THE OBJECTIVE
Daniel Capó

Mi primo de Zumosol

«Optar por las vías secundarias tiene sus riesgos, pero también sus gratificaciones»

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Mi primo de Zumosol

NASA | Unsplash

Todas las familias tienen a su primo de Zumosol; en mi caso son dos: mi tío sueco y mi tío americano. Otro día hablaré del sueco; hoy toca el americano, que recorrió en moto las llanuras asiáticas con dieciocho años –de Kabul a El Cairo–, participó en la guerra de Corea y compró miles de acciones de Apple cuando cotizaban a menos de diez dólares. «En bolsa –me dijo una vez–, el secreto consiste en comprar a precio de derribo, irte a dormir una o dos décadas y esperar a que, cuando despiertes, alguna de tus apuestas –basta con que sean una o dos– se haya multiplicado por diez o por más». A él le salió bien con dos empresas: Apple y una hotelera, no recuerdo ahora si Marriott u otra. Me contaba estas cosas y yo no dejaba de pensar –era joven e impresionable– que a la fortuna hay que buscarla y agarrarla allá donde se encuentre, como nos enseñó Maquiavelo. Su padre fue uno de los primeros agentes de la CIA, de ahí que mi tío viviera unos años en el Próximo Oriente.

Me gusta pensar que su mundo es el del embajador Kennan y quizás lo sea de algún modo: un anacronismo hoy. Me enseñó también que conviene mirar a los lados más que al centro, porque es en los rincones donde suceden las cosas, y que, en todo caso, nunca hay que fiarse de lo obvio y sí de la intuición sustentada por la experiencia. Optar por las vías secundarias tiene sus riesgos, pero también sus gratificaciones. Le hice caso. Como en primero de carrera me aburría, dejé de asistir a las clases y me puse a leer, convencido de que los libros saben más que los profesores. En segundo, recorrí el norte de España solo y a pie. En cuarto, me fui a vivir con mi tío americano, que se había cogido un año sabático y se pasaba las mañanas componiendo un musical de Broadway que nunca se llegó a estrenar. Puesto que apenas sabía solfeo, contrató a una exiliada rusa –que había sido profesora de piano en algún conservatorio soviético– y le silbaba las melodías para que ella las armonizase y orquestase, mientras su sobrina y yo nos dedicábamos a ser jóvenes. Un día fuimos a que nos cortara el pelo un italiano jubilado que atendía en su casa y aplicaba la regla del corte único. Una leyenda local aseguraba que de niño conoció a Thomas Alva Edison y que había sido el peluquero de Paul Auster cuando Auster todavía no era Auster, sino sólo un crío de Nueva Jersey. Hablaba un español estupendo que aprendió leyendo las obras de teatro de Alejando Casona. Al menos así nos lo contaba y tuve que creerle porque un peluquero octogenario no se inventa esas historias. Y si las cuento ahora es para dejar testimonio del mundo que he conocido, por muy irreal que parezca –eso también forma parte de la «dulzura de vivir» que evocaba hace unos días Jorge San Miguel. Lo dejo aquí.

La semana pasada hablé con mi tío por FaceTime y le pregunté acerca de las elecciones americanas. Me contestó que no espera nada de nadie: «He votado en once elecciones presidenciales, tres veces demócrata, cuatro republicano y cuatro a candidatos independientes; pero ahora no tengo estómago para votar a ninguno de ellos. Nunca he sido muy bueno escogiendo a un candidato. Apoyé con entusiasmo a Carter y a Obama y me equivoqué con ellos. Voté en contra de Reagan y ha sido el mejor presidente desde Eisenhower. ¡Qué cosas! Un buen candidato no resulta necesariamente un buen presidente y a la inversa. Lo único cierto es que los principios y valores que han sostenido a nuestro país en los buenos y malos tiempos se encuentran muy dañados».

Dejamos de lado la política y pasamos a hablar del futuro –vernos el próximo verano en Burdeos– y del pasado. Hablamos de los miles de árboles que ha plantado en su casa de los Apalaches y de las serpientes de cascabel que pueblan aquellos bosques. Hablamos de Ezio Pinza y de South Pacific. Hablamos de una noche junto al lago, en que le hablé por primera vez en un inglés fluido –la luz de las estrellas era tan intensa que parecía desparramarse sobre nosotros. Hablamos de todo esto y, al despedirnos, me dijo: «Tuviste suerte de conocer la cara buena de América. Todavía existe y aún puedo contemplarla a diario ante mis ojos, pero se está desvaneciendo. Ya veremos qué nos deparará el futuro». Ya veremos, en efecto.

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