THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Son fascistas los antifascistas?

El humorista Gila publicó hace años, en la revista La Codorniz, una viñeta donde un padre inquiría astutamente a su hijito: “¿A quién quieres más? ¿A un ogro que te pinche con un alfiler o a papá?”. Aprovechaba ahí el no menos agudo Gila una falacia con que todos nos topamos a menudo, y no solo en los semanarios satíricos: la falacia del falso dilema.

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¿Son fascistas los antifascistas?

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El humorista Gila publicó hace años, en la revista La Codorniz, una viñeta donde un padre inquiría astutamente a su hijito: “¿A quién quieres más? ¿A un ogro que te pinche con un alfiler o a papá?”. Aprovechaba ahí el no menos agudo Gila una falacia con que todos nos topamos a menudo, y no solo en los semanarios satíricos: la falacia del falso dilema. Esta consiste en plantear a nuestro interlocutor dos alternativas como si fueran las únicas posibles, cuando en realidad existen otras. “Cariño, ¿sacarás hoy la basura o es que no me quieres?” representa un ejemplo de esa falacia en la vida cotidiana. “O piensas que el islam constituye una religión maravillosa, o es que la odias y eres islamófobo” representa otro ejemplo de falso dilema en la vida política. Se trata de hecho de una falacia tan común que quizá incluso Jesús de Nazaret incurriera en ella al aseverar, según San Mateo (12:30), que “el que no está conmigo está contra mí”; si bien es probable que en otro momento recapacitara hasta el punto de afirmar justo lo contrario (“El que no está contra nosotros, está con nosotros”, Lc 9:50).

Un modo sutil de emplear la falacia del falso dilema es identificar algo malo y creer que, con proponerse como enemigo de ello, uno ya es sin más un dechado de virtud. Comer ratas es sin duda algo que a muchos nos resultaría desagradable, pero ello no significa que engullir veneno antirratas nos fuera a sentar mejor. De igual modo, es legítimo preguntarse si, dado que muchos pensamos que el fascismo es una idea desastrosa, debemos por ello aplaudir a cualquiera que se ponga encima la pegatina de antifascista.

Sin duda hubo antifascistas bien elogiables en la resistencia contra Hitler, Mussolini y demás fascismos de hace décadas, luchadores que pagaron a veces un precio altísimo en tal batalla; pero incluso en aquel tiempo, no lo olvidemos, había entre ellos quien se declaraba antifascista solo porque le complacía más un totalitarismo de signo opuesto, el comunista. Hoy, derrotadas aquellas fascistadas, resulta mucho más barato que entonces decirse antifascista, con lo cual nuestras precauciones habrían de ser mayores a la hora de conceder alguna suerte de privilegio moral a cualquiera que así se pronunciara. Lo anti-malo no es siempre bueno. Que te explote un misil balístico en tu casa debe de ser una experiencia horrenda, pero escasamente preferible a que uno antibalístico actúe igual.

No parece empero que hayamos aprendido esa lección. Y urge que lo hagamos. Hace ya tiempo que autoproclamados grupos antifascistas, hoy presentes tanto en Europa como en Estados Unidos, agreden sañudos en este último país a aquellos que ellos mismos consideran agredibles. En el momento de escribir este artículo, las últimas víctimas de sus apaleamientos lo han sido en la californiana Berkeley; pero en febrero pasado ya sufrió ese mismo escenario universitario sus acometidas. Más al norte, uno de los oasis hípsteres de América, las calles de Portland, llevan semanas padeciendo batallas campales; y no olvidemos que en enero pasado el cambio en la presidencia de la nación se acompañó de vehículos quemados, escaparates rotos, ataques a la policía y más de 230 detenciones. Tampoco hay que pasar por alto que basta con que seas docente y te dispongas a refutar a un colega al que los “antifas” odian (pero tú quieras hacerlo con palabras, mientras ellos prefieren los palos) para que puedas acabar con el cuello torcido en urgencias: así le ocurrió hace poco a la profesora Allison Stanger en el Middlebury College.

Por horrenda que sea toda esta violencia, añade algo a ese horror que comentaristas de allí y de aquí sigan intentando vendernos la cantinela de que los antifascistas, si llevan ese nombre, son por definición bellísimas personas y que, si te opones a un antifascista, es que eres entonces fascista. El reputado comentarista Warren Kinsella sintetizó hace poco esa falacia en un tuit que debería figurar en todos los manuales de retórica como ejemplo paradigmático del falso dilema: “‘Antifa’ es la abreviatura de ‘antifascista’. Los únicos que se deberían oponer a los antifa son los fascistas”, excogitaba.

Tampoco la prensa parece haber captado del todo la amenaza que cualquier grupo violento (llámese fascista, antifascista o Amigos de Blancanieves) supone: el propio Washington Post empezó calificando como “pacífica” la última protesta de Berkeley, si bien las brutales imágenes al final le forzaron a rectificar y cambiar epíteto. En España, por nuestra parte, los periodistas hacen bien en deplorar una y otra vez la presencia de violentos supremacistas, algunos neonazis y otros rufianes de ultraderecha en varias de esas escaramuzas; pero, presas de la falacia del falso dilema, olvidan con frecuencia que al otro lado tienen a menudo antifascistas igualmente violentos. Y que a veces estos no necesitan oponerse a ningún ultraderechista, sino simplemente a alguien que dice algo que no les gusta, para apalizarlo.

De hecho, si atendemos a la ideología que sostienen estos grupos “antifa”, captaremos pronto que la violencia no es solo el método mediante el que persiguen cobrar un protagonismo que no tienen en votos. Bien al contrario, la violencia es simplemente un derivado lógico de su modo de pensar.

No postularé aquí que todos los antifascistas sean concienzudos lectores de filósofos como Georges Sorel o del más sibilino Walter Benjamin, que exaltaron el poder redentor de la violencia en varias de sus páginas. Pero sí es patente que alienta a esos grupos una mezcolanza de pensamiento comunisto-anarquista. Y que de este último componente, el anarquismo, extraen una total desconfianza hacia los métodos legales para condicionar la política (por ejemplo, ganar elecciones y acceder al Gobierno), métodos que sustituyen por su soberana voluntad de castigar a quienes ellos consideran que se lo merecen. Con un par. (De palos; o algunos más).

Debemos a un español, José Antonio Primo de Rivera, una síntesis bien poética de ese modo de pensar. En su discurso para la inauguración de Falange Española en 1933, y tras enumerar los objetivos de esa nueva formación política, José Antonio hablaba sin ambages: “Y queremos, por último”, decía, “que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho (al hablar de ‘todo menos la violencia’) que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria”. Los actuales antifascistas, naturalmente, sustituirían esta última palabra, “patria”, por otra como “los oprimidos” o “la diversidad”; y tampoco usarían la expresión “reaccionar como hombres”, de tono indudablemente heteropatriarcal (postulo que quizá la sustituirían por “reaccionar como persones humanes” o algo así). Además, Falange sí se presentaba a las elecciones, cosa que los “antifa” no. Pero el parecido de este razonamiento “fascista” con el de los “antifascistas” que recurren a puños y otras armas para “convencernos” de sus ideas resulta inesquivable.

Violencia política en las calles, grupos anarquistas insubordinados, grupos fascistas que se les oponen, politización de la universidad, prensa sesgada, discursos que recuerdan a la España de 1933… Estados Unidos va adquiriendo cierto parecido de familia con la Europa de entreguerras. Naturalmente, puesto que la situación económica es hoy apabullantemente mejor que entonces, no parece que haya que temer que todo confluya en los desastres en que desembocó aquella época. Mientras los negocios marchen y los dólares sigan más o menos entrando en los bolsillos, podemos perfectamente contemplar estas batallas culturales como meros fuegos de artificio en el cielo de “las ideas”. A condición, claro está, de no olvidar que la explosión de un fuego artificial puede causar estragos si se lanza contra una muchedumbre.

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