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Recuerda sus caras, un retrato de cuatro mujeres que no se cansan de luchar

Silvia González, Paloma Pastor, Rafaela Pimental y María de la Fuente llevan en lo cotidiano una vida similar a la de muchas de nosotras, pero ellas cada día se ponen los guantes y se suben al ring

Recuerda sus caras, un retrato de cuatro mujeres que no se cansan de luchar

Esta podría ser una historia más de mujeres, pero es la historia de cuatro mujeres que ya solo caminan por los días con las garras sacadas. María de la Fuente, Rafaela Pimentel, Paloma Pastor y Silvia González llevan en lo cotidiano una vida similar a la de muchas de nosotras: trabajan, ríen, cuidan, se emocionan. Pero ellas cada día se ponen los guantes y se suben al ring.

Esta semana han dejado el anonimato para salir a coronar Gran Vía. Desde el sábado, sus retratos visten el número 35 de una de las arterias principales de España, por la que pasan cada día más de 50.000 personas. La obra es del grafitero madrileño Spok Brillor y la idea de Change.org, que ha lanzado la campaña #NosotrasJuntas.

“Queríamos hacer un homenaje que saliera de lo digital y estuviera en la calle”, cuenta a The Objective José Antonio Ritoré, director de Change.org en España. ¿Por qué mujeres? “Las mujeres consiguen ser más constantes y comprometidas, llegan más lejos que los hombres con sus peticiones, según un estudio de 2017 de la Harvard Kennedy School. Y honestamente, esto que vemos en las peticiones online, lo vemos en muchísimos otros ámbitos. Dan más pasos, tienen más resiliencia, siguen adelante”.

¿Por qué ellas? Sus protagonistas han sido elegidas por ser cuatro mujeres comprometidas, que reivindican los cuidados que sostienen el mundo —el lema 8M de este año—, que piden compatibilizar vida y trabajo, que han sufrido violencia y se han levantado, que se levantan cada día. Esta es, por encima de todo, una historia de mujeres que luchan.

Silvia González, empresaria

(Aquí —por desgracia— va incluido un monstruo).

Silvia González se escapó de su casa en Navarra con 17 años con el que —creía que— era el amor de su vida. Se marchó con él a Girona. Sentía que se comía el mundo y todo era perfecto. De repente, pronto, era una puta, no valía para nada; pronto ya no limpiaba bien; pronto tuvo que quedarse siempre en casa.

En el año 2000, tuvo una hija, Paula. “Empezó a pegarme, a quemarme, a violarme, pero yo aguantaba”.

Recuerda Silvia la granja de cerdos en la que vivían, siempre en sitios aislados, y recuerda escaparse con la nena y contarle historias de lejos, de reinos y princesas. Recuerda cuando él la ató con bridas en una autopista, la desnudó, le rompió una cerveza en la cabeza. Recuerda a la niña de tres años sola por esa carretera. La recuerda también cuando abrió los ojos en el hospital y ella, con seis años, estaba ahí, cuidándola. Recuerda quedarse embarazada de Marc y que él lo cogiera y lo enterrara vivo y recuerda buscarlo desesperada con un Mosso d’Esquadra. Recuerda también, claro, cuando le quitaron a los niños para protegerlos de él. Recuerda las denuncias que no hizo, porque no conseguía la fuerza de enfrentarse en un juicio contra él. Recuerda que entró en prisión cuando sí lo denunciaron los Mossos d’Esquadra, después de sus muchas visitas al hospital repleta de palizas. Recuerda cuando abrió los ojos y se volvió a Navarra. Recuerda cómo conoció a Carlos, su actual marido, y cómo llegó a formar una casa, un hogar. Recuerda el orgullo cuando, tras cinco largos años sin sus hijos, consiguió recuperarlos.

Silvia recuerda todo esto al otro lado del teléfono con una entereza y un valor y un empaque que ponen la piel de gallina. Pero no recuerda bien las fechas ni la burocracia de los juzgados. Ahí pasa el móvil al que hace, en ocasiones de muleta de su memoria. Carlos nos cuenta que a la expareja de Silvia lo metieron en la cárcel en Figeras en 2008. Estuvo hasta 2016. A la condena inicial sigue sumando nuevas. Las que Silvia, con su apoyo, ha ido poniendo estos últimos años. “Llamaba por teléfono desde la cárcel sin parar. Hasta 198 llamadas”. Por ese acoso lo condenaron a un año y nueve meses más. En los permisos que salía iba con una pulsera de geolocalización: “Ha roto 14. Le da igual porque en el código penal es una multa. El 20 de diciembre de 2015 estuvo 40 horas que la policía no sabía donde estaba. Y nosotros, sin poder dormir. Con la policía foral en la puerta de casa. En la última ocasión, le pillaron en la estación de tren de Girona a punto de coger un tren hacia Pamplona. Un juez decretó para él la prisión provisional”, cuenta Carlos. Ahora va a estar cumpliendo las penas que le quedan hasta octubre de 2020. Pero, Silvia no puede quitarse el miedo. El miedo a que en un permiso, la encuentre y haga lo que lleva años prometiendo que va a hacer. “Yo ya sé lo que me va a tocar. Lo tengo muy jodido para seguir viviendo”, dice Silvia, y los demás nos quedamos mudos.

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Silvia González y Sugui.

No se atreve a ir sola a ningún sitio, le entran ataques de pánico. Aunque lo correcto sería decir que no se atrevía. Eso era antes de aparecer Sugui, una perra pastor alemán, adiestrada y entrenada para proteger a Silvia. Se conocieron durante un tiempo antes de llevársela a casa, ahora ya no se separan. “Si conocieses a Sugui… Con ella yo me atrevo a ir sola a casa de los clientes de la cerrajería, voy haciendo cositas”, cuenta y se emociona. Con Sugui, Silvia se siente todo lo libre que no ha sido. “Puedo ir con mis amigas a tomar un café, a pasear, puedo ir a comprar con ella y con mis hijos. Con ella no me da miedo nada, porque cuando toco la correa, me mira y ya me pongo bien”. Además de ser un apoyo psicológico invalorable, Sugui está entrenada para que si Silvia le dice las frases de alerta, se cuadra y podría darle al agresor un golpe e en la mandíbula y en el pecho, para que a Silvia le diera tiempo a correr.

Ahora que la vida de Silvia y Sugui es una, ella quiere que se la reconozca como oficialmente como perro de asistencia. Para ello inició una campaña en Change.org en la que recogió más de 200.000 firmas para que incluyeran a los perros de protección de mujeres maltratadas en la Ley Foral 14/2015 contra la violencia de género o en la Ley Foral 3/2015 que regula los perros de asistencia para permitirles el acceso a espacios en los que, de otra manera, están vetados, como edificios de la Administración o comercios. “Yo no quiero entrar con ella a un hotel o a un restaurante, pero sí en ciertos sitios públicos, en el autobús, en los centros comerciales”, cuenta Silvia.

Este tipo de supuestos sí están contemplados en Murcia o en Aragón. El Parlamento navarro aprobó por unanimidad el 14 de febrero estudiar “la viabilidad del acompañamiento de perros escolta como medida de protección en las mujeres en riesgo o en situación de violencia de género”. A Silvia no le parece todavía suficiente. Quiere tener ya una tarjeta que acredite que Sugui es una perra de asistencia para que la puede acompañar en todo momento. “Yo no pido dinero ni nada. Solo quiero poder ser una chica normal y ser libre. Que solo tengo 39 años, que quiero vivir”.

(Aquí se ha incluido a una superheroína).

Paloma Pastor, fundadora de Fundación sin daño

Paloma Pastor, delante del mural #NosotrasJuntas. | Foto: EFE | Luca Piergiovanni

A Paloma Pastor una tarde diciembre de 2011 la vida le hizo una “gran putada” y la obligó a volver a empezar. En una excursión por el campo con su familia, su hijo pequeño, Mahesh, desapareció. Tenía ocho años, era invierno en Soria y oscurecía. Llamaron a emergencias y después de más de cuatro horas de búsqueda, un policía —que ya ahora ya saben que se llama Sebas— apareció con el niño en brazos. Lo encontró al pie de un precipicio de unos 20 metros de altura. Tenía un fuerte traumatismo craneoncefálico, pero estaba vivo. Llegó al Hospital Niño Jesús de Madrid. Estuvo 23 días en coma. Cuando le dieron el alta, Mahesh no sabía hablar, no reconocía a su familia, iba en silla de ruedas. “No tenía nada que ver con el niño que recordábamos”. Paloma Pastor cuenta todo esto de carrerilla, en automático, porque aún le viene el miedo.

Mahesh tenía daño cerebral sobrevenido infantil (DCSI) y necesitaba con urgencia rehabilitación para recuperar neuroplasticidad y sus habilidades motoras y cognitiva. No había centros públicos, por lo que empezó en uno privado con una terapia intensiva. La mejora fue espectacular: en 18 meses escribía, se comunicaba, se levantó de la silla de ruedas, volvió a tener un poco de memoria, se acordaba de algunas cosas, les conocía. Tiempo después, estuvo en condiciones de volver al colegio acompañado de una logopeda y pedagoga. Paloma Pastor cuenta todo esto todavía con la voz emocionada.

La rehabilitación de Mahesh costaba 2.000 euros al mes. Paloma había cerrado su empresa, una consultoría de medio ambiente, para cuidar a su hijo. Pudo pagar esta cifra porque tenía unos ahorros tras la muerte de sus padres. Pero, “¿qué familia actual puede pagar 2.000 euros al mes?”. La respuesta a esa pregunta (familias que rehipotecaban sus casas, niños que dejaban de ir a rehabilitación porque sus padres no podían pagar esta cantidad descomunal) hizo estallar la lucha. “Era tremendamente injusto, había que pelearlo”.

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Paloma Pastor y su familia. | Foto: Fundación Sin Daño

Esto es lo que averiguó Paloma Pastor tras muchos meses: el sistema público de salud no cubría la rehabilitación para daño cerebral sobrevenido de niños entre 6 y 16 años. La Comunidad de Madrid tenía un concierto con tres hospitales privados. Solo para tratamientos a mayores de 16 años. Ocurría lo mismo en la mayoría de las comunidades autónomas españolas.

El daño cerebral adquirido tiene muchas causas: accidente cerebrovascular (ictus, malformación vascular congénita), un traumatismo craneoencefálico (golpe en la cabeza por una caída, un accidente o jugando), una anoxia, una infección encefálica (encefalitis, meningitis) o un tumor cerebral. Todas ellas se dan en niños. Todas ellas pueden tener muchas menos secuelas gracias a la neurorehabilitación. Las cifras del Observatorio del daño cerebral adquirido estiman que en la Comunidad de Madrid 1.217 niños sufrieron enfermedades o accidentes susceptibles de provocar daño cerebral grave. 1.217 niños sin posibilidad de una rehabilitación cubierta por la Seguridad Social.

Esto es lo que ha conseguido Paloma Pastor —y su esfuerzo y su tenacidad y su voluntad incapaz de quebrarse— tras muchos meses de reuniones, protestas, asambleas, peticiones, campañas: en el hospital Niño Jesús de Madrid se ha abierto una unidad de rehabilitación para Daño Cerebral Sobrevenido. Estas 19 plazas —19— se suman a los otros únicos centros de rehabilitación pública en España, el instituto Guzmán en Valencia y a una plaza en el hospital de Manises. “Hay muchos adultos que sufren ictus, pero se había dejado a un lado a los niños porque entendían que no había demanda. Hasta ahora, el daño en niños era invisible. Nuestra percepción es que los políticos no se habían dado cuenta de que era así”.  Además, Paloma Pastor ha impulsado la creación y activación del código ictus infantil. Hasta ahora el código ictus de emergencias no atendía a los menores de 18 años. Hasta ahora, hasta que llegó ella, claro. La propuesta fue aprobada por unanimidad en la Asamblea de Madrid y ya se ha puesto en marcha en el hospital La Paz, Gregorio Marañón y 12 de octubre. “Esto para mí demuestra el poder que tenemos los ciudadanos para cambiar las cosas. Podemos hacer mucho”.

El último mensaje de Paloma es la reivindicación de esas mujeres cuidadoras que han dejado su vida profesional y que no han sido reconocidas. “Los datos son del 77% de las personas que cuidan son mujeres, son esposas, madres, hijas, hermanas. Tenemos que reconocer esta labor”.

Posdata: Mahesh tiene 15 años y es bastante autónomo: tiene conversación y amigos, se ducha y arregla solo; físicamente camina cojeando y a veces se olvida de utilizar su brazo derecho. “Ahora tiene un pavo que te mueres. Pero dentro de todo, está muy bien, es feliz”.

Rafaela Pimentel, trabajadora del hogar

Rafaela Pimentel, delante del mural #NosotrasJuntas. | Foto: EFE | Luca Piergiovanni

Hay pocos orgullos tan merecidos como el de atarse el delantal, agarrar una olla con una mano, y el megáfono con la otra. En esa batalla se encuentra ahora Rafaela Pimentel, una trabajadora del hogar que, junto a muchas otras mujeres, reivindica los derechos de las más de 600.000 empleadas del hogar que hay en España. Ellas han convertido, altaneras y seguras, los delantales y las ollas en símbolos políticos. Esos instrumentos de nuestras madres y abuelas, esos que nunca les reconocimos, y que hoy, ahora, gracias a mujeres como ella, se suman a la lucha para avanzar en los derechos de las mujeres.

En principio, la cuestión no parece tan difícil: hay que equiparar el sistema de cotización de estas trabajadoras —mujeres en un 96% y un 42% migrantes, según la Encuesta de Población Activa— al régimen general de la Seguridad Social. Esta equiparación está aprobada desde 2011, pero todavía no se ha hecho efectiva. Y debido a la enmienda 6777 que incluyó el PP a sus propios presupuestos, se retrasa su puesta en marcha hasta el 2024. Una situación que debería sacar los colores a nuestros políticos porque supone mantener las paupérrimas cotizaciones a la seguridad social de las empleadas del hogar, que les impiden tener una cobertura de desempleo y retrasa y empeora sus condiciones de jubilación, entre otras desventajas.

Pimentel habla de un supuesto —que parece sacado de hace siglos— que existe en ese régimen especial que las asfixia y aprisiona: la figura del desistimiento. “Tu empleador de puede echar de forma gratuita y sin condiciones. Un día sales por la puerta, y a ti, por mucho tiempo que hayas estado trabajando en esa casa, te pueden decir no vuelvas más”, nos cuenta Pimentel, con voz fuerte y clara. Y sigue: “No tenemos derecho al paro, muchas no tienen tiempo de ir al médico, hay compañeras que no han podido ir a hacerse una mamografía porque ven peligrar su trabajo. Hay familias que son dictadoras en esta historia”.

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Rafaela Pimentel con delantal rojo y un micrófono en una protesta ante el Congreso.

Rafaela plasmó todo este descontento en una petición que ya suma más de 200.000 adeptos, en la que se exige a España que ratifique el convenio 189 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo), como han hecho ya otros 24 países. Esta regulación es la primera que da al trabajo doméstico una protección específica y que contiene unas normas internacionales para asegurar y reconocer su valor social y económico. Porque la reivindicación de su trabajo no es solo su lucha: son sus cuidados los que permiten que todo se mantenga, siga girando, avance. “Los cuidados no se pueden parar, la gente envejece, siguen naciendo niños y es una tarea que alguien tiene que hacer. Para que los demás vayan al ámbito público remunerado, alguien se tiene que quedar en la casa, tiene que cuidar. Y más ahora que las ayudas a la dependencia se recortan, que aumenta la precariedad”, reflexiona Pimentel, con calma, con la seguridad de quien lleva 25 años cuidando de los demás.

“No estamos luchando solo por nuestros derechos, luchamos para que los hombres se responsabilicen en los cuidados y en las tareas, para que el Estado se haga cargo. Tenemos que seguir juntas y organizadas. Tenemos una deuda pendiente con nuestras madres, con nuestras abuelas, con las que se sacrificaron, que querían ser algo y lo dejaron apartado por tener que cuidar. Si tú eres médico o abogada, seguramente es porque tu madre hizo montones de tareas que alguien tenía que hacer y no las hizo. La sociedad, los hombres tienen una deuda pendiente con todas esas mujeres”.

Rafaela Pimentel habla orgullosa y esa es parte de la victoria. “Antes muchas mujeres no se atrevían a decir que trabajan en el servicio doméstico. No le dábamos, nosotras, el valor de lo que estábamos haciendo. No se hablaba de nuestras condiciones, porque siempre ha sido un trabajo desvalorizado y poco pagado. éramos invisibles. Ahora, esto está ya en la agenda de la lucha feminista y en la agenda política”.

María de la Fuente, investigadora

María de la Fuente en el mural de Gran Vía. | Foto: Change.org

1 de marzo de 2019, Congreso de los Diputados. La petición para que en los procesos de selección no se penalice a las científicas que son madres, en la que la investigadora María de la Fuente lleva insistiendo dos años, es aprobada dentro de un paquete de medidas urgentes para la ciencia española.

El sonido de la victoria se escribe así: “Los procedimientos de selección y evaluación del personal docente e investigador tendrán en cuenta las situaciones de incapacidad temporal, riesgo durante el embarazo, maternidad, guarda con fines de adopción, acogimiento, riesgo durante la lactancia y paternidad, de forma que las personas en dichas situaciones tengan garantizadas las mismas oportunidades que el resto del personal, y su expediente, méritos y currículum vítae no resulten penalizados por el tiempo transcurrido en dichas situaciones”. Para entender el valor de estas palabras, hay que retroceder a 2017.

María de la Fuente tiene 34 años y entra en un programa —gestionado por el Instituto de Salud Carlos III— que incorpora investigadores a los hospitales. La primera fase dura cinco años, en ese tiempo tiene dos hijos y está de baja 13 meses. En la competición para pasar a la siguiente fase le contabilizan las bajas como tiempo trabajado. Ella tiene menos méritos y producción científica puesto que, lógicamente, ha estado menos tiempo. “Me parecía increíble que no pudieran entender que así no era posible que yo pudiera competir por la categoría más alta. Para mí no es algo trivial, había estado trabajando con muchísimo esfuerzo”.

No lo entendieron y María de la Fuente, a pesar de ser la directora de la unidad de Nanooncología del Instituto de Investigación Sanitario de Santiago de Compostela, tiene ahora un contrato de categoría inferior y cobra menos de lo que corresponde a su tarea. Ahí empieza la lucha. “No era un problema individual, a muchas mujeres les estaba pasando lo mismo. El objetivo era que las mujeres no veamos nuestra carrera penalizada por ser madres”.

Cuando ella empezó su lucha este era un tema que apenas se trataba: «Había gente que estaba muy escéptica, culpabilizándome a veces, porque era algo que estaba normalizado, silenciado». Entonces, creó el hashtag #oCientíficaoMadre para que fuera más fácil hablar, que estaba en las «conversaciones de pasillo, pero había mucho temor». Se convirtió en un movimiento. «Eso fue casi lo más importante: que se rompieran las barreras de hablar de eso. Después que se transformarán en legislación».

El impacto del movimiento se tradujo en más de 300.000 firmas en su petición de Change.org y en dos medidas claves: la creación del Observatorio Mujeres, Ciencia e Innovación para la Igualdad de Género en 2018, y la aprobación de la Acción Estratégica de Salud 2019, por parte del Instituto de Salud Carlos III, que incorpora medidas para que los períodos de interrupción por embarazo o baja de maternidad de las investigadoras no sean tenidos en cuenta a la hora de evaluar sus méritos.

“Si no se contemplan supuestos de interrupción —cuando los períodos de baja están reconocidos por ley— de forma indirecta se nos exige trabajar y seguir produciendo durante las bajas. No puede ser que una parada tan pequeña, porque la baja de maternidad son de 16 semanas, tenga un impacto tan grande. Hay investigadoras que no pueden recuperarse, porque pierdes currículum y competitividad. Se trataba de que esta parada no fuera tan dramática”.

Su próxima meta es que la Xunta de Galicia mueva ficha y también se adhiera a esta regulación a nivel estatal. Hasta entonces, para ella el mural de Gran Vía es un reconocimiento a toda la gente anónima que hace que los engranajes giren: «Ayuda a mostrar que cualquier persona anónima puede lograr sus objetivos».

 

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