THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Vacunación: el argumento a la luz de las circunstancias

«La propia evolución de la enfermedad aconseja reevaluar la idoneidad del punitivismo estatal»

Opinión
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Vacunación: el argumento a la luz de las circunstancias

Una mujer recibe la tercera dosis de la vacuna contra la covid. | Alberto Ortega (Europa Press)

La controversia en torno al llamado «negacionismo» inmunológico parece haberse debilitado: el presidente del Gobierno ha terminado de arruinar la potencia semántica de la palabra tras aplicársela a la oposición democrática y el caso Djokovic se ha cerrado con la expulsión de Australia del tenista serbio. Sin embargo, la política de los países democráticos no ha sufrido demasiados cambios: el pasaporte covid sigue condicionando el acceso de los ciudadanos a determinados establecimientos en países como Francia y algunas regiones de España, mientras que Austria e Italia han llegado a decretar la vacunación obligatoria de la totalidad o una parte de su población. A ratos, las redes sociales continúan registrando la amarga querella entre quienes rehúsan vacunarse y quienes reprochan la actitud de aquellos a los que llaman —la palabra es fea y despectiva— «magufos». Hay incluso quienes les privarían del derecho a recibir asistencia sanitaria: lo sorprendente es que lo digan públicamente.

Pero hay otras cosas que tampoco cambian: los medios se siguen haciendo eco de desgracias evitables. Ha quedado ya demostrado que la vacuna protege de manera eficaz contra las manifestaciones más graves de la covid-19; cada día muere alguien que podría haberse salvado si hubiera accedido a vacunarse. ¿Por qué no lo hacen? Es difícil comprenderlo. Ni que decir tiene que las circunstancias y la suerte juegan su papel: contagiarse cuando se está habitualmente expuesto al contacto con los demás es más fácil que cuando se vive en una torre de marfil; igual que puede recibirse una distinta carga viral y no todas las variantes del virus son igual de peligrosas.

Ahora bien: en países como España, que gozan de una elevadísima tasa de vacunación entre la población adulta y donde ha empezado incluso a inocularse a los niños, ¿no ha llegado acaso el momento de rebajar la presión sobre quienes insisten en no protegerse a sí mismos? Dejando al margen que ni siquiera la obligatoriedad legal de la vacunación empujaría a los renuentes al centro de salud, la propia evolución de la enfermedad aconseja reevaluar la idoneidad del punitivismo estatal: por equivocados que estén quienes se niegan a pasar por la aguja. ¡Y lo están! Para comprobarlo, basta escuchar el testimonio de alguno de los pentiti que sale de la UCI lamentando no haberse vacunado en su momento. Pero una cosa es que estén equivocados y otra distinta que la sociedad democrática tenga que equivocarse al lidiar con ellos.

El argumento es sencillo. Voces autorizadas como las de Diego Gracia, Antonio Diéguez o Manuel Toscano han defendido de manera sólida que tenemos el deber de vacunarnos: para evitar el fortalecimiento del virus, frenar su circulación, aliviar la presión sobre el sistema sanitario. Se trataría de un deber moral más que legal; al menos, mientras la ley no diga lo contrario. Puede apreciarse aquí la ironía característica del free-rider, ese gorrón que puede viajar gratis porque el resto paga su billete: vacunarse solo será un deber moral siempre y cuando el número de quienes se lo hagan alcance una proporción suficiente. Si casi nadie se vacunase, en cambio, otro gallo cantaría: el gallo de la obligatoriedad legal. En España, inoculado el 90% de la población adulta, tiene una importancia relativa que haya quien se niegue a hacerlo; los que llevamos las tres dosis tal vez no lleguemos a ponernos una cuarta si la política de vacunación contra este coronavirus empieza a parecerse más a la de la gripe. No es que la existencia de una bolsa de no vacunados sea indiferente: pregunten en los hospitales. Pero no es crucial ya; salvo para los propios implicados.

Ocurre que los argumentos en favor de la vacunación—que legitimarían a su vez el uso de instrumentos como el pasaporte covid— pierden algo de fuerza cuando comprobamos que no es capaz de frenar la transmisión de la enfermedad. Creímos a pies juntillas en la inmunidad de rebaño y nos hemos llevado un chasco. Y sí, parece que los vacunados transmiten menos el virus, pero no está claro que esa diferencia justifique a estas alturas la presión legal contra el desobediente: ómicron ha multiplicado los contagios en el interior de una población masivamente vacunada. En realidad, quien hoy rechaza vacunarse está perjudicándose sobre todo a sí mismo —arriesgándose a padecer una versión letal de la enfermedad— sin por ello perjudicar especialmente a los demás. El contexto cuenta: allí donde el número de vacunados sea pequeño, la sobrecarga del sistema hospitalario podría cambiar las cosas. Pero la variante ómicron se ha hecho dominante a gran velocidad sin que ello se haya traducido en un aumento proporcional de hospitalizados y fallecidos. Se nos advierte que tal vez vengan otras mutaciones que la hagan buena; es posible, aunque resulta improbable. Ya lo veremos.

Mientras tanto, seamos claros: las vacunas han funcionado y quienes se oponen a ellas están equivocados. Su conducta es egoísta, pues se niegan a contribuir al bien público que supone la protección colectiva. Pero de ahí no se deduce que los argumentos y las normas con que se responde a ese singular segmento de la población —remisos de distinta motivación— hayan de ser inmutables. Tal vez sea el momento de rebajar la presión sobre ellos, sin renunciar a las campañas informativas ni abandonar las recomendaciones de salud pública: si cambian las circunstancias, las normas y los argumentos pueden cambiar también. No sea que también nosotros, los buenos, caigamos en el dogmatismo.

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