THE OBJECTIVE
Lea Vélez

¿Quién es el hijo?

«Todos los padres sabemos que revivimos el pasado en nuestros hijos y, por ello, me pregunto hasta qué punto somos capaces de verlos como realmente son»

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¿Quién es el hijo?

¿A quién educamos cuando creemos que estamos educando al hijo? ¿A quién regañamos cuando hace algo mal? ¿A quién tratamos de salvar del dolor de la soledad de un patio escolar? No sé responder a estas preguntas ni como madre, ni como observadora de la vida. No sé responder si realmente educo a mis hijos o si lo que hago es tratar de educar a la niña que fui, aquella niña bajita, de mirada intensa y pocas palabras, que sufría en un patio escolar y que creció en la desconfianza hacia la amistad. “Todos mis amigos se van, me abandonan”, me dice el niño pequeño sin tristeza, como un comentarista de la vida que remarca un hecho recurrente: “Se van del colegio, los cambian de clase, desaparecen, me dejan”. Lo dice sin tristeza aparente y me pregunto si al escuchar sus palabras oigo a ese niño rubio, con su propia personalidad y anhelos, o acaso, escucho a la niña que fui y sufro de un ataque de empatía dolorosa porque aquellas emociones siguen bien presentes. Probablemente lo segundo, porque recuerdo el día en que me separaron de mi mejor amiga, de mi única amiga, al hacer los grupos de primero de EGB. Recuerdo una escena de llanto y las palabras: “Os habéis equivocado de fila, yo tengo que estar en esa fila”. Veo la fila marcharse, desaparecer por la puerta del colegio de parvulitos. Un trauma, claro. No recuerdo su rostro, no recuerdo su nombre, solo que nos separaron y que nada volvió a ser feliz ni jamás volví a confiar plenamente en la longevidad de una amistad.

¿Soy yo la que escucha en esas palabras aparentemente frías del “todos mis amigos me dejan” un dolor que no está? ¿Es el hijo quien finge firmeza porque así se comunican los niños, pero da a entender, para que yo adivine, que quiere tener amigos y que necesita mi ayuda?

El otro hijo, su hermano, está solo en el patio. Cada mañana se aparta deliberadamente de los demás, que hacen pandilla en un banco del recreo mientras esperan a que suene el timbre. No los mira, siquiera. Parece estar tan tranquilo, esperando, pero yo adivino sus emociones o pretendo adivinarlas, aunque lo que querría es ignorarlas. Inevitablemente, traslado a la niña que fui a su interior.

El año pasado ese mismo hijo que hoy espera solitario entraba corriendo en el patio para encontrarse con su mejor amigo. Se ponían a hablar y gesticular, como hago yo con una amiga del alma, y jugaban y competían y a veces, bueno, pues también se cascaban, lógicamente. En el colegio decidieron que tanta intensidad no era buena y los separaron al hacer los nuevos grupos. Ay, la separación, mi trauma se puso en guardia, la niña me tiró del vestido: ¡haz algo!, pero la mandé callar. Mi sentido de la buena madre mantuvo la infancia a raya. Los mejores amigos fueron separados por “endogamia” pues al parecer, las pedagogas del colegio decidieron que su amistad les impedía relacionarse con otros niños y abrir su círculo de relaciones. No dije nada. Pensé que ya era hora de ver a mi hijo por sí mismo y darle su oportunidad de sufrir sus propios traumas, pero la niña era sabia. Más sabia que muchos adultos. No solo no ha ampliado su círculo de amigos, sino que está solo, él solo, completamente solo, cada mañana, de cada día.

La infancia nos marca el ritmo de la vida adulta y cuando la creíamos olvidada, vuelve a marcarlo en la forma en que miramos a los niños. Todos los padres sabemos que revivimos el pasado en nuestros hijos y, por ello, me pregunto hasta qué punto somos capaces de verlos como realmente son. Es evidente que no, pero cómo saber qué hacer. Cómo no equivocarse tratando de salvar a aquellos que fuimos en esta segunda vuelta que la vida parece ofrecernos. Cómo no equivocarse sabiendo que ellos son diferentes y que nuestra sombra del pasado tal vez no nos los deja ver. Cómo no luchar contra nosotros mismos.

La realidad es que ser padre es la paradoja perfecta, desasosegante porque hay que resucitar al hijo que fuimos. Conocer a alguien demasiado bien, empatizar con todas sus emociones y cargar con todas sus penas, nos hace tan buenos como malos padres, tan fuertes como vulnerables, tan seguros del camino como perdidos en las emociones, o quizá… tan niños como adultos.

Qué difícil es crecer. A veces, no se logra nunca o quizá crecer es simple desmemoria, pero… ¿cómo olvidar? ¿Cómo olvidar si somos felices y todos los errores pasados nos trajeron hasta aquí?

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