THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Héroes de la retracción

«No puede decirse que en España no dimite nadie; lo cierto es que, quizá porque la vida pública se va volviendo más antipática, se da una tendencia a la retirada»

Opinión
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Héroes de la retracción

Luis Garicano. | Europa Press

El eurodiputado de Ciudadanos Luis Garicano anuncia que se retira de la política, igual que se han retirado Adriana Lastra por un embarazo complicado y Dolores Delgado, la fiscal general del Estado, por motivos de su quebrantada salud. Como años atrás Manuel Pimentel, que fue ministro, abandonó la política sin despedirse y hoy día es un fino editor. No puede propiamente decirse, como aún se hace perezosamente, que en España no dimite nadie, que todo el mundo se aferra a su cargo; eso será la ley general, y por cierto que es bien comprensible, pero también se dan las excepciones, y hasta parece que, quizá porque la vida pública se va volviendo más antipática, se da una tendencia a la retracción, y cunde el anhelo panglosiano de retirarse a cultivar un huerto, tal como cantaban Fernández de Andrada en su Epístola moral a Fabio y Aldana en su esperanzada Epístola a Arias Montano, a la que el destino del poeta agrega sombras oscuras de fatalidad. «Pienso torcer de la común carrera / que sigue el vulgo, y caminar derecho / jornada de mi patria verdadera», soñaba Aldana cuando por fin pudo prejubilarse de su carrera militar, para disfrutar, según creía, de una sinecura. Ay de él. 

Esto de retirarse cuando uno aún tiene por delante un porvenir posiblemente brillante no es un fenómeno solamente español. Es un fenómeno internacional, se da en todos los campos y estaría bien hacer un listado de casos. Ahora, por ejemplo, se retira Magnus Carlsen, el que ha sido durante varios años campeón mundial del ajedrez. Seguirá jugando partidas en torneos menores, pero al gran juego renuncia definitivamente. Sus motivos los resume de esta forma inapelable: «No estoy motivado para jugar otro campeonato. No tengo mucho por ganar. No me gusta particularmente y no siento ningunas ganas de jugar». 

Con el antecedente de Bobby Fischer, que se fue retrayendo desde los grandes Estados Unidos hasta Islandia para jugar en la isla sus últimos desafíos, Carlsen es el rey de la retracción en ajedrez. Como lo es en ciencia matemática Grigori Perelman, un misántropo de San Petersburgo que a los 40 años de edad, en el 2006, resolvió el paradigma de Poincaré, un endemoniado problema matemático que que afirma que la esfera es el único espacio compacto en el que toda curva se puede contraer a un punto, y que traía de cabeza a las cabezas más inteligentes de la especialidad desde hacía un siglo. Recordará el lector que Perelman, orgulloso y ofendido por algunos desdenes, reales o imaginados, del mundo de las matemáticas a anteriores aportaciones suyas, rechazó los premios millonarios que le correspondían por resolver el paradigma, rechazó ser entrevistado o recibir tributo alguno y de hecho renunció a seguir trabajando en nada que tuviera que ver con las matemáticas. Los motivos que adujo para rechazar una fortuna: «No quiero estar expuesto como un animal en el zoológico. No soy un héroe de las matemáticas. Ni siquiera soy tan brillante. Por eso no quiero que todo el mundo me esté mirando». 

Se ha intentado rodar algún documental sobre su vida y sus hazañas científicas, pero se han encontrado siempre con su rotunda negativa a colaborar. De hecho, lo último que se sabe de él es que sigue viviendo con su anciana madre, sigue manteniendo ese aspecto desaliñado de bohemio y sigue sin querer recortarse un poco las cejas, que no le iría nada mal. A nosotros nos parece que la actitud de Magnus Carlsen es admirable, pero que el verdadero rey de la retracción es Perelman. 

«La retracción, la renuncia deliberada a las pompas de este mundo es, quizá, el supremo lujo, y quizá, -quizá- la suprema distinción, pues está reservada a muy pocos seres humanos»

No sabe uno si es más admirable el que resiste contra viento y marea, como el tenista Nadal, que jugaría, si le dejasen, hasta con muletas, o el que desiste, como Perelman. La retracción, la renuncia deliberada a las pompas de este mundo es, quizá, el supremo lujo, y quizá –quizá— la suprema distinción, pues está reservada a muy pocos seres humanos, a poquísimos. Pues para renunciar es preciso antes tener. Triunfar en esta vida es cosa de campeones, los campeones son pocos, y muchos menos son aún los que, pudiendo triunfar, o habiendo triunfado, desprecian eso y se retiran al anonimato. En la Iglesia católica tenemos varios casos, empezando por el mismo Jesucristo, al que Satanás ofrece infructuosamente el mundo entero a cambio de que le adore, pasando por Ignacio de Loyola y Francisco Xavier, que abandonaron a sus acomodadas familias y a la vida fácil, el uno para meditar en cuevas, el otro para ir de misiones a países remotos. Hay muchos paladines de la retracción en la Iglesia, lo que no es extraño, porque ésta considera que el mundo es un valle de lágrimas y sus atractivos, comparados con el cielo, pura filfa y tribulación. 

En literatura, o en filosofía, el héroe de la retracción hubiera podido ser, a lo mejor, Jean Paul Sartre, porque rechazó el premio Nobel, pero estropeó el gesto reclamando la dotación económica del premio que despreciaba, así que estando a punto de ser rey de la retracción se quedó en listillo. En literatura el verdadero héroe de la retracción es Arthur Rimbaud, tremendo andarín y poeta maravilloso que abandonó la pluma a la edad de 20 años para dedicarse al comercio en el norte de África. Sus hallazgos poéticos los consideraba chiquilladas, y sólo volvió a escribir cartas e informes técnicos para un almanaque de geografía, si no recuerdo mal. Cuando le llegaron noticias de que su obra poética se estaba descubriendo en Francia, que tenía allí admiradores muy notables e influyentes, se encogía de hombros. Para los aficionados a la literatura, para los que la tienen como la actividad más alta y digna del ser humano, como una verdadera religión verdadera, esa tremenda retracción de Rimbaud constituye un enigma inexplicable, más difícil de resolver incluso que el paradigma de Poincaré.

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