THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

La guerra en Instagram

«La fuerza de la primera reacción es tal, que poco importa si después descubrimos que es falsa»

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La guerra en Instagram

Un edificio residencial destruido en Ucrania. | Umit Bektas (Reuters)

A nuestro protagonista lo llamaremos, qué sé yo, José Alberto. Desde la distancia, desde el sofá mullido de IKEA, con el mando de la nueva televisión Samsung blablá en una mano y el iPhone nosequé en la otra, José Alberto siente que esta guerra es distinta a las otras. Y ciertamente lo es. Queda poco rastro de los viejos cámaras de guerra, capaces de grabar con un aparato de treinta kilos al hombro el asalto al puente de Mostar mientras, con el cuchillo al cinto y las balas al aire, corrían al centro de operaciones para transmitir el vídeo. Hoy aquellos dignísimos periodistas han sido sustituidos por algo mucho vulgar, en el sentido etimológico del término (vulgus, gente común), pues es el propio pueblo quien graba las imágenes con sólo desenfundar el teléfono: un clic para grabar, un clic para subirlo a la red. Y en ese mismo instante, las secuencias dan la vuelta al mundo entre cadenas de WhatsApp e hilos de Twitter. Así que José Alberto, estremecido en el sofá, observa el vídeo: una tanqueta aplasta el coche de un civil cuando éste intentaba huir. Al toparse con las imágenes, se recuesta angustiado: pobres ucranianos, se dice mientras comprueba que el Real Madrid le ha metido el segundo al Racing de Santander.

Es la primera guerra, como digo, que se produce en un país donde cualquiera puede captar la imagen de la muerte con sólo apretar un botón. A Occidente, porque es Occidente el receptor de ese constante ir y venir de vídeos con explosiones y niños llorando y búnkeres y tal, le proporciona un relato. Un relato de crudeza, de miedo, de sangre, de terror. José Alberto está más cerca de la guerra de lo que jamás estuvo. Se diría, incluso, que parece más informado que nunca. Pero, paradójicamente, no es así. Porque la imagen es traidora, resabida, desleal. Y del mismo modo que habrá imágenes reales, claro, llegarán otras trucadas, algunas descontextualizadas, otras acusando a quien no se debe, otras que ni siquiera se produjeron en Ucrania. A algunos medios les han colado hasta secuencias de videojuegos haciéndolas pasar por reales. La fuerza de la primera reacción es tal, que poco importa si después descubrimos que es falsa. La moral de cartón de Occidente ya ha sido agitada, y eso es lo único que importa.

Porque ésta, la de la moralina en pantuflas, la de la ética pirotécnica, es la otra cara de este mundo de imágenes. Ahora José Alberto, que renglones atrás se arrullaba en su chaiselongue con asientos deslizantes, decide abrir su cuenta de Instagram, elegir una foto de Kiev cualquiera, y escribir con parsimonia: «No a la guerra». Venga, ya estaría. Decenas de interacciones: qué bueno eres, qué gran corazón, José Alberto, más gente como tú hace falta. Otra imagen, esta vez la propia, emerge sobre el estercolero moral. Alguien debería decirle: no, José Alberto, ese «no a la guerra» sólo tiene sentido cuando formas parte del bando invasor, y la opinión pública ejerce como contrapeso político. Pero qué va, su conciencia deglute la aprobación social que persigue y eso basta. Además, llega la noticia de que Europa saca a Rusia de algunos escaparates de imagen social: que si Eurovisión, que si la final de la Champions. José Alberto lo celebra: esto es un buen contraataque. Pero vuelve a estremecerse con las imágenes que ahora difunde Rusia: el ejército checheno listo para la batalla como los uruk-hai en el abismo de Helm. Imágenes, imágenes, imágenes. Y en el centro, aquella pobre gente deseando que, de una vez por todas, entre tanta foto y tanta pose, dos bandos se decidan, en algún momento, a hablar.

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