THE OBJECTIVE
Vidas cruzadas

Arcadi Espada: «La política debería estar vetada a la gente joven»

El periodista habla con David Mejía sobre su nuevo libro, ‘Vida de Arcadio’, sobre la juventud y la época de la Transición

Arcadi Espada (Barcelona, 1957) es periodista desde hace más de cuarenta años. Escribe en El Mundo -antes lo hizo en El País y La Vanguardia– y conversa semanalmente con Yaiza Santos en el podcast ‘Yira Yira’. Fue profesor de Periodismo en la Universidad Pompeu Fabra y director del diario Factual. Es autor, entre otros libros, de Contra Catalunya, Raval, Diarios, En nombre de Franco, Un buen tío y La verdad. Acaba de publicar una biografía titulada Vida de Arcadio.

PREGUNTA.- La primera tesis de Vida de Arcadio es que tú no eres Arcadio Espada.

RESPUESTA.- No, es que no soy yo, claramente. Los periodistas casi siempre hacemos biografías, aunque sean breves, pero siempre hablamos de los demás. Y ahora he aplicado lo que he aprendido sobre la indagación en la vida de los otros para indagar sobre un joven con el cual, evidentemente, tengo muchas cosas en común. Pero bueno, también tengo muchas cosas en común con otra gente. Es una biografía en la cual he practicado un género que consiste en documentarse y abonarlo con testimonios de personas que conocieron a este joven.

P.- Pero tienes un acceso privilegiado a este personaje. No solamente a las fuentes, sino a los estados mentales.

R.- Una de las fundamentaciones del libro, efectivamente, es que la persona que lo escribe no es la misma persona de la que se habla. Yo le tengo cariño, obviamente, como se le coge muchas veces a los biografiados, y dispongo de un acceso privilegiado a él, a sus recuerdos, pero sobre a la documentación. Por ejemplo, la carta de abandono del partido, o las cartas de la ‘mili’ de mis compañeros, así como muchos otros documentos que, sin figurar explícitamente, sí me han llevado a ese conocimiento de esos estados mentales.

P.- ¿Y qué interés tenías en indagar en la vida de Arcadio? Te pregunto porque uno de los puntos fuertes del libro es la desmitificación de la juventud.  

R.- Mis intereses suelen partir de una irritación que me mueve a escribir cosas. Hay una cuestión que me ha parecido siempre despreciable, que es esta mitificación absoluta de la juventud: las supuestas traiciones que comete el adulto contra ese ser prístino, la juventud como almacén de los sueños perdidos que el hombre adulto traiciona. Es falso. La juventud es un estado de ignorancia y de entropía tremendo, del cual lo más válido que puede salir es pasarla aprisa, con el menor daño y con la mayor resignación y humildad, si eso es posible en un adolescente. Y esa irritación está en el propósito del libro. De todos modos, este libro, hay que decirlo enseguida, es el primero de una relativa serie que quiero hacer de reportajes íntimos, sobre aspectos de mi vida privada.

P.- Dices que la verdadera tragedia no es abandonar la juventud, sino prolongarla hasta que uno se convierte en un señor con pelo largo y coleta canosa.

R.- ¿No los has visto? En los barrios yo me los encuentro a veces. Soy muy andarín y a veces me los encuentro los domingos por la mañana, saliendo de los afters. Y es terrible. Es gente de mi edad que van con esas coletas… Esos jóvenes viejos… Esos jóvenes que no sé muy bien la edad que tuvieron nunca, y parecen haber nacido ya con la coleta puesta. Eso es terrible. Efectivamente, hay gente que se ha quedado ahí enganchada.

P.- ¿Y qué es lo que sí te interesa de la juventud?

R.- Por ejemplo, la belleza. Otra de las irritaciones que me han llevado a escribir este libro es que ahora estamos atravesando una apología absoluta de la fealdad moral y de la fealdad física. Evidentemente, la belleza objetiva existe. Nos gustan las mismas cosas a casi todos los hombres. Y digo hombres en sentido humano, también a las mujeres les gustan. Coincidimos en esto. De la juventud también me gusta mucho la fuerza. Se pueden hacer cosas muy importantes con ella. Se pueden batir récords mundiales. Se puede morir bellamente; los que desembarcan en Normandía y son acribillados son chavales jóvenes. Y los jóvenes tienen, por su fuerza, una capacidad de concentración extraordinaria que les lleva a ganar medallas o batir récords olímpicos. Los grandes físicos y matemáticos hacen descubrimientos importantes cuando son muy jóvenes. Los poetas, en general, también lo son. Es verdad que hay algún poeta crepuscular. Y también hay científicos crepusculares muy buenos. Pero casi siempre es cosa de la juventud. Es fascinante. Ahora, ¿qué representa esto del entendimiento global del mundo y de la experiencia? Nada. Y eso, por ejemplo, afecta gravemente a la política, porque la política no es para gente joven. La política debería estar vetada a la gente joven. Un joven no puede dirigir un país. Eso es cosa de seniors. Eso es cosa de personas que han aprendido las complejidades de la gran trama de afectos, de egoísmos, de renuncias y de mentiras que supone la experiencia humana.

P.- Porque la experiencia sólo te la da el tiempo.

R.- Exactamente. La juventud tiene otra cosa, es un cerebro en formación. Todos los estudios, más o menos científicos, insisten en que el cerebro del adolescente es un cerebro que no cristaliza hasta casi los 30. En este sentido, muchos de los errores que ha cometido este Gobierno son errores juveniles, ni siquiera con mala fe.

P.- Retratas a jóvenes poco experimentados, cuya maldición es que no son conscientes de su ignorancia.

R.- Hace algún tiempo escribí que los periodistas jóvenes deberían dedicarse a escribir editoriales en los periódicos y luego, cuando fueran mayores, ir a las ruedas de prensa. Porque, claro, los editoriales son brindis al sol: ¡hay que defender el planeta Tierra! Pero el director del periódico evidentemente no puede ser un joven, aunque hay excepciones, como Juan Luis Cebrián. Pero sí, los jóvenes no reconocen que su cerebro tiene las limitaciones que tiene. Y a diferencia de los adultos, se saben propietarios de una verdad rocosa, inconmovible.

Foto: Víctor Ubiña

P.- En la elaboración del libro contactas con personas que conocieron a Arcadio que, sin embargo, no quieren reencontrarse con quienes fueron. ¿Te sorprendieron estas reacciones?

R.- Muchísimo. Y ese es un tema para mí fundamental: la relación que cada uno tiene con su pasado. Me gustan los libros que, aun siendo ensayísticos, tengan un pequeño quest, una pequeña trama. Y en este libro es encontrar a los chicos de Caprarola, el campo de trabajo donde estuve aquel verano. Y sus reticencias y negativas cuando les contacté me desconcertaron. Yo conservo unas cartas muy emocionantes de eso que se llama el primer amor, casi de la niñez. Haciendo este libro, quise cargarme de razón sobre eso del pasado y contacté con esta mujer. Le dije: «Tengo las cartas que me escribiste hace 45 años. ¿Te interesaría verlas?». Y me dijo que no. Para mí eso es incompresible. Pero hay gente a quien no le importa nada todo eso, que no quieren volver al pasado, o no quieren volver a través de mí. En el tiempo en el que yo vivo está todo mezclado, pero para otros está muy segmentado.

P.- Separarte de Arcadio te permite volver a él y tener una mirada misericordiosa sobre él.

R.- Me río de él a veces, porque es muy ridículo. Pero no he tenido ningún interés en el ajuste de cuentas, ni conmigo mismo, ni con otros. Lógicamente, algunos salen como salen, pero no porque yo tenga ningún interés en ponerles el dedo en el ojo. Ese es un efecto colateral.

P.- La sexualidad juega un papel muy importante en el libro. ¿Has sentido pudor al hablar de tu vida sexual?

R.- Mi relación con el sexo, desde jovencito, ha sido muy natural. Quizá también por cuestiones culturales; el sexo era una variante de la política. Como estábamos concienciados políticamente, también lo estábamos sexualmente. Ahora bien, las cosas se escriben desde el presente. ¿Y dónde estamos? Estamos en manos de unos clérigos distintos a los clérigos aquellos con los que Arcadio se enfrentó. Estos de ahora son de izquierdas y son peligrosos y castrantes. Y es probable que una de las razones por las que el sexo ocupa el papel que ocupa en este libro sea para decirles: «Sí, ¿qué pasa?». El otro día, después de la primera entrevista en El Mundo, había unos titulares respecto a mi propensión a follar a pelo y a vivir a pelo. En los años 80 ponerse un condón no era lo mismo que hoy, supongo. Entre otras cosas, porque no había impactado el SIDA, por ejemplo. Pero bueno, en esta especie de frenética estupidez que se ha adueñado de las opiniones y de la conversación pública, el Colegio de Médicos está a punto de denunciarme por dar consejos a la juventud que permiten la transmisión de enfermedades (ríe).

P.- Rememoras una conversación que tienes con un amigo decidido a ser maestro. Y te decides por el periodismo ante el temor de una vida en la que todos los días sean el mismo.

R.- Sí, además, es exactamente tal como lo cuento. Hay una frase que dice: «No hemos venido a la vida a empatar a cero». Hay que tener en cuenta una cosa: cuando uno decide no venir a la vida a empatar no quiere decir que vaya a ganar; puede perder 0-5. Pero el periodismo para mí era la posibilidad de una vida donde todo se podía ganar. Era como jugar a la ruleta rusa. Me presenté a unas oposiciones de la Seguridad Social, pero afortunadamente suspendí. En todo caso, aunque hubiera aprobado, algo hubiera pasado, seguro. Me atraía esa vida del riesgo. Eso es el carácter, tiene que ver con el código de barras.

P.- Mencionas a Juan Luis Cebrián como uno de esos periodistas que marcaron época y te refieres a él en términos muy elogiosos. También hablas de tus paseos con El País bajo el brazo y te refieres a él como ‘tu periódico’, algo que para tus lectores puede ser un choque cognitivo.

R.- Pero es que la vida es así. La vida es frecuentemente un choque cognitivo. El diario El País es el diario de mi generación. Cuando me invitan a alguna charla en universidades o colegios, o con jóvenes periodistas, lo explico: «Vosotros no tenéis ni idea de lo que era Juan Luis Cebrián». Por otro lado, a veces digo, un poco provocativamente, que la Transición se hizo a pesar de El País. Yo fui dos años antifranquista. El antifranquismo no hizo nada, el antifranquismo fue una tertulia. En el libro está la comparación entre Javier Pradera y Torcuato Fernández-Miranda. ¿Quién es el ganador entre esos dos conspiradores? ¿Quién hizo, realmente, la transición a la reforma política? El País no se enteró nunca de los planes; reaccionó siempre a la contra.

P.- Hay personas de las que hablas en términos menos elogiosos: Gil de Biedma, Carlos Barral, Manuel Vázquez Montalbán… ¿Qué le reprochas a esa generación?

R.- Estas personas, además de escritores y poetas, eran intelectuales, personas comprometidas en el sentido más clásico de la palabra, casi francés. El tema frente al que tenían que haber puesto pie en pared, de una manera radical, fue el tema de su época y de su vida: el nacionalismo. Ellos aceptaron que el nacionalismo tenga en España el prestigio que tiene. Cuando Carlos Barral responde al manifiesto de los 2.300 de Jiménez Losantos, Alberto Cardin, etc., lo hace con un artículo inverosímil, diciendo que su catalanidad está por encima de cualquier duda porque tiene ocho apellidos catalanes. Y a Vázquez Montalbán, al final de su vida, no había manera de sacarle una condena rotunda de ETA, porque todavía advertía un punto de legitimidad. Yo fui discípulo de esta gente: los leí, los conocí, los traté… Pero el tema más importante, intelectual, política y moralmente hablando, tenía que haber sido su oposición radical al proyecto nacionalista.

P.- ¿Por qué no se enfrentaron al nacionalismo?

R.- Mi teoría es que eran nacionalistas y luego se hicieron de izquierdas para disimular. Luego está la teoría de que se tenían que hacer perdonar porque todos venían de familias que habían luchado con Franco. Resulta penoso. ¿Cómo es posible que España sea hoy el único país de Europa donde el nacionalismo tiene el prestigio que tiene? España está gobernada por un partido socialista con el apoyo de los independentistas, pero sobre todo, con el apoyo de personas que no han condenado la violencia. En el libro transcribo una crónica que publicó el diario El País sobre un día que en el País Vasco hubo tres atentados mortales. La gente no tiene conciencia de lo que significaban tres disparos mortales en el mismo día. El marco mental en el que se movía la persona que escribió esa crónica es estremecedor.

Foto: Víctor Ubiña

P.- Afortunadamente el marco mental ha cambiado. Incluso en el propio manifiesto de los 2.300 hay concesiones que ahora nos parecen dudosas.

R.- Hay una terrible que es decir que una lengua es una cosmovisión. Ese es un ejemplo del idealismo más germánico.

P.- Hablas, por ejemplo, de Fernando Savater, cuyo compromiso contra el nacionalismo está más que acreditado, pero entonces no lo veía como una amenaza.

R.- Yo no hablo de este Fernando Savater, que es amigo mío, sino de un Savater joven. A ver si soy capaz de explicarlo, porque esto es importante: Arcadio se creía lo que leía. Tenía unos recortes en su casa y yo he accedido a ellos. Arcadio los leía atentamente. Con trabajo, los recortaba, los guardaba, los miraba, los ponía en un archivo. Es decir, se los creía, como se creía, por ejemplo, que la ciencia no contaba nada. Todo era literario, como reflejaba  El País, el diario de la generación de Arcadio. Una vez hice el ejercicio de ver en su archivo cuántas veces salían figuras científicas como Richard Dawkins, Einstein, Darwin… El resultado era absolutamente mínimo en comparación con las figuras literarias.

P.- Reniegas de la literatura.

R.- Yo lo que no quiero es hacer literatura en el sentido preciso que María Moliner da a esa expresión: hacer literatura es hablar de algo sin provecho y sin conocimiento.

P.- Pero tienes una fuerte voluntad de estilo.

R.- Porque esta historia la tiene que leer la gente y entonces tiene que ser clara, comprensible y amena. Eso que tú llamas estilo es casi un poco de educación. Yo me dedico a escribir y este libro está escrito como todo lo que yo escribo, con la máxima voluntad de estilo. Esa es mi obligación.

P.- ¿Qué tal escribía Arcadio?

R.- Horriblemente. En sus últimos tiempos trabajó mucho y aprendió. Pero sus exposiciones son lamentables. Por ejemplo, el joven Camba, con 22 años, escribe El destierro y es increíble. O Marcos Ordóñez, que fue compañero mío del colegio, le daba mil vueltas a ese Arcadio; había trabajado y leído mucho más que él, y tenía un sentido de la lengua.

P.- ¿Qué piensas cuando escuchas que no se puede aprender a escribir?

R.- Claro que se puede aprender a escribir. ¿Cómo no se va a poder aprender a escribir si se aprende a llevar un cohete a la Luna? Tonterías.

P.- ¿Cómo aprendió a escribir Arcadio?

R.- Escribiendo y leyendo. Eso lo decía Jaime Gil de Biedma. Un día, hablando con él, en su sótano de Barcelona, decía: «Mirad, esto de escribir, es leer mucho y fijarse un poco». Y es verdad.

P.- ¿Cuál es el error más evidente de escritura de Arcadio?

R.- No sabía de qué hablaba. Utilizaba palabras que no comprendía en su totalidad. Arcadio era muy fanfarrón. Nunca fue vanidoso, porque eso es otra cosa. Pero fanfarrón sí lo era.

P.- Uno de los grandes obstáculos de la generación de Arcadio fueron las drogas. Y el libro reflexiona extensa y hondamente sobre la cuestión.

R.- Yo, desgraciadamente, sé muy bien lo que son las drogas. Vuelvo a insistir: este libro está escrito desde el presente. Arcadio tuvo muchos compañeros, no del primer círculo, que acabaron destruidos. Y evidentemente, esa voz, mi voz, o sea este libro, está presente juzgando lo bueno, lo malo, lo regular, los riesgos y las fortunas.

P.- ¿Te molesta que se banalice el uso de las drogas?

R.- Con mi amigo Julio Valdeón hacíamos unas listas en mi blog. Yo le decía temas y él buscaba canciones. Un día le dije: «Búscame todas las canciones que sean apologías de las drogas». Bueno, había cientos, miles… Las drogas tienen un prestigio poético extraordinario. ¿Cómo es posible que España no dedique su conversación más dramática a las drogas en vez de dedicarla a la violencia de género, que es un asunto evidentemente muchísimo menor que esa epidemia? Las drogas están destruyendo las bases de tantas sociedades… Es lo que está pasando en América con el famoso Fentanilo. No hay una discusión profunda sobre esto. No hay ni siquiera una discusión sobre el sistema. La sanidad es incapaz de darle respuesta en ninguna parte del mundo. Ni en países nórdicos, ni en América, ni, por supuesto, en España, que pasa absolutamente de este asunto. Un asunto que no solamente causa infinidad de muertes, sino que además destruye vidas.

P.- ¿Por qué antes estaba más presente la discusión sobre las drogas?

R.- Pues no sabría decirte. Supongo que porque nadie tiene soluciones. Hay mucha ambigüedad respecto al tema de la legalización, y sobre todo, creo que nadie puede sacar de ello rédito político. Como siempre, veo ahí flaquezas. Los intelectuales que están para eso, para llevar estos asuntos a la primera línea de la conversación, no lo hacen. Menos aún en una conversación pública tan podrida como la española.

P.- Arcadio se desenvuelve en un ambiente poliamoroso, ¿ese ideal es posible o es un juego de juventud?

R.- Es absolutamente un juego de juventud. Nosotros íbamos con el ideal comunero por la parte afectivo-sexual. Éramos sentimentales. Creíamos que todo lo negativo era una construcción cultural. Vivíamos completamente en el mundo de la tabula rasa. Ignorábamos completamente cualquier mandato, porque no teníamos ni idea de que hubiera mandatos biológicos. Para decirlo claramente, no entendíamos que la biología era una regla.

Foto: Víctor Ubiña

P.- ¿Y no temes caer en la falacia naturalista, dar por hecho que la biología marca el camino correcto? 

R.- Son reglas, y las reglas a veces están para esquivarlas, pero conociéndolas. Naturalmente, la cultura doblega. Eso lo explica muy bien Pinker en uno de sus últimos libros. Se trata, evidentemente, de una lucha feroz por romperle el brazo a la naturaleza, que es salvaje, violenta, cruel, despótica. Pero eso no quiere decir que nosotros tengamos que negar la naturaleza. Todo lo contrario. Nosotros tenemos que saber lo que es la naturaleza, cuáles son efectivamente sus mandatos, sus reglas, para burlarlas en la medida que podamos. La muerte es el principal de sus despotismos. La humanidad trabaja contra ella y, a veces, con éxito.

P.- ¿Qué has aprendido escribiendo este libro?

R.- En primer lugar, a lo que nos referíamos antes: el distinto papel que el pasado juega en la vida de las personas. Y otra cosa que he aprendido: hay varias personas en el libro que mueren, o que me doy cuenta que han muerto mientras estoy escribiendo el libro. Esto me ha impresionado. Y finalmente algo de lo que no hemos hablado, que es la reflexión sobre lo que puedes contar sobre los otros.

P.- Te preguntas de quién son los derechos de autor de una vida. ¿Tienes alguna respuesta?

R.- Es imposible explicar una vida aislándola de los otros. Y los otros tienen que aprender que igual que podrían haber sido el padre, hermano o amigo de un policía, un gánster o un pirata, lo son de un escritor. ¿Cómo explicas la vida de uno sin hablar de dos?

P.- Es ético porque no te inventas nada. Diría que el problema está en los libros que tienen un 70% de realidad y un 30% de ficción.

R.- Eso es indigno. Este libro puede haber cometido errores de apreciación, de juicio y también fácticos, aunque el recuerdo ha querido estar trabajado y documentado. Pero aquí no hay ninguna voluntad de ficción. A mí me parece completamente inmoral el sometimiento de personas públicas al dictado de la ficción.

P.- Vamos a cerrar con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas cruzadas?

R.- Pues creo que deberías entrevistar al gran escritor Juan Abreu.

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