THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Aspirinas democráticas

«La retórica del ‘jarabe democrático’ encubre el intento por arrogarse la potestad de saltarse las leyes en nombre de la ‘justicia social’».

Opinión
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Aspirinas democráticas

Para indignación de los portavoces de su partido, que aman más a los suyos que a la verdad y quizá por eso se decidieron a reunirse en un partido, la Audiencia Provincial de Madrid ha ratificado la condena al portavoz de Unidas Podemos, Pablo Echenique, y al responsable de campañas electorales de la formación, Juan Manuel del Olmo, por haber llamado públicamente «violador» a un desconocido fallecido hace más de tres décadas. El asunto es escabroso, podría ser un Simenon o un Chabrol: de lo que se trataba era de defender a la mujer que encabezaba la lista electoral de Podemos en Ávila, condenada en su momento como cómplice en el asesinato del joven Manuel López Rodríguez. A tal fin, Del Olmo y Echenique —este último a través de Twitter, arma de difamación masiva— describieron al difunto como «violador»: la candidata se habría defendido o vengado del mismo. Difícilmente nos sorprenderá que el hermano del fallecido se mostrase en desacuerdo con tal «resignificación» de los hechos probados por la sentencia y optase por interponer una demanda civil por lesión del derecho al honor de su hermano. Si el Tribunal Supremo no lo remedia cuando vea el recurso que han anunciado los abogados de Echenique y Del Olmo, estos últimos habrán de abonar 80.000 euros a la familia del difamado.

Este asunto trae a la memoria el episodio protagonizado por Irene Montero hace ahora dos años, cuando denunció con nombres y apellidos a través de las redes sociales a la propietaria de un piso —sito en la Travessera de Gracia de Barcelona— por pedir a sus inquilinos una subida del precio de su arrendamiento. Siguió de inmediato una campaña en su contra, que incluyó manifestaciones a pie de piso en las que participaron los destacados miembros de Podemos que eran y siguen siendo Ione Belarra y Rafael Mayoral. Para colmo, parte de la jauría tuitera se confundió de nombre: acosaban a Esther Argerish, propietaria de un hotel, en lugar de Esther Argerich, propietaria de la vivienda. Todo esto sucedía en plena campaña electoral; hablamos de aquellas elecciones que llevaron a Podemos al Gobierno e hicieron de Montero y Belarra en momentos distintos ministras del Reino de España. Tras el escándalo, la señora Argerich se querelló contra los propietarios de la vivienda, a la sazón miembros del Sindicato de Inquilinos, por un delito de coacciones; hace apenas unas semanas fueron condenados a abonarle la modesta cantidad de 720 euros por ese concepto. Para defenderse de las protestas que generó su señalamiento, Montero publicó un hilo en Twitter de esos que empiezan con una manita que señala hacia abajo y terminaba diciendo que la «extrema derecha» jamás la callaría si de «defender derechos» se trata. ¡Arreglado!

Sería deseable que estas sentencias sirvieran para poner fin a unas conductas que, por desgracia, han sido justificadas a menudo por aquellos que se animaron a comprar la chatarra argumental del populismo. Que un cargo público incrimine a un particular, arrojándolo a las fauces del monstruo tuitero, supone una flagrante vulneración de los derechos fundamentales reconocidos por la Constitución. Y reconocidos por buenas razones: el Estado de Derecho se asienta sobre la protección del individuo ante los abusos del poder público. La retórica que ha venido justificando este tipo de acciones —condensada en la infantil noción del «jarabe democrático»— encubre el intento por arrogarse la potestad de saltarse las leyes democráticas en nombre de la «justicia social». Pero no hay justicia fuera de las leyes y los procedimientos; tampoco existe un derecho a la libre expresión que contemple una excepción para justicieros. Por eso es buena noticia que los tribunales nos recuerden, píldora a píldora, eso que nuestros demagogos dicen entre aspavientos cuando tratan de defenderse de alguna noticia inconveniente: que no todo vale.

 

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