate sobre el virus, así como un link que redirigirá al oyente a Covid-19 Hub, un site informativo sobre la pandemia con datos científicos contrastados. La plataforma prepara también una normativa para que los artistas y editores comprendan «cuál es el alcance de su responsabilidad sobre el contenido que publican». ¿Será todo esto suficiente para frenar las críticas y el desplome de sus acciones?

Veremos cómo reacciona la Bolsa de Nueva York tras estas últimas declaraciones. Para una compañía cuyo valor bursátil ronda los 33.000 millones de euros –algo menos que el BBVA, pero bastante más que Telefónica España–, la decisión de controlar sus contenidos, unida a este tenue ejercicio de arrepentimiento público, debería servir para blanquear su imagen y enderezar las cotizaciones. Y es que sus participaciones han caído casi un tercio en el último mes, situándose en los niveles de mayo 2020. Lo cual ha llevado a la empresa a corregir a la baja sus perspectivas de crecimiento para el primer trimestre 2022: si el último trimestre de 2021 fue el mejor de su historia reciente, al agregar 25 millones de usuarios y 8 millones de suscriptores de pago nuevos, ahora sólo prevé una subida del 2% en sus usuarios mensuales activos. Una ridiculez, en comparación al 6,5% de aumento en el mismo periodo del año pasado. ¿Acaso el inicio de la caída?

Desde que tengo uso de razón, he conocido numerosos boicots, más o menos justificados. Pero esto es diferente

Para Daniel Ek, no se puede evaluar aún cómo va a impactar todo este lío en la tecnológica, pero está claro que su apuesta por el sector de los podcast va a mantenerse contra viento y marea, puesto que los consideran responsables directos del incremento de sus ingresos en publicidad en un 40%. Lo importante, entre tanto, es frenar el boicot propugnado por Neil Young, que podría llegar a calar en sus 418 millones de usuarios y 183 millones de suscriptores.

Según el Diccionario de la RAE, el término boicotear significa «impedir a alguien el normal ejercicio de una actividad, generalmente de tipo comercial, profesional o social, como medida de presión para conseguir algo». Desde que tengo uso de razón, he conocido numerosos boicots, más o menos justificados: el boicot a los Juegos Olímpicos de Moscú o de Los Ángeles en los tiempos de la Guerra Fría, al apartheid sudafricano, a los abusos de Israel, a los bancos tras el fiasco de las subprime, a los productos de consumo catalanes y hasta al programa televisivo Sálvame. Pero esto es diferente.

La cada vez más pujante cultura de la cancelación

La campaña que abandera el autor de After the Gold Rush parece más relacionada con los recientes movimientos ciudadanos MeeToo contra el acoso sexual y Black Live Matters, que denunciaba la violencia racista de la policía norteamericana. Son protestas más impulsivas que estratégicas, que suscitan millones de adhesiones a través de un hashtag difundido en redes sociales y terminan movilizando a la sociedad porque, para sorpresa de gobiernos y corporaciones, la opinión pública las considera no solo justas, sino muy necesarias para la defensa de los vulnerables y el progreso de la sociedad.

Sin embargo, hay que tener también cuidado con esta cada vez más pujante cultura de la cancelación. Según apuntaba Jonah E. Bromwich en un artículo publicado en 2020 en el New York Times, dicha dinámica puede terminar convirtiéndose en un espectáculo en sí mismo, casi una distracción: «Cuando un personaje público dice o hace algo aparentemente ofensivo para los demás, se produce una reacción de censura contra el infractor que la profesora de la Universidad de Michigan Lisa Nakamura define como boicot cultural: esto es, un acuerdo tácito para no apoyar, promocionar o dar dinero a la persona que ha sido señalada».

«La gente tiende a ver esta cancelación como algo positivo, pero también es peligroso en la medida en que el implicado puede perder su reputación y, en algunos casos, su trabajo, porque una multitud se ha ofendido indebidamente por un comentario torpe o fuera de contexto», explica Bromwich. «En este sentido, me fascina el modo en que las redes sociales están dando forma a nuestras experiencias en un grado que aún nos cuesta comprender y cómo están cambiando el reparto del poder en nuestra sociedad». O sea que #BoycottSPOTIFY puede ser una buena idea, si no se nos va de las manos y sirve para corregir lagunas normativas, más que para demonizar una marca. 

Aunque Neil Young, con su gesto, se haya erigido en líder de esta causa, poco pueden hacer para seguirle la mayoría de sus compañeros de profesión

Aunque Neil Young, con su gesto, se haya erigido en líder de esta causa, poco pueden hacer para seguirle la mayoría de sus compañeros de profesión, ya que no poseen el control de sus grabaciones, propiedad de las compañías discográficas que las financiaron y publicaron. «Antes de comunicar a mis amigos de Warner Bros que deseaba abandonar Spotify, mi propio equipo legal me recordó que nuestro contrato no me permite decidir al respecto», reconocía el cantautor canadiense en su sitio web el pasado 26 de enero. «Quiero agradecer a mi compañía, verdaderamente grande y solidaria, por apoyarme en la decisión», añadía.

Efectivamente, muchas de las actuales súper-estrellas del negocio musical no tienen la capacidad de impedir que la plataforma albergue su música, dado que esta ha llegado a acuerdos comerciales con los propietarios de la grabación. De ahí que el congresista del segundo distrito de California, el demócrata Jared Huffman, en vez de buscar aliados contra el gigante digital entre las figuras del showbiz, haya hecho campaña por el bloqueo entre sus votantes y seguidores de Twitter. ¡Para ellos resulta sin duda más fácil anular su suscripción!  

«Deberíamos denunciar los royalties miserables que la compañía paga a los artistas en vez de estar hablando tanto de Joe Rogan», señala por su parte la revista musical Pitchfork, en un reciente reportaje titulado La oportunidad perdida del boicot a Spotify. Y no le falta razón. Pero la opinión pública no se indigna por un asunto de cariz económico tan vulgar, quizá porque cree que eso sólo afecta a los ídolos que llenan estadios, cuando no es así. Antes, los músicos de clase media alcanzaban a vivir de sus ventas de discos, pero hoy lo que les llega de las compañías de streaming resulta tan exiguo que su principal medio de subsistencia son las giras. 

Lo que pierde Spotify

Por otro lado, ¿qué pierde realmente Spotify con la deserción de Young? Hagan cuentas: este veterano de la generación Woodstock suma 5,9 millones de oyentes mensuales en la plataforma. Una cantidad bastante modesta si se compara con Dua Lipa (67 millones) o con Taylor Swift (52 millones). La deserción de estas dos sí que haría daño al emporio de Daniel Ek, pero sus discográficas nunca lo consentirán. 

Ek, por cierto, no es ningún novato en el arte de cabrear a los usuarios biempensantes, puesto que hace un par de años ya fue puesto en la picota cuando anunció que su sociedad de inversión Prima Materia iba a colocar 100 millones de euros en Helsing, una empresa dedicada al desarrollo de software armamentístico. Fue entonces cuando por primera vez se difundió en redes el hashtag #BoycottSPOTIFY, sin demasiada repercusión.

La historia del pop nos ha enseñado que el amor por la música se impone más pronto o más tarde a las corrientes de opinión y los gestos para la galería

En cualquier caso, la historia del pop nos ha enseñado que el amor por la música se impone más pronto o más tarde a las corrientes de opinión y los gestos para la galería. Por eso pienso que Spotify tiene todas las de ganar a largo plazo, aunque sus accionistas se hallen actualmente al borde de una ataque de nervios.

Fíjense, si no, cuando en pleno auge del movimiento Artists Against Apartheid y con el himno Free Nelson Mandela (1983) de The Special AKA sonando por doquier, el neoyorquino Paul Simon rompió la consigna de aislamiento yéndose a grabar a Johannesburgo, con instrumentistas locales, parte de lo que terminaría siendo su obra cumbre Graceland (1986). Recuerdo cómo le montaron piquetes cuando fue a presentar a Londres aquel álbum que reveló al mundo la grandeza de los ritmos de Soweto o de figuras como Miriam Makeba o Hugh Masekela. Allí estaban Jerry Dammers (The Special AKA), Paul Weller o Billy Bragg acusando de esquirol y poco comprometido con la lucha racial al autor de The sound of silence. «El pop no es foro adecuado para discutir asuntos políticos», se defendió él. 

Lo cierto es que, con aquel elepé –solo comparable al Buena Vista Social Club (1996) con que Ry Cooder resucitó el son cubano–, Simon puso la música sudafricana en el mapa mundial. Y ya no hubo marcha atrás. No sería tan censurable, visto ahora.

El tiempo suele otorgar perspectiva a esta clase de debates y estoy seguro de que, en años venideros, quizá con la pandemia superada, valoraremos en su justa medida la postura tajante de Neil Young y la rápida –pero algo tibia– respuesta de Spotify. Entre tanto, no dejen que sus hijos escuchen las tonterías que proclama Rogan, pero tampoco les cierren la cuenta de streaming, que la música es uno de los instrumentos más poderosos para la concordia y la civilización. Y cuidado con los boicots –sobre todo los culturales–, que los carga el diablo…

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