THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Las valientes mujeres de Irán

«Mucha gente está asqueada de las imposiciones de esos clérigos que en nombre de la religión se atreven a impartir ‘fatwas’ para asesinar a quienes les disgustan»

Opinión
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Las valientes mujeres de Irán

Una imagen de la manifestación contra la represión de las mujeres en Irán celebrada ayer en Madrid. | Europa Press

En Irán, a raíz del crimen de la Policía de la Moral que días atrás detuvo y asesinó a golpes a una joven por no llevar bien puesto el velo, la gente se está rebelando. Salen mujeres en masa a la calle y se arrancan el velo. Se han producido disturbios en muchas ciudades, y se ve que la gente, o por lo menos mucha gente, está realmente asqueada de las imposiciones de esos clérigos que en nombre de la religión se atreven a impartir fatwas mundiales para asesinar a quienes les disgustan o dictaminar qué ropa deben llevar las mujeres.

La rebelión popular es una noticia que da mucha alegría leer, pero por desgracia lo más probable es que este movimiento acabe con más represión, además de las numerosas mujeres que ya estos días han sido asesinadas. Las revueltas callejeras populares contra el poder se han vuelto casi imposibles, con algunas excepciones como la de Egipto… donde las masas hicieron caer al Gobierno pero éste acabó en una dictadura militar. De hecho, así es como acabó la revolución británica (de Cromwell), la francesa, la rusa, y más recientemente Cuba, Nicaragua, etcétera… Siempre llega un espadón, y no llama a la puerta: la derriba a patadas.

Corre en Twitter un vídeo interesante sobre un hecho callejero en alguna ciudad de Irán: un hombre, en la calle, se dirige con mucha decisión hacia una mujer (que va tapada), le asesta una bofetada, y a renglón seguido vuelve, con rictus displicente y aplomado, a su moto; se sube y va a ponerla en marcha, pero en ese momento se le acerca otro hombre, un peatón que ha visto la escena, que le afea la conducta o le pide explicaciones; en seguida llegan otros y le dan al maltratador una buena paliza.

Viendo una y otra vez el vídeo se disfruta, aunque con un fondo de vergüenza –porque los conatos de linchamiento son repugnantes, por más despreciable que sea la víctima-, de la lección que le daban al mamarracho: una lección tremenda, una de esas lecciones sobre la naturaleza del mundo que un ser humano sólo recibe muy de vez en cuando, como si se descorriera el velo de la realidad.

«No puedes abofetear a una mujer a pleno sol y creer que saldrás necesariamente impune»

A veces, si eres un poco tosco o ciego, una verdad de la vida (como, en este caso, la sencilla verdad de que no puedes abofetear a una mujer a pleno sol y creer que saldrás necesariamente impune, o la realidad de que no eres más fuerte que ella, porque tiene quien la defienda) se te manifiesta y se impone a tu entendimiento en forma de trauma, como en este caso.

Otras veces ese conocimiento llega a través del descubrimiento del amor o de la bondad ajena, pero hay que saber verla, detectarla. Alguien que la sabía detectar era el poeta y jesuita Juan Bautista Bertrán, al que en el sermón de la última misa que ofició, ya muy enfermo, le oímos decir, con vehemencia: «Yo he palpado la santidad… ¡la he palpado!». No sé a quién se refería, pero no cabía duda de la sinceridad de su testimonio: aquel hombre había visto o conocido a alguien que era muy bueno, y ese conocimiento le conmovió profundamente. Al contarlo en el sermón, casi como si fueran sus últimas palabras antes de dejar este mundo, Bertrán nos alentaba a no creer que todo aquí es bajeza y maldad, como puede parecer. También crecen flores en los estercoleros

En Londres vi una vez a la mujer cubierta con el repugnante burka, como si estuviéramos en Afganistán. Me sorprendió que el marido no fuese detenido allí mismo y encarcelado, como merecía. En Barcelona, adonde llegan turistas de todas partes, alguna vez he visto, en pleno paseo de Gracia, familias procedentes de países islámicos en las que el varón va tan pancho, en chanclas y camiseta –lo cual ya debería ser delictivo- y a su lado iba su esposa cubierta con el sórdido niqab, o sea cubierta de tela negra de la cabeza a los pies, salvo una ranura a la altura de los ojos para poder circular por la calle sin darse trompazos contra las farolas. He sentido tentaciones de increpar al hombre y afearle la actitud, para hacerle despertar, a él y a los peatones que pasan indiferentes, de manera que comprendan que eso no es normal ni es aceptable por más que sea habitual en buena parte del Oriente Medio, Pakistán, Indonesia y otros países desdichados…

La verdad es que si no cedí a la tentación de insultarle no fue tanto por respeto a la doctrina liberal (laissez faire, laissez passer) o por mi renuencia a dar lecciones a quien no me las pida, sino estrictamente por temor a salir escaldado. Como única forma de protesta muda me limitaba a recordar aquel pasaje de El ladrón en la casa vacía, las memorias de Jean François Revel, donde cuenta que estando destinado como profesor de francés en no recuerdo qué país islámico constató que los extranjeros como él fornicaban con gran promiscuidad con las lugareñas, que eran muy inclinadas al adulterio, precisamente gracias al niqab, que les permitía ir a reunirse con sus amantes sin ser reconocidas. No me pareció muy verosímil, pero por lo menos es divertido.

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