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Enrique García-Máiquez

Aquí Pasión y después Gloria

«Virgen de la Macarena/ ¡ponte la cara bonita/ que ya sabemos to er mundo/ que el domingo resucita!»

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Aquí Pasión y después Gloria

La procesión de La Borriquita de Semana Santa 2022 recorre las calles de Madrid. | Europa Press

Han protestado algunos de que el diputado de Vox en el parlamento catalán Alberto Tarradas Paneque haya felicitado la Semana Santa. La Pasión del Señor no se felicita, le han recordado, adustos, con razón. Yo me malicio que les ha sentado peor su «Viva Cristo Rey» o incluso que se chuflease de Juanma Moreno, presidente de la Junta de Andalucía, nada menos, que felicita las fiestas de primavera, sí, sic.

Con todo, aquí nunca venimos a quitarle la razón a quien la tiene, sino a dársela, en estricto cumplimiento del adagio de Jesús: «A quien tiene se le dará y a quien no tiene, incluso lo que no tiene, se le quitará». Es verdad que la Semana Santa no se felicita; pero también podría felicitarse, bien mirado, con perdón.

Estos sutiles matices no me cogen de nuevas con lo de Tarradas Paneque, sino que los arrastro desde mi cada vez más lejana adolescencia. Entonces me asaltaron los cargos de conciencia por conmemorar tan epicúreamente la Pasión de Cristo: las primeras salidas por las noches, la luna llena, el olor a azahares, la música, las amigas de un luto esplendoroso…. Sólo logró apaciguarme una saeta de don Pedro Muñoz Seca: «Virgen de la Macarena/ ¡ponte la cara bonita/ que ya sabemos to er mundo/ que el domingo resucita!».

La retroactividad litúrgica lo cambió todo. O un spoiler como el de mi hija de once años en la misa de anteayer. Con un pie en la infancia más inocente y con otro en la preadolescencia más hipercrítica, cuando leyeron en el Evangelio del día que Jesús advertía que uno de los apóstoles le iba a traicionar y que le preguntaban quién, quién, ella dijo con un tono de superioridad y una voz un tanto más alta de lo convenido —ay los gallos de la edad—: «¡Es Judas!». Se enteró media iglesia; aunque supongo que a nadie le estropeó la sorpresa.

Un final feliz reconvierte cualquier tragedia. La obra de Dante se llama Comedia a pesar de los horrores del Infierno y los ajustes del Purgatorio porque se remata en el Paraíso. Lo estrictamente correcto es felicitarnos la Resurrección, y no la Semana Santa; pero todo se nos descoloca con la alegría final (la que ya sabemos to er mundo). 

Esta ambivalencia la vivo en mis propias carnes porque el Domingo de Ramos entro en la Semana Santa saliendo en la Hermandad familiar. Entre la pereza, los huesos, las gafas que se me empañan, el capirote que o se clava o se cae o las dos cosas, la sed, el irritante ruido de las trompetitas y los tamborcillos que los feriantes han vendido a los niños…, se hace un sacrificio. Me extrañaría una barbaridad que nadie me felicitase la salida procesional, desde luego. Pero a la vez, y aquí estoy con Tarregas Paneque, qué felices hallazgos vistos a través del velillo del capirote.

Apunté algunos vislumbres como prueba palpable de que, además del final, la penitencia puede ser muy feliz entremedias. Luego todo palideció ante una sensación poderosa que me invadió a las seis horas de la procesión, ya bastante molido.

En el barrio más jaranero le cantaron a la Virgen de la Amargura una saeta muy dulce. En teoría, la saeta es un canto a viva voz, sin acompañamiento musical, pero ayer vi que lo tiene: es la música lejana, como en sordina, de la banda que acompaña al paso del Cristo y los aplausos que a Él se dan dos manzanas más allá. Se remató la saeta y arrancó el paso y la banda propia y de un balcón empezaron a lanzar pétalos, primero blancos y cuando la lluvia arreció, también algunos pétalos rojos, como en un desbordamiento de pasión, que entusiasmó al pueblo. Y entonces me sorprendí al sentir físicamente que, en ese momento, no me hacía falta la fe.

Perder la fe me asustó; pero entendí que tocaba dejarse llevar: era para ver y no para quedarme a ciegas. Eso explica definitivamente la devoción en quienes no son creyentes. En el caso de los que tenemos una fe berroqueña, tampoco es tan heterodoxo. Hablábamos de la trasposición temporal que conllevan los ritos, las conmemoraciones de una historia de la que conocemos al dedillo el final. A eso coadyuba la cápsula del tiempo que es una procesión con sus exasperantes paradas y sus tiempos lentísimos y sus instantáneas intensidades. En el Paraíso, ya no existirán ni el tiempo ni, por tanto, la fe ni la esperanza, quedará sólo la caridad, o sea, la felicidad, esto es, la belleza. La Semana Santa nos permite atisbarlo a ráfagas. No creo que deseárnosla feliz sea un desliz tan garrafal.

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