THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Hasta aquí llegó la adulación en 2022

«Un consejo para aficionados y espontáneos: el peloteo hay que saber modularlo. Si se exagera demasiado pierde todo poder de convicción»

Opinión
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Hasta aquí llegó la adulación en 2022

El presidente del partido del PP, Alberto Núñez Feijóo. | Europa Press

Las nutridas salvas de aplausos de los congresistas de un partido español a su nuevo líder, recién coronado en un cónclave en Sevilla, sonaban a dejà vu: aquellos palmeros eran los mismos, o muy parecidos, que fervorosamente aplaudían pocos años atrás al líder anterior, al que ahora acababan de defenestrar. Entonces y ahora los aplausos eran una mera cuestión de… adulación.

También en el Congreso, cuando un jefe acaba su discurso, sus correligionarios aplauden ostensiblemente, puestos en pie, vueltos hacia él y elevando bien las manos, para que se vea su adhesión. Ignoro si esta estampa un poco ridícula es una especificidad española o es práctica universal. Me inclino a pensar que es esto último. 

Yo puedo respetar al bronco, al impertinente, al respondón, porque, por antipático que sea, por lo menos muestra orgullo y respeto de sí mismo, sangre en las venas. A quién no le gustan los caballos salvajes.

Pero también reconozco que ante el adulador siento una irreprimible ternura. Como siempre he disfrutado del privilegio de no necesitarlo, creo que no he adulado a nadie, o no mucho. O quizá lo he hecho –admito que es posible; no sé, prefiero no pensar mucho en ello-, pero en cualquier caso si lo hice fue involuntariamente, sin darme cuenta. Pero yo sé que no todos han tenido en la vida mi suerte, y me enternece cuando sorprendo a uno u a otra ejerciendo de pelota: ha de estar muy inseguro para implorar así cobijo.

En realidad hacen bien, porque la adulación es una fuerza casi irresistible; funciona; aunque en esa recámara de la conciencia donde reside la sensatez uno sepa positivamente que las lisonjas que le está dirigiendo el pelota de turno son interesadas, fruto del temor o del cálculo, y denotan baja autoestima o cinismo, no puede recibirlas sin agrado, no puede rechazarlas, pues le agrada tanto la imagen que trazan de él… ¡coincide tanto con la que quisiera ver en el espejo!

Es como el célebre diálogo de Johnny Guitar: «Dime que me amas aunque sea mentira».

-Su discurso ha sido… bueno, formidable.

-¿Tú crees? 

-Sí, desde luego. Divertido, emocionante. Casi se me saltan las lágrimas… ¡Se lo digo sinceramente!

-Te creo, te creo. Sí, yo también creo que he estado bien…

Incluso aunque sea evidente que no es sincero, el adulador agrada al adulado, porque, al rebajarse con sus elogios, se muestra inofensivo, manso y sumiso, y a todos nos gusta sentirnos superiores. Aunque la admiración que el pelota manifiesta sea rotunda, obviamente falsa, el caso es que gusta, y así consigue su objetivo. 

Un consejo para aficionados y espontáneos: el peloteo hay que saber modularlo. Si se exagera demasiado pierde todo poder de convicción. 

En cierta ocasión, trabajando yo en una empresa, Juan Navarro me presentó a un nuevo colaborador, diciéndole:

-¿Conoces a Ignacio…?

El nuevo, inclinándose, respondió:

-No lo conozco… ¡Lo admiro!

¡Hombre! Aquello no coló. Era demasiado servil. Me di cuenta en seguida del jabón que allí se gastaba. Casi resbalábamos. Pero tengo que reconocer que sentí una paternal simpatía por tan entregado, aunque torpe, cobista. 

En cambio recuerdo que fui a dar una conferencia a Alicante, y al acabar mi parlamento el funcionario que había organizado el ciclo me dijo que había estado yo bien… pero de inmediato pasó a elogiar, en los términos más entusiastas, a Millás, que había impartido allí mismo, la semana precedente, su conferencia: 

-Habló una hora, sin papeles y sin titubear, improvisando, con asombrosa fluidez, fue genial, simpatiquísimo, con una elocuencia sin esfuerzo, se metió en el bolsillo al público, que le escuchaba embobado. Qué labia y qué inteligencia y qué gracia, Dios mío. Es que Millás… ¡habla como los ángeles! 

Hombre. Sí, será verdad, pero en aquel momento Millás no estaba allí, y yo, en cambio, sí. ¿Qué le hubiera costado a aquel funcionario lisonjearme un poquito a mí? Me hubiera venido bien. En busca de un poco de coba le pregunté:

-Y yo, ¿qué tal lo he hecho?

-Ah… bien, bien.

He conocido aduladores totalmente desinteresados, que reparten sus zalamerías sin pedir nada a cambio (aunque, en realidad, e inconscientemente previsores, quizá siembran para el futuro), pelotilleros que halagan a diestro y siniestro como quien dispara una ametralladora. “Eres grande, grande, grande”, “Eres un crack”. Lisonjean por inclinación natural. Aunque el lisonjeado acaba por comprender que un elogio distribuido tan ecuménicamente, urbi et orbe, carece de valor.

En sociología hay un teorema empíricamente contrastado, el  llamado «Teorema I de Ignacio Vidal», que dice: «A más incertidumbre y desasosiego social, más adulación personal».

Dicen que vienen tiempos sombríos, tiempos recios: a nadie le extrañe si, en coherencia con el citado teorema, vuelven a circular fórmulas retóricas de una zalamería untuosa que yo alcancé a oír cuando era niño, y que no olvidaré nunca: «Póngame a los pies de su señora». «Para servirle a Dios y a usted». «Lo que usted mande».   

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