THE OBJECTIVE
Rosa Cullell

La culpa es del árbitro

«Pueden seguir echando la culpa al árbitro, al sol o a Putin, pero la autocrítica de la izquierda está tardando en llegar»

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La culpa es del árbitro

Hasta hace unas décadas, la culpa de lo que ocurría en un campo de fútbol era siempre del árbitro. Nunca de los jugadores ni del entrenador. Juanito, el carismático jugador del Real Madrid, llegó a ser sancionado con dos años de inhabilitación por darle un cabezazo a un linier y zarandear a un árbitro. Cuando le recriminaron su comportamiento, contestó: «No le pegué, solo le llamé hijoputa, y eso es costumbre en España, todos se lo decimos a los árbitros».

Ese tipo de fútbol ibérico, incapaz de aceptar los errores propios y enfocarse en los ajenos, acabó con la llegada de nuevas hornadas de entrenadores. Enseñaron a los atletas a concentrarse en el juego, a no externalizar las culpas, a aceptar los errores y a aprender de ellos. Como explican en cualquier escuela de negocios, la incapacidad de hacer autocrítica, la obstinación, es una muestra de debilidad de carácter, no de fortaleza. Con el cambio de mentalidad, el fútbol español alcanzó cotas de excelencia.

Muchos militantes y políticos progresistas parecen empeñados en no querer ver lo que sucede. Subidos al púlpito del buen demócrata, no encuentran tiempo para la autocrítica. Por más que la realidad les dé con el voto en las narices, buscan un nuevo mantra para no aceptar el error ni los motivos de la derrota andaluza. Con un programa electoral basado en el «que vienen, que vienen» (los de Vox)», la izquierda consiguió, paradójicamente, convencer al centro y a parte de la socialdemocracia de que el auténtico voto útil en Andalucía era el del PP. Fue el popular Juanma Moreno, con su mayoría absoluta, quien frenó a Vox. Sin embargo, horas después de cerrar las urnas, la anticapitalista Teresa Rodríguez (dos escaños de 105) se atribuyó el mérito: «Pinchamos el globo de la extrema derecha».

Tras meses de deslealtades al Gobierno de Pedro Sánchez, del que forman parte, Podemos y Adelante Andalucía han ido separados a las elecciones con unos discursos que parecían sacados del baúl de los recuerdos. Obtuvieron 7 de los 17 diputados que tenían juntos. Todavía no se ha escuchado un «mea culpa».

Adriana Lastra, portavoz del PSOE, ni se dignó a felicitar al ganador. Su falta de elegancia llegó al extremo de atribuir la victoria de Moreno a los «ingentes recursos aportados por el Gobierno de España» durante la pandemia del Covid. Incapaz de disimular su disgusto, que todos entenderíamos, intentó convencernos de que «los datos de unas elecciones autonómicas nos son extrapolables a unas generales». Ya hay hilo para capear la tormenta.

No son ni una ni dos, el PSOE lleva tres derrotas autonómicas seguidas, pero el problema, según el candidato socialista Espadas, es que se votó en domingo, la baja participación -¿pero por qué no van los tuyos a votar?- y que el ganador «usó toda la maquinaria de propaganda de la Junta». O sea, la culpa es ajena.

También son los otros los responsables del fracaso de la candidatura a los Juegos Olímpicos de Invierno de 2030. Entre los ya difíciles equilibrios de la propuesta pirenaica Catalunya- Aragón, el Govern independentista catalán, con sus dos socios divididos, exigía organizar consultas en «su Pirineo» para aceptar o no los Juegos. Al final la baraja se rompió. ¿Culpables? «Las fuerzas unionistas españolas».

Me sorprende que los militantes y líderes de partidos de izquierda sigan sin entender que los votantes cambian su papeleta por variadas razones, no necesariamente ideológicas, sin por ello convertirse en fachas, frívolos o traidores. Aprendí a dudar de la verdad absoluta hace décadas, cuando era una joven periodista llegada a Londres como corresponsal. Me tocó seguir la elecciones de 1979, las primeras a las que se presentó Margaret Thatcher.

La noche antes, mientras cenaba en el piso compartido con una amiga española y su británico novio, se me ocurrió preguntar: «¿Cómo puede un inglés, alguien que vive en una sociedad del bienestar, votar a una mujer tan de derechas?». Steve me contestó: «Vivimos en una democracia parlamentaria y la alternancia es buena, además el país no funciona, el Gobierno no consigue controlar la inflación. Mi familia es laborista, pero, en una democracia madura, se cambia el voto; así se ha hecho siempre». No quedé convencida, pero al día siguiente arrinconé los prejuicios en casa. En un periódico más de izquierdas que ninguno de los actuales, titulé: «Victoria arrolladora de Thatcher». Y subtítulé: «El votante de izquierda abandona al Partido Laborista».

Dudo de la homogeneidad de la «familia socialista» y reniego de los tópicos basados en el convencimiento ideológico de que solo la izquierda busca el bien común. No estamos a principios del siglo XX; las familias ya no votan unidas ni al mismo partido. Llevamos casi medio siglo eligiendo regularmente a nuestros representantes en el municipio, la región, la nación y en Europa. La clase trabajadora es muy distinta a la de nuestros abuelos. España se ha convertido en un país de servicios, donde mucha gente, convertida en autónoma y sin salario fijo, asiste con preocupación a la pérdida de valor adquisitivo y mira con desconfianza el crecimiento de aparatos sindicales, políticos y funcionariales de nómina asegurada.

Pueden seguir echando la culpa al árbitro, al sol o a Putin, pero la autocrítica de la izquierda está tardando en llegar. Quizás a Pedro Sánchez y a Yolanda Díaz solo les quede aguantar juntos el año y medio, pero tendrán que pensar menos en el markéting y más en las preocupaciones de los ciudadanos; meter miedo no ha funcionado en Andalucía. Solo recuperando el centro, puede el PSOE convertirse en útil. La culpa no es del árbitro ni del votante.

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