THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Las mercedes de La Fortuna (o La fortuna de la Merced)

«Nuestro problema no parece tanto de leyenda negra o leyenda rosa cuanto de que nuestras élites culturales manejan cuatro ideas recibidas sobre la idea de España»

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Las mercedes de La Fortuna (o La fortuna de la Merced)

Fotograma de 'La Fortuna'. | Movistar+

He visto La Fortuna, la serie de Amenábar. Ya saben ustedes que esta columna va de pelis, y de otras cosas. La Fortuna es una serie inédita en España por el tema aventurero, o eso nos dicen, aunque al final aventuras hay pocas. Hay, eso sí, actores españoles que gritan y gesticulan y están pasados de rosca. Por ejemplo, Karra Elejalde, que, se diría, ante la imposibilidad de concebir cómo habla y actúa un ministro (de Cultura… ¡y escritor!), compone una especie de Ábalos avant la lettre y avant todo, pero que persigue pecios en vez de maletones por Barajas. O su jefe de gabinete, que es el como el ministro pero un poco más chocarrero y unos pocos decibelios menos ruidoso. O la funcionaria antipática, sectaria y sexualmente confusa, que parece un portento de la sociedad futura -los hechos que inspiran la serie tuvieron lugar durante el gobierno de Zapatero, aunque no se recrea la época, quizás porque parece ya más lejana que la de Godoy. También hay unos actores americanos: uno, Clarke Peters, que interpreta bien un papel poco comprensible; otro, Stanley Tucci, que pasaba por allí. En medio de ellos, el español más bisoño aguanta como puede y sale mejor parado que  casi todo el resto. Es una especie de Tintín por oposición y desvaído pero, a diferencia del belga, echa un par de polvos en la historia.

La serie está inspirada en un cómic de Paco Roca que no he leído, así que no puedo juzgar la fidelidad de Amenábar y Alejandro Hernández, que firman el guión. Sí me llama la atención cómo se ajusta la historia a una cierta forma de pensar sobre España y los españoles en la historia, que es la que hemos recibido los nacidos, o al menos crecidos, en democracia. Ojo, que no es ese el mayor pecado como producto de ficción de La Fortuna; cuyo problema nuclear no es un marco ideológico que damos por descontado, como los peces el agua del acuario, sino que no llega nunca a interesar, no digamos emocionar. Pero el marco está. Aparece, por ejemplo, en el speech del embajador, retocado por nuestro Tintín fachita, donde se esboza una especie de teoría Whig de la historia a la medida de los libros de texto de Santillana y los carteles de José Ramón: a la España de Carlos IV ya la ha abandonado el «progreso» y ahora toca penar, como poco, hasta el 82.

Que a la España de 1804 la hubiese abandonado el progreso, lo que quiera que sea eso, no está claro: el capitán de la flotilla en la que navegaba la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, es decir, La Fortuna, era el santanderino Bustamante y Guerra, segundo de la Expedición Malaspina, que fue de Cádiz a Australia pasando por Alaska, Cantón y, por supuesto, la América española. Cuatro años después del incidente del Cabo Santa María, España iba a sufrir una invasión y una guerra que arrasarían la tierra, dejarían herido de muerte al imperio y lanzarían al mundo la palabra «liberal». Hace unos años hablaba, copa en mano, con mi querido editor en esta casa sobre la triste ventura de nuestro S. XVIII, del que nadie había querido apropiarse políticamente salvo, paradoja, el PSOE de Felipe en su fase manierista previa al 92: «las Luces».

Nada de lo ideológico en La Fortuna es insólito ni, como decía, decisivo en su fracaso como ficción. Al fin y al cabo, Amenábar ya firmó una película en la que Hipatia de Alejandría era una mezcla de heroína de peplum y divulgadora progresista del Twitter. Pero sí es representativo de un relato sobre España que ya se desbordó por la izquierda a partir de 2011 y que ahora da cumplidos signos de desbordarse por la otra orilla. A la postre, nuestro problema no parece tanto de leyenda negra o leyenda rosa cuanto de que nuestras élites culturales manejan cuatro ideas recibidas sobre la historia y, sobre todo, la idea de España. Igual pasarse medio siglo discutiendo sobre estas cosas como Albornoz y Castro es demasiado, pero tampoco parece muy normal que un país cuyas fronteras datan de hace 500 años tenga que conformarse con este nivel pictolín de debate entre sus gentes educadas.

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