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Matthew Specter: «No hay que convencer a Vladimir Putin de nada; hay que derrotarlo»

Este historiador de Berkeley cree que la invasión de Ucrania revela lo peligrosa que es la idea de un «interés nacional» al que debe supeditarse toda ética.

Matthew Specter: «No hay que convencer a Vladimir Putin de nada; hay que derrotarlo»

Matthew Specter ha presentado en la Fundación Ramón Areces su libro 'The Atlantic Realists', sobre el origen de la teoría realista. | Fundación Ramón Areces

En los años 80, cuando era un jovenzuelo recién llegado a la Universidad de Harvard, Matthew Specter se apuntó a un curso que impartía el politólogo Joseph Nye y cuya premisa central era que, en el ámbito de las relaciones internacionales, la ética debía siempre supeditarse al «interés nacional». Parecía lógico. La razón de Estado es algo concreto y objetivo, frente a los siempre difusos y cambiantes códigos morales. El problema es que, cuando te ponías a profundizar, nadie ofrecía una definición clara de qué era el interés nacional.

Specter no dedicó entonces mucho esfuerzo a esta paradoja. Su carrera discurrió por otros derroteros. Se dedicó a escribir sobre el filósofo Jürgen Habermas y no volvió a preocuparse por el asunto hasta los atentados del 11-S y la subsiguiente cruzada contra el terror. «La invasión de Irak fue muy traumática para mi generación», me explica en la Fundación Ramón Areces, donde ha venido a presentar The Atlantic Realists. «No entendíamos esta nueva variante del imperialismo estadounidense».

George Bush argumentaba que no era una guerra de ocupación, sino de liberación, pero «esa es la típica bravata de los realistas modernos». «No discuto», concede Specter, «que hubiera un componente altruista en la operación, pero no me tomaría demasiado en serio la palabra de los neocóns. Lo que pretendían esencialmente era de dejar bien claro quién detentaba la hegemonía en el nuevo mundo unipolar».

Muchos progresistas se tomaron, sin embargo, en serio el idealismo de Bush, pero no reaccionaron sumándose a Bush, sino rechazando el idealismo. «Gravitaron hacia Carl Schmitt». Este jurista «había proclamado, parafraseando a [Pierre-Joseph] Proudhon, que quien invoca a la humanidad generalmente intenta hacer trampa y mis amigos de izquierdas pensaron que era alguien que podía ayudarles a desmontar este nuevo imperialismo neocón de los derechos humanos. Y eso me preocupó».

Había buenos motivos para ello. Schmitt no entiende la política como un espacio en el que se debate y se concilian puntos de vista, sino como una arena en la que se combate y se imponen decisiones. Este antagonismo era imposible de encauzar en una democracia liberal, como la República de Weimar había demostrado, y por eso Schmitt había apoyado el ascenso de Adolf Hitler.

Ver el inquietante coqueteo de la izquierda con semejante personaje fue «el motor emocional que me impulsó a embarcarme en una investigación de 10 años», dice Specter. Su punto de partida fue la Alemania nazi. ¿De dónde podían haber salido, si no, conceptos tan antipáticos como el espacio vital o el interés nacional? De todos es sabido que los Estados Unidos son eminentemente wilsonianos y desprendidos. Fueron los promotores del orden liberal y democrático que había presidido la comunidad internacional tras la Segunda Guerra Mundial.

Pero resultó que la idea de espacio vital, clave para justificar la anexión de Austria y los Sudetes, primero, e invadir Polonia, después, la había acuñado un pensador y geógrafo que había pasado una larga temporada en Estados Unidos y había concluido que su expansión de costa a costa era el modelo que todo aspirante a imperio debe emular. Y resultó que, en un famoso texto de 1939, Schmitt pone la Doctrina Monroe como inspiración para el Tercer Reich.

Así que las «ideas alemanas» no eran en el fondo tan alemanas. ¿Eran universales, entonces? Eso es lo que los promotores del realismo aseguran: que el sistema internacional es anárquico y hay siempre grandes poderes que pugnan por colmar los vacíos. Esta ley casi física se remontaría por lo menos a Tucídides y la China milenaria, pero lo que Specter hace en su libro es «provincializar el realismo», es decir, documentar su aparición en una región y una fecha específicas: el Atlántico norte y finales del siglo XIX.

Pregunta.- No cree que el concepto de interés nacional sea nada sólido.

Respuesta. ¿Quién decide qué es el interés nacional? Noam Chomsky dice que es el interés de las élites y no está, desde luego, sujeto a ninguna deliberación. Es urgente hacer una crítica de esta noción, porque incluso intelectuales a quienes respeto enormemente defienden que la izquierda debería reivindicarlo, que es una buena guía para la acción.

P.- Y usted no está de acuerdo.

R.- Creo que podría ser recuperable, pero después de una seria revisión. No podemos enviar a la gente a morir por un pseudoobjetivo como el interés nacional. Tampoco nos vamos a poner del lado de las personas equivocadas en Sudáfrica, en Nicaragua o El Salvador debido a algún interés nacional supuestamente objetivo. Ese fue el chantaje durante la Guerra Fría.

P.- ¿Y cuál es la alternativa al interés nacional?

R.- Yo diría que el interés planetario.

P.- ¿No suena un poco utópico?

R.- ¿Seguir como hasta ahora le parece realista? No creo que conduzca a ningún lado pensar únicamente en términos de interés nacional, vivir en una metafísica del conflicto inevitable entre las grandes potencias.

P.- ¿Y cómo se va más allá del interés nacional?

R.- Los liberales contaban con la teoría del «doux commerce», del efecto civilizador y pacificador del comercio y la interdependencia. Así esperaban integrar a China y Rusia en la comunidad internacional, pero no ha funcionado. Necesitamos encontrar un modo de coordinar los intereses nacionales y los internacionales. No estoy diciendo que sea sencillo. Tampoco me opongo a que los estadistas tengan en cuenta los intereses democráticamente expresados de los ciudadanos. Pero rechazo esa actitud que considera sensiblera y femenina la promoción de los derechos humanos o de los objetivos ambientales, y que propugna que se supediten a lo verdaderamente serio, que es el interés nacional.

P.- Es justamente lo que Vladimir Putin ha esgrimido para invadir Ucrania.

R.- [Medita un buen rato antes de responder]. No me parece que Putin tenga una idea muy sólida de la realidad. Confunde el deseo imperial con el interés nacional. Es un ejemplo perfecto de que el interés nacional es ideológico y elástico, y el problema de los realistas es que lo cosifican y lo normalizan, lo tratan como si fuera algo lógico. Dicen: «Si la OTAN se mete en el patio trasero de Rusia, esta no tiene más remedio que reaccionar». Pero, ¿qué pasa con todas las cuestiones legales y éticas? ¿Por qué no pueden los vecinos de Rusia determinar su propio destino? ¿Y qué es eso del patio trasero de otro? Putin alega que es la voz del espíritu nacional, que se limita a canalizar sus demandas geopolíticas… Es una ilusión que le permite eludir cualquier responsabilidad moral, un proyecto ideológico.

P.- Pero que es efectivamente muy popular entre los rusos.

R.- Sí, hurga en las humillaciones de la posguerra fría, más económicas que militares. Occidente hizo más daño con sus reformas en los años 90 que con la expansión de la OTAN. Pero el modo de superar esta neurosis no es matar a tus vecinos y apoderarte de sus tierras.

P.- ¿Y cómo se convence a alguien como Putin de que está equivocado y es todo una ilusión?

R.- No hay que convencer a Putin de nada; hay que derrotarlo.

P.- Es la primera potencia nuclear del planeta…

R.- No podemos dejarnos intimidar por sus amenazas. Occidente tiene un interés moral y un interés estratégico en la integridad territorial de Ucrania. Si optamos por el apaciguamiento y realizamos concesiones porque el público se asusta y dice: «No podemos permitirnos una escalada», corremos el riesgo de vernos en una situación similar con Estonia y el resto de los países bálticos dentro de unos años. No hay una solución fácil, pero creo que el último discurso de Putin nos da algunas pistas sobre el camino a seguir. Hasta ahora, el casus belli había sido la expansión de la OTAN, pero ahora dice que su propósito es acabar con la hegemonía de Estados Unidos. Igual que Moscú lideró el sur del planeta en los años 60 y 70, ahora se ha puesto a la vanguardia de China, India, Brasil… En ese sentido, la queja de Putin es un síntoma de que nos encontramos en una encrucijada. Asistimos al resquebrajamiento del orden posterior a 1945. Tenemos la oportunidad de rediseñar la arquitectura mundial para levantar un sistema basado en la ley y el respeto por las fronteras. No podemos volver a la tesis schmittiana de que Rusia tiene su esfera de influencia, China la suya y así sucesivamente. Eso es inaceptable.

P.- ¿Qué propone, entonces?

R.- Una política exterior basada en los derechos humanos y la democracia.

P.- ¿La creación de un parlamento mundial?

R.- No, en absoluto. No creo que haya que escribir un guion nuevo e imponérselo luego a todo el planeta. Ese es el proyecto del internacionalismo liberal y no ha funcionado. No podemos volver a eso, pero tampoco debemos resignarnos a las recetas realistas, a ese fatalismo de que las grandes potencias van a hacer lo que les dé la gana en sus barrios aledaños.

P.- Es usted pesimista…

R. No, no, nunca y probablemente eso sea un problema… Pero, fíjese, se suponía que la invasión de Ucrania iba a durar tres días. Eso es lo que sugería el realismo y, sin embargo, cuestiones del ámbito de la moral se han revelado decisivas. La determinación del pueblo ucraniano no es aire, no es palabrería vana. Como tampoco lo es el desaliento de los soldados rusos, que no saben por qué pelean… Existe un margen de maniobra más amplio y el arte de gobernar debería consistir en encontrar compromisos razonables, no en plegarnos a la ley del más fuerte.

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