THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Jarkov, km 1000

«Ahora, aunque lejos geográficamente, ya no estamos al margen, como lo estuvimos durante la Segunda Guerra Mundial»

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Jarkov, km 1000

Protesta contra la agresión rusa. | Jonas Roosens (Belga Press)

Las imágenes de la región del Donbás antes de que comenzara la guerra nos empujaron –al menos a los de mi generación– a una Europa que creíamos historia pasada. El vídeo de Putin preguntando inquisitorial a su jefe de inteligencia exterior –o algo así– remitía a cualquiera de las primeras novelas de Le Carré. Es decir, a un mundo que sabíamos que había existido y se presentaba ante nosotros bajo el espejismo de una ficción: España ni había estado en la II Guerra Mundial, ni en la Guerra Fría. No como protagonista, quiero decir, más allá de la División Azul y la entrada en París con los tanques de la división comandada por el general Leclerc.

Pero sin movernos casi de la época –y es probable que a la mayoría de los españoles de ahora les suene a chino, si no fuera porque los hay que lo estudian– en los colegios de jesuitas se vendía una colección de pequeños libros llamada ‘Ardilla’. Y en los colegios de franciscanos otra colección llamada ‘Vidas ejemplares’, formada por unos gruesos tebeos a todo color que trataban de eso: vidas de santos y beatos y santas y mártires –la crueldad de los emperadores romanos, la aventura africana del místico Charles Foucauld, o san Luis, rey de Francia…–, contadas con gracia narrativa y un dibujo no por simple menos atractivo. Creo que los alumnos de los franciscanos no leían los libritos ‘Ardilla’ y en cambio los alumnos de los jesuitas sí leíamos ‘Vidas ejemplares’. Bastantes de ellos lo hacíamos.

La colección ‘Ardilla’ –más modesta que ‘Vidas ejemplares’– era, sin ser gráfica, muy variada: había novelas, biografías, libros humorísticos, algún clásico afeitado… Por sus páginas aparecían Ulises, Troya, Rommel en el desierto, El Coyote, contrabandistas, casos policíacos… en fin, un tutti fruti de cultura sui generis pensada para infantes. Entre todos esos libros diminutos había una novela algo más gruesa titulada Jarkov, km 1000. Sé que la leí, pero no recuerdo de ella nada en absoluto, más allá de la ilustración de su cubierta donde aparecía el rostro de un niño y unos soldados peleándose cuerpo a cuerpo, tal vez como está ocurriendo ahora. El misterio de los libros olvidados.

Lo único que recuerdo es que esa novela transcurría durante la Segunda Guerra Mundial, guerra que formó parte de nuestra mitología generacional. Jugábamos a la Segunda Guerra en el patio del colegio como si jugáramos a tirios y troyanos, judíos y filisteos, o romanos y cartagineses, cuyo espíritu –el de todos ellos– se mezclaba con la Europa de Churchill, Hitler y Stalin. A lo que nunca jugábamos era a la Guerra Civil, un tabú que nadie nos había impuesto, al menos de forma explícita. A eso no se jugaba, sin más y sin decírnoslo, todos sabíamos que era asunto intocable.

Ahora la guerra viene del Este –como el espía que surgió del frío– y nada tiene del mundo clásico o del mundo bíblico, pero siempre se parecen sus imágenes entre sí: son imágenes arrancadas de lo peor del siglo XX. Como si la guerra tuviera un espíritu detenido en el tiempo y nos remitiera a un pasado que creíamos y queríamos enterrado. Y cuando aparece este jinete del Apocalipsis lo hace con la retórica y la imagística de entonces.

En la corta huida de Ceacescu, las imágenes de los soldados con fusiles de largas bayonetas –tan largas como sus abrigos– remitían a la Gran Guerra europea, la del 14. Si nos acordamos de las imágenes de la guerra de Yugoslavia, ya aparece la Segunda Guerra Mundial con sus deportaciones, campos de concentración y crímenes en masa. Y si miramos ahora las imágenes del Donbás en nada se diferencian de las del avance alemán sobre Polonia y Rusia; si miramos a los habitantes de Kiev amontonados en el las estaciones de metro como refugio, en poco se diferencian de las de los bombardeos de Londres en los años 40 del pasado siglo; si miramos las masificadas columnas de coches intentando escapar de Ucrania, la atmósfera que reina en ellas apenas es distinta de las columnas de parisinos huyendo hacia el sur cuando los alemanes invadieron Francia, o de las masas de republicanos españoles intentado cruzar la frontera y llegar a Francia. La guerra es vieja y aunque hayamos vivido al margen, siempre la hemos visto y siempre hemos sabido –aunque una legión de ingenuos crea que no– que está ahí, a la espera de que nos descuidemos.

¿La diferencia? Que ahora, aunque lejos geográficamente, ya no estamos al margen, como lo estuvimos durante la Segunda Guerra Mundial. He dicho antes que no me acordaba de nada de Jarkov, km 1000 y dados los acontecimientos últimos me gustaría –creo que a todos nos gustaría– no recuperar súbitamente esa memoria.

En cuanto a los atacados, como suele ocurrir en la vida, están más solos que nunca.

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