THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Manhattan en Madrid

«Lo valioso que uno ha visto o leído se guarda en la memoria. Refrescarlo con nuevas contemplaciones no es preciso, y no sólo eso, a menudo volver es peor»

Opinión
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Manhattan en Madrid

Manhattan en Madrid.

En el museo de El Prado se exhiben, durante unas semanas, nueve pinturas, nueve, prestadas por la Frick Collection de Nueva York. Obras de El Greco, Murillo, Velázquez y Goya que por primera vez vuelven a nuestro país. Entre ellas, un soberbio retrato de nuestro rey Felipe IV, obra de Velázquez.

No sé por qué acuerdo entre las dos instituciones han vuelto temporalmente estas nueve pinturas a Madrid, pero desde luego que iré a verlas, en cuanto pase la Semana Santa, ya que he perdido interés en Nueva York, que es la capital cultural de un imperio en bancarrota, y seguramente en el tiempo que me quede de vida, sea mucho o poco, no volveré a poner allí los pies y por consiguiente no volveré a la Frick Collection, que fue visita obligada.

Pero, después de la Semana Santa, desde luego que al Prado sí que hay que ir para contemplar esas nueves pinturas, como visita sucedánea de un viaje a Nueva York que ya no se producirá. Para mí ya está más que bien. Más que suficiente. Y recomiendo al lector que, si viaja a Madrid y dispone de un momento, haga como yo. No le defraudará la visita, ya que en su palacete, cerca del Central Park, el señor Henry Clay Frick (1849-1919) sólo atesoraba obras maestras de los maestros antiguos.

«En los tesoros artísticos que almacenó el señor Frick en su palacete de Nueva York se condensa la contradicción entre vida y arte»

Concretamente ese melancólico retrato de Felipe IV, pariente de los que ya atesora el museo del Prado, ilustración perfecta, exactísima, de la aventura vital del Monarca, que apena un poco y recuerda sus últimas palabras, en el lecho de muerte, dirigidas a su hijo, Carlos II, que si la memoria no me falla fueron: «Hijo, ojalá seas más feliz que yo».

Un deseo que no se acabó de cumplir, ya que, como es notorio, el pobre Carlos tuvo una vida desventurada y doliente, y sus últimas palabras fueron: «Me duele todo».

En fin. En los tesoros artísticos que almacenó el señor Frick en su palacete de la Quinta Avenida de Nueva York se condensa la contradicción entre vida y arte. Esas paradojas características de determinadas personalidades fuertes y afortunadas, inasibles, capaces de lo más sórdido y simultáneamente idólatras de la belleza, y encima con pujos de filantropía póstuma.

Con las minas de acero y carbón, un poco más al sur, en Pitssburg (Pensilvania) y alrededores, Frick acaudaló una fortuna delirante, pero a costa de sostener enfrentamientos terribles entre sus pistoleros y los sindicatos de los trabajadores. Hubo muertes, diez obreros asesinados que convirtieron al magnate en una presencia detestada. Él mismo sufrió un atentado en su oficina, del que salió vivo por los pelos y sangrando a chorros.

De manera que en previsión de futuros disgustos puso tierra de por medio mudándose con su familia a Nueva York, donde se hizo construir el recoleto palacete que tantos turistas españoles conocemos (pues es una visita muy recomendada por las guías, con el encanto de una espaciosa residencia familiar en la que en cada pared hay una maravilla), donde se instaló con su familia.

«En ese caserón se exhiben los deliciosos paneles de Fragonard ‘El progreso del amor’, que no han venido a Madrid»

En ese caserón se exhiben los deliciosos paneles de Fragonard El progreso del amor, que no han venido a Madrid y que me resigno a no volver a ver, sin lamentarlo en absoluto, ya que sostengo la opinión de que lo valioso que uno ha visto o leído se guarda en la memoria, y con el recuerdo basta y sobra, refrescarlo con nuevas contemplaciones no es preciso, y no sólo eso, sino que a menudo volver es peor.

Digo que son deliciosos esos paneles, pero si alguien me objeta que es un poco cursi el idilio de Fragonard, me encogeré de hombros y no se lo discutiré.

Tampoco, claro está, ha venido El jinete polaco. El fotógrafo Richard Avedon, que vivía muy cerca y desde niño frecuentaba la Frick, estaba fascinado por este óleo, que muestra a un joven y orgulloso guerrero a caballo de un penco un poco cansado, ante un roquedal, en unos de esos brumosos paisajes típicos de Rembrandt.

«De niño, me identificaba con el jinete», me dijo Avedon, «ahora me identifico con el caballo».

Me lo imaginaré cuando vaya al Prado y será como si los estuviera viendo, al jinete, al caballo y a Avedon, y El progreso del amor, y los pequeños, sublimes paisajes de Corot…

Aún no he llegado al Prado, donde no están, pero ya me los estoy imaginando. Ya los estoy viendo. Aún no he llegado al Prado pero ya estoy en Nueva York, bendita sea.

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