«Los catalanes deciden hacerse el harakiri colectivo tirando de un argumentario victimista que sólo puede tildarse de capricho pequeñoburgués»
Si en la declaración de los testigos ha quedado patente la distancia entre realidad y discurso, aquí se evidenció la brecha entre la realidad y el deseo.
El experimento separatista —empieza a ser difícil llamarle proceso a algo que hace años que gira sobre sí mismo— ha abierto las puertas de la sociedad catalana a una retórica izquierdista, pero no de cualquier izquierda.
Media España se ha lanzado estos días a un frenesí opinativo que ha tenido en las redes sociales su altavoz privilegiado.
En La Pobla de Segur, pueblo del ministro de Exteriores, Josep Borrell, un grupo de independentistas ha lanzado al río la placa en honor al político socialista.
En su célebre Derecho natural e historia, Leo Strauss reflexionó sobre las normas de justicia que deberían guiar el ejercicio de la política. En una ocasión concreta, lo hizo leyendo a Aristóteles y pensando en esas normas morales que van dirigidas al sostenimiento del bien común.
Si el nacionalismo sigue adelante con su idea de suspender o boicotear el alumbrado navideño, la efeméride se verá inexorablemente contaminada por la retahíla de mentiras sobre la que se ha levantado el procés, al modo en que un vertido tóxico contamina el agua de toda una comarca o un gramo de ficción arruina un alijo de verdad.
Cuando la fe religiosa impregnaba el ambiente, depositábamos pocas esperanzas en la política. Teníamos por evidente que las cosas humanas son sui generis y que el futuro siempre llega con sorpresas. Así que confiábamos en el más allá para culminar la aspiración a la perfección que de vez en cuando nos tienta.
En sus libros, George Orwell hablaba de una common decency que apelaba directamente al fondo moral de las clases medias, base y fundamento de cualquier democracia posible: la fidelidad y la confianza, la generosidad y el respeto mutuo entre los ciudadanos.