THE OBJECTIVE
Jorge Freire

El sello de clase

«Siempre habrá un angelito con flechas en el antebrazo para recordarnos nuestra condición. Porque nada nos libra, Pessoa dixit, de la ley fatal de ser quienes somos»

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El sello de clase

1 de mayo: el día en que los periodistas se acercan a las colmenas y sacan fotos. ¡Cómo nos gustan los obreros! Hablar de ellos en tercera persona siempre es gratificante, porque así el periodista precario parece otra cosa. Hasta quienes hablan siempre al dictado del patrón se quejan ahora del olvido de la clase proletaria. Tráiganme un obrero, exige el articulista, como el explorador pediría un ejemplar de indígena disecado. Pero que sea un obrero conspicuo, ajeno al postureo y amigo de decir las cosas claras; uno de esos obreros de verdad, cuidadosamente ataviados de obreros, que lucen tan pintorescos en el andamio cuando los vemos desde el taxi.

Pero el currito se escabulle. A todos nos gusta emperifollarnos, sobre todo si somos pobres, como aquellos oficiales de la Guerra de los Treinta Años a los que nunca faltaba una bonita pluma en el sombrero, aunque no tuvieran para comer. En tiempos de Cervantes, el hartosopas no salía de casa sin engrasar la camisa con tocino (era como decir ¡voy harto de sopas!) y hoy sus epígonos muestran en Instagram el jubón lleno de migas. Así es la condición humana. Por eso es tan difícil dar con ese anhelado obrero platónico. 

No hay mejor sello de clase que el tatuaje. Llevamos en el pellejo nuestra marca personal, y esta tiene que actualizarse todo el rato. Por supuesto, hay muchas formas de señalar el ganado; tantas, que es casi imposible encontrar una res clearskin sin marcar. Los pendientes de dilatación, por ejemplo, recuerdan sobremanera a los crotales que se ponen a las vacas en la oreja. Pero el tatuaje forma parte de la especie humana desde la noche de los tiempos. Claro que hoy, merced a la libertad estética, podemos llevar un tigre en el antebrazo sin ser un galeote. La posmodernidad es la rabia de Calibán al ver en el espejo un tribal que molaba hace quince años.

Paradojas de nuestro tiempo: nunca ha habido tantas opciones estéticas entre las que elegir; y nunca el cuerpo ha estado sometido de manera tan férrea al escrutinio de la norma. La sueca quiere el pelo a lo afro y el sudafricano quiere ser chato. Rinoplastias, despigmentaciones, curas de adelgazamiento… De igual manera, el obrero quiere ser cualquier cosa menos obrero. Claro que el tatu no representa lo que somos; tampoco lo que queremos ser. Si acaso nos convierte, parafraseando a Nietzsche, en el comediante de nuestro propio ideal. Siempre habrá un angelito con flechas en el antebrazo para recordarnos nuestra condición. Porque nada nos libra, Pessoa dixit, de la ley fatal de ser quienes somos. ¡Feliz primero de mayo!

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