THE OBJECTIVE
Carlos Granés

El 12 de octubre y la simplificación de todo

«La imagen de una América oprimida emancipándose de unos esclavistas colonizadores es efectista y útil sólo para las guerras ideológicas del presente»

Opinión
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El 12 de octubre y la simplificación de todo

El Rey Felipe VI. | Europa Press

La historia, siempre compleja y contradictoria, acaba sufriendo enormes simplificaciones cada vez que llega una de esas fechas que se prestan para alimentar las disputas culturales e ideológicas del presente. Ocurre con enervante recurrencia cada 12 de octubre, cuando se conmemora el desembarco de Colón en una isla del Caribe, y el evento termina reactivando viejos traumas y dividiendo a la gente en bandos enfrentados. Unos enarbolan la hazaña civilizadora de España en América, otros satanizan la colonización del nuevo mundo; se intenta cualquier pirueta iracunda menos tratar de entender con mesura la trágica y fascinante complejidad de aquel proceso de conquista, mestizaje y creación de nuevas sociedades.

Hoy se demoniza a Colón a pesar de que el abnegado navegante nunca tuvo como propósito conquistar nuevos territorios ni colonizar a nadie. El almirante quería abrir rutas comerciales con Asia, y hasta el final de sus días eso fue lo que creyó haber logrado. Nunca tuvo consciencia de haber llegado o de haber descubierto un mundo nuevo, y a lo más que llegó fue a sospechar que había dado con la ubicación del Paraíso. América no asomó en sus deseos o fantasías; fue un accidente, una sorpresa venturosa o fatídica después de la cual no hubo vuelta atrás. Los europeos descubrían que había un nuevo continente, y los nativos de aquellas tierras, que no estaban solos en el mundo. De ahí en adelante, la historia de todos irremediablemente cambiaría.

La llegada de los españoles supuso un reordenamiento de las fuerzas en territorio americano. Se ha dicho que se trató del «encuentro de dos mundos», pero en realidad, como recuerda Carlos Malamud, América estaba fragmentada en muchas sociedades disímiles, unas muy sofisticadas y otras muy primitivas, que sólo empezarían a unificarse al convertirse en parte de un mismo imperio, con un mismo rey y un mismo dios. De esa fragmentación se aprovecharon los recién llegados. La empresa de conquista no fue solo española; ayudaron los huancas, los chachapoyas, los cañaris, los totonacos y los tlaxcaltecas, entre otros, porque sin ellos ni Pizarro ni Cortés habrían logrado derrotar a los incas y mexicas.

«Los indígenas y negros del Cauca y Pasto se mantuvieron leales a la corona. Y no porque hubieran sido engañados por curas o terratenientes, como suele decirse»

Posteriormente, algún que otro criollo nacido en América, como el peruano Juan Francisco de la Bodega y Cuadra, se unirían a las empresas de exploración del norte del continente. En menor grado, la empresa conquistadora también fue un asunto americano, y por eso, de querer desquitarse retrospectivamente de algún imperialista, en Vancouver quizás tendrían que tumbar la efigie de este peruano. Los vínculos entre americanos y españoles no sólo se hicieron visibles en matrimonios, sino en el arte. El barroco fue la síntesis de un estilo europeo y una sensibilidad indígena, que se observa en los motivos que exaltan la fauna, la vegetación y los tipos humanos americanos, además de un sustrato espiritual pagano. Templos como Tonanzintla en Cholula, o Santo Domingo en Oaxaca, deslumbran por igual a europeos y nativos.

Esta negociación entre lo americano indígena y lo español volvió a ser patente durante las campañas de independencia de principios del siglo XIX. Al menos en Colombia, como cuenta Marcela Echeverri, los indígenas y negros del Cauca y Pasto se mantuvieron leales a la corona. Y no porque hubieran sido engañados por curas o terratenientes, como suele decirse. En Esclavos e indígenas en la era de la revolución, la historiadora demuestra que estas dos comunidades estaban muy al tanto de las normas jurídicas de la Corona, y que su decisión de mantenerse leales al rey se fundó en la defensa de sus propios intereses. Después de meditarlo, eligieron el amparo de leyes foráneas que salvaguardaban los derechos comunales sobre sus tierras y mantenían formas tradicionales de autoridad, como el cacicazgo, al incierto republicanismo e igualitarismo civil que prometía Bolívar. La historia es tan paradójica, tan llena de contradicciones, que esos ancestros negros a los que tanto alude en sus discursos anticolonialistas la vicepresidenta de Colombia, Francia Márquez, bien pueden haber defendido al ejército realista.

La imagen de una América oprimida emancipándose de unos esclavistas colonizadores es efectista y útil sólo para las guerras ideológicas del presente. El pasado es más ambiguo y complejo, ya lo dije, y está lleno de mezclas, encuentros y desencuentros fatales y felices. Un último ejemplo: el español. Si hay algo que los latinoamericanos hemos aprovechado bien, sin duda ha sido el idioma que trajeron los conquistadores. La literatura americana está llena de cimas deslumbrantes, varios ochomiles que ofrecen rutas fascinantes a la naturaleza humana, y hasta los caudillos antiimperialistas han estremecido audiencias con arengas antiespañolas que siempre truenan en un sabrosísimo español.

Odiar a España es, en últimas, odiarnos un poco a nosotros mismos, pero quien puede extrañarse de ello. Al fin y al cabo, nada más español en este mundo que renegar de España.

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